En los lugares donde el día se aproximaba a las veinticuatro horas, Sparta habitualmente se levantaba un cuarto de hora antes de que saliera el sol; en otros lugares, tenía problemas para dormir.
Por el contrario, Blake a veces lograba dormir hasta media mañana, algo que Sparta envidiaba pero que no podía comprender. Aunque para entonces ya hacía suficiente tiempo que estaba con él y estaba acostumbrada a ello, así que no le pareció extraño que no apareciera a la hora del desayuno.
Lo que le pareció impropio de Blake fue que no apareciera para el almuerzo. Su apetito nunca, que ella supiera, le había permitido saltarse dos comidas seguidas.
Tampoco apareció nadie más para almorzar. El joven camarero rubio no tenía idea de dónde se encontraba el señor Redfield, ¿ha terminado con la ensalada, inspectora? La joven camarera rubia no sabía decir por qué, pero estaba segura de que el comandante regresaría pronto, ¿seguro que no quiere probar el vino, señorita?
Las reglas en aquel lugar no se expresaban con palabras pero eran muy claras: los invitados se ocupaban de sus propios asuntos. Y todos los demás se preocupaban de los de Sparta.
Cuando, al final de otra comida vergonzosamente opulenta, llegó el magnífico café arábica, Sparta se lo bebió sin entusiasmo.
Después del almuerzo, subió a la habitación de Blake. Fuera, tras la puerta, Sparta escuchó.
En las paredes de la habitación de Blake pudo oír el gorgoteo de cañerías antiguas, el estruendo de ollas y cazuelas procedente de la cocina de la planta baja y las voces de los que trabajaban en ella; hablaban de cosas sin importancia.
Las estrechas ventanas emplomadas de la habitación estaban abiertas; oía las cortinas que el aire agitaba. Oyó los pájaros de los árboles, sólo unos gorriones rezagados en su emigración hacia el Sur. Arriba notó el crujido de una teja de pizarra del tejado: desgastada durante siglos, calentada por el sol y expandida hasta que, en aquel momento, sus últimos granos unidos se tensaban perdiendo su integridad cristalina que se separaba y resbalaba por el empinado tejado hasta el desagüe de cobre que había sobre la ventana abierta de Blake, donde aterrizó con un débil sonido.
Sin embargo, no oía a Blake. No se hallaba en su habitación, ni durmiendo ni buscando algo en el armario ni en el cuarto de baño, afeitándose o lavándose los dientes. No estaba allí.
Esto era muy curioso. Sparta se inclinó hasta que su rostro estuvo al nivel de la cerradura, no para atisbar a través de su anticuado agujero —como sin duda parecería a los que la vieran— sino para oler el aire próximo al pomo de la puerta. Sparta percibió el aroma de los característicos aceites y ácidos para la piel que Blake utilizaba, recién superpuestos al olor de limpiametales de siglos.
Otra cosa. Recordó la vieja adivinanza: «Veinte hermanos en la misma casa. Rasca su cabeza y morirán». Las cerillas. Un soplo de fósforo, muy débil.
Sparta se puso de pie. Como sabía que le observaban, decidió no entrar en la habitación.
La situación no era necesariamente mala. Blake había desaparecido en otras ocasiones. Después del incidente de la Star Queen, por ejemplo, cuando ella se había quedado en Puerto Hesperus y él había regresado a la Tierra. No supo nada de él durante meses y no le vio hasta que apareció avanzando hacia ella en la superficie de la Luna. En Marte, cuando él había insistido en trabajar en secreto y los dos estuvieron a punto de que les mataran. Pero siempre tenía una razón para desaparecer.
Otra cosa extraña; se preguntaba si existía alguna conexión.
Cuando había salido de la cama aquella mañana, había percibido un olor a masilla fresca. Uno de los cristales de su ventana había sido sustituido durante la noche.
Sparta pasó la siguiente hora paseando por la casa y los terrenos, decidida a parecer no preocupada. Blake no se hallaba en la biblioteca ni en la sala de juegos ni en la sala de proyecciones; no estaba en la sala de tiro del sótano ni en el gimnasio ni en las pistas de squash ni en la piscina cubierta. No le encontró en el invernadero. No estaba practicando ningún juego solitario. No jugaba a los bolos en el césped ni tiraba al plato. No se había llevado ningún caballo para cabalgar un rato. En el garaje de al lado de los establos, todos los coches de la finca se hallaban en el lugar de costumbre.
Pero una ventana grande del primer piso también estaba rota desde ayer; los vidrieros estaban sustituyendo una pieza del perlino vidrio de color.
A media mañana, Sparta se hallaba en el amplio porche trasero, apoyada en la rústica barandilla de pino barnizado, contemplando el bosque. Nada se movía aparte de alguna ocasional ardilla, alguna rata de campo o algún pajarillo. Y las hojas que caían. Sparta las contemplaba caer. Si escuchaba, oía el roce de cada una de ellas con el suelo cubierto de hojas.
Blake se había ido.
El comandante la encontró allí.
—¿Dónde está él? —preguntó con voz suave.
—Le dije que podía irse cuando quisiera. —Su voz era como un golpeteo de piedras, pero había algo hueco en ella. Esa mañana no llevaba su ropa de campo, sino su uniforme azul, con los impresionantes galones sobre el pecho—. Esta mañana, a primera hora. Le hemos sacado en el helicóptero.
Ella se apartó de la barandilla y clavó sus ojos azul oscuro en él.
—No.
—Tú estabas dormida. No has podido oír…
—No podía haber oído el helicóptero, estaba demasiado llena de sus drogas. Pero él no quería irse.
Los ojos del comandante eran de un azul más claro que los de ella.
—No puedo cambiar tu opinión.
—Me alegro de que lo sepa. Si quiere que esta conversación prosiga, comandante, deje de mentir.
El hombre hizo una mueca, una sonrisa abortada. Él mismo había utilizado aquella frase un par de veces.
—Ahora saben muchas cosas de mí —dijo ella—, así que es posible que sospeche que si se me mete en la cabeza, podría derrumbar esta casa y enterrar a todos en ella.
Su pálido rostro estaba rojo de ira.
—Pero no lo harías. No eres así.
—Si han hecho daño a Blake y lo descubro, haré todo lo que pueda para matarle a usted. No soy pacifista por principios.
El comandante observó un momento a la frágil e inmensamente peligrosa mujer. Luego, sus hombros se relajaron unos milímetros y pareció apartarse de ella.
—Nos hemos llevado a Blake de aquí a las cuatro de esta madrugada bajo fuerte sedación. Despertará en su casa de Londres con el falso recuerdo de haberse peleado contigo; creerá que le dijiste que estabas metida en un proyecto demasiado sensible y demasiado peligroso para que él se involucrara, y que por el bien de ambos insististe en que te dejara.
—No aceptaré eso —sabía que él mentía—. Me voy de aquí ahora mismo.
—Haz lo que quieras. Pero sabes tan bien como yo que es la verdad.
—Yo nunca he dicho semejante cosa ni nada que se le parezca…
—Deberías haberlo hecho.
Por una fracción de segundo, la furia del comandante estalló como la de Sparta.
—Cualquiera que sea el recuerdo que han implantado en él, no es ése.
Se alejó.
—¿Quieres saber lo que ocurrió realmente… con tus padres? —Su voz entrecortada y tensa le traicionó; estaba jugando su última carta.
Ella se detuvo pero no se volvió.
—Murieron en un accidente de coche.
—Dejemos ese pretexto. Te dijeron que murieron en un accidente de helicóptero.
Entonces ella se volvió, tensa y con aire peligroso.
—¿Sabe usted algo diferente, comandante?
—Lo que sé, no puedo demostrarlo —respondió él.
En su voz áspera Sparta oyó otra cosa, no exactamente una mentira.
—Ah, pero quiere que yo crea que podría hacerlo, y no lo hará. —¿Era eso lo que en realidad él quería?—. ¿También sabe mi nombre, comandante? No lo diga.
—No te diré tu nombre. Tu número era L. N. 30851005.
Ella asintió.
—¿Qué sabe de mis padres?
—Lo que he leído en los archivos, señorita L. N. Y lo que he aprendido de los prophetae.
—¿Y qué es?
—No lo diré a cambio de nada. —Su semblante se había vuelto a endurecer; esta vez era la simple verdad—. ¿Estás en el equipo o no lo estás?
Y ésa era la razón por la que llevaba el uniforme. Las vacaciones habían terminado, el silbato había sonado, se reanudaba el juego. Sparta suspiró cansada.
—Adelante… Hable.