—No lo entiendo.
—El Espíritu Libre hizo a Falcon —dijo Sparta—. Lo rehicieron, debería decir. Cierra la boca, cariño —Blake había abierto la boca, incrédulo—, se te ve la campanilla.
El pétreo rostro del comandante casi sonrió, pero con esfuerzo; conservó su dignidad metiéndose un bocado de lechuga en la boca.
—Tú fuiste el primero que me dijo qué perseguían, ¿lo recuerdas? —dijo ella a Blake—. El Emperador de los últimos Días.
Sparta comió un bocado de su excelente comida, de la cual, como de costumbre, había cuatro o cinco veces demasiada cantidad. Aquel día, según anunciaba el menú impreso, había una selección de ensaladas, seguidas por una sopa de mariscos con tomate en croute, luego una selección de quiches individuales y croque monsieurs del tamaño de un dedo, y finalmente sorbete de naranja con galletas de vainilla, todo ello acompañado de varios vinos de los que Blake, Sparta y el comandante hicieron caso omiso, como de costumbre.
La gente que servía esta opulenta comida (y el almuerzo no era nada comparado con la cena) era joven, alegre e iba uniformada de blanco, hablaba con entusiasmo cuando se quería compañía pero siempre era notablemente discreta. Ese día permanecían casi invisibles.
Sparta y Blake vivían como invitados del comandante en esa extraña «casa segura», como él la llamaba, desde hacía una semana, cenando, a menudo solos, bajo los estandartes heráldicos que colgaban de las altas paredes del gótico salón principal. Los días soleados como éste, los rayos de dorada luz penetraban a través de los triforios de vidrios de color, ventanas que presentaban a dragones y doncellas con amplias vestiduras y caballeros con armadura. El hombre que había construido la mansión era a todas luces un entusiasta de Sir Walter Scott, o había soñado con Camelot.
—Creemos que habían elegido a Falcon como blanco antes del accidente —dijo el comandante, dejando su plato.
—¿Elegido como blanco? —Blake había tragado su verdura sin ahogarse, pero se mostró incrédulo; no menos porque este oficial de la Junta Espacial, este viejo tipo a quien al principio no había tomado más que por compañero de trabajo de Ellen, parecía saber tanto del Espíritu Libre como el propio Blake, información para cuya obtención Blake había arriesgado su vida.
—El mejor piloto de globos del mundo —dijo Sparta, como si fuera evidente—. Alguien comprendió, incluso antes de que lo hiciera Falcon, que para vivir en las nubes de Júpiter se necesita un globo.
—¿Qué tiene que ver Júpiter con esto? —preguntó Blake.
—No lo sé —dijo Sparta—. Pero en mis sueños no paro de ir a Júpiter…
—Ellen.
El comandante intentó advertirle que dejara el tema.
—Caer en las nubes. Las alas en lo alto. Las voces de las profundidades.
Blake miró al comandante.
—¿Sus sueños?
—Estamos trabajando a partir de la evidencia —dijo el comandante—. Piensa que incluso para la Junta de Control Espacial es casi imposible montar una operación de esta complejidad técnica, logística y política en dos años. Creemos que Webster debía de saber que Falcon quería ir a Júpiter antes de que Falcon se lo dijera.
—Exactamente, Blake. Antes de que él mismo lo supiera —dijo Sparta. Se volvió al comandante—. Sabotearon la Queen.
Su voz se volvió brusca.
—Siempre eres rápida sacando conclusiones…
—Nadie ha puesto jamás un enlace remoto a través de un satélite por accidente, ni antes ni después.
—Eso es una locura —dijo Blake—. ¿Cómo sabían que Falcon sobreviviría al accidente?
—Tienen la costumbre de correr grandes riesgos.
El comandante dijo:
—La plataforma de la cámara empezó a tener problemas en cuanto él estuvo en un lugar seguro. No antes.
Ella asintió.
—Debería haber sido el lugar más seguro, de calcularse las posibilidades. El propio Falcon lo pensó.
—Entonces realmente les salió mal —protestó Blake—. Falcon volvía a estar en los controles antes de que la Queen chocara. Estuvo a punto de salvar la nave.
—De todos modos el accidente les fue bien —dijo Sparta—. Quizá mejor de lo que esperaban.
—A diferencia de ti —dijo el comandante—, en su caso no quedó gran cosa de un ser humano pensante que después se interpusiera en su camino.
Blake, agitado, echó su silla hacia atrás y se levantó.
—Está bien, le he preguntado algo. Usted, que está ahí sentado, usted ¿personalmente representa a la poderosa Rama de Investigaciones de la Junta Espacial? ¿Qué quieren de Ellen? ¿Qué puede hacer ella que la Junta no haya hecho ya?
Antes de responder a Blake, el comandante indicó a las camareras que despejaran la mesa y sirvieran el siguiente plato.
—Hay algunas cosas que la Junta Espacial no hace bien —dijo—. Investigarse a sí misma es una de ellas.
—¿Está usted diciendo lo que me imagino?
—No suponga nada —dijo el comandante—. Y no se pierda la sopa de marisco con tomate.
Blake vaciló, y luego, con brusquedad, se sentó.
—Si quiere mi colaboración, señor —recurrir al sarcasmo era infantil, una demostración de la completa frustración de Blake ante el curso de los acontecimientos—, necesito saber que lo que está planeando no la expondrá a ella a más peligro del que ya corre.
—Antes de que hagamos ningún trato acerca de ella, Blake, quizás Ellen nos dirá lo que opina.
—Sin duda siento curiosidad. Me gustaría averiguar más cosas de Howard Falcon y la misión de la Kon-Tiki.
—Entonces, sigues en el equipo.
—No, no lo creo —dijo ella pensativa—. No creo que esto sea un deporte de equipo.
Blake pasó la tarde tratando de conseguir que le hablase de su curiosidad por Falcon, la cual a él le parecía basada en la más débil prueba circunstancial. Oh, sí, admitía que él había sido un gran teórico de la conspiración en su día, pero por su parte, había llegado a la conclusión de que el Espíritu Libre —los prophetae, los Atanasios, o como quisiera llamárseles— si bien admitía que eran un grupo de locos peligrosos, habían cometido tantos errores que estaban a punto de liquidarse entre ellos mismos. Ahora que la Junta de Control Espacial lo sabía todo acerca de ellos, ¿por qué Ellen tenía que seguir arriesgando su vida?
Ella le mimó, estuvo de acuerdo con él, lo hizo todo excepto prometerle lo que él le pedía: dimitir de la Junta de Control Espacial. Por otra parte, no dijo que no lo haría. Su amor y afecto hacia él parecían firmes. Pero a pesar de toda la pasión y los argumentos de él, alguna parte fría en el centro de Sparta era impermeable a su razonamiento.
Aquella noche se detuvieron frente a la puerta del dormitorio de ella y Blake hizo ademán de besarla. Ella respondió, apretando su tenso cuerpo de bailarina al duro cuerpo de él, pero se apartó cuando él intentó ir más lejos y entrar en la habitación.
—Te lo he dicho, hay cámaras y micrófonos ahí —dijo ella—. En tu habitación también.
—Casi no me importa.
—A mí sí —dijo ella—. Hasta mañana, cariño.
Cerró la puerta con firmeza e hizo girar la llave.
En la fría y oscura habitación, Sparta se desnudó y fue hasta la cama. En este siglo y cultura, la modestia apenas daba importancia a la desnudez, y sin duda su cuerpo a menudo se había hecho transparente para cualquiera que pudiera estar espiándola. No era por Blake por lo que le importaban los observadores; era por lo que observarían mientras ella dormía.
No quería que él compartiera sus visiones —sus pesadillas— como sabía que ellos hacían.
Con la ayuda de un mantra particular, que algunos llamarían plegaria, se esforzó por conciliar el sueño.
Blake abrió la estrecha ventana lo justo para que entrara el aire nocturno. Colgó su ropa con cuidado en el armario empotrado; era bastante presumido, decían algunos, y era cierto que le gustaba tener buena apariencia, cualquiera que fuera el papel que hiciera. Y como le observaban las cámaras, quería tenerlo todo en orden.
Se metió desnudo en la cama y se desperezó bajo la fría sábana. Permaneció tumbado lleno de esperanza, de temor y de amor. «¡Ella me quiere!», y se tensó con renovada y frustrada lujuria.
Mucho tiempo atrás, cuando eran niños, se hallaban en la misma escuela, una escuela especial para niños corrientes a los que se enseñaba a ser algo más que corrientes. Se llamaba el proyecto SPARTA —proyecto para la evaluación y mantenimiento de recursos de aptitud específicos— y había sido creado por los padres de Linda, es decir, los padres de Ellen, para demostrar que todo ser humano posee múltiples inteligencias, y que cada una de ellas puede desarrollarse en un elevado grado mediante la estimulación y la orientación. SPARTA contradecía el prejuicio de que la inteligencia era algún misterioso ectoplasma llamado C. I., o que ese C. I., o coeficiente intelectual, era fijo, inmutable o real en cualquier sentido.
No todos los niños de SPARTA tenían la misma capacidad en todas las áreas —las personas se parecen menos unas a otras que los guisantes— pero todos los niños sacaban buenos resultados. Se convertían en competentes atletas, músicos, matemáticos, pensadores, escritores, artistas, seres sociales y políticos. Cada niño era excelente en uno o más de estos campos.
Pero para Linda y Blake, mientras crecían, esta educación extraordinaria no era más que la escuela, la escuela a la que iban tanto si querían como si no, y no se consideraban más que compañeros de colegio. Más tarde, cuando llegó la edad del sexo, la experiencia debería haberles hecho tratarse como hermanos.
No fue así en su caso. Ella había tardado más en comprenderlo —o había sido más reacia a admitirlo— pero estaban enamorados. Y, como es evidente, se atraían físicamente.
Él pensaba que había algo en tener relaciones sexuales con la persona a la que se ama que no podía ser igualado por ninguna otra experiencia en la vida; sin amor, ni una gran inteligencia, ni una gran inventiva sexual, ni un gran sentimiento de amistad, ni toda la buena voluntad del mundo eleva a la persona a ese plano en el que todo parece maravilloso y en el que todas las cosas parecen buenas.
Así que Blake permaneció tumbado entre sus frescas sábanas de algodón, sonriendo como un necio a las estrellas visibles a través de la estrecha abertura que a modo de ventana había en la pared de piedra, soñando con Linda… Ellen. Y renovó su determinación de sacarla de todo aquello. No se dio cuenta del momento en que sus ensoñaciones se convertían en sueño nocturno.
Una hora más tarde, cuando la casa estaba a oscuras y el cuerpo de Sparta permanecía inmóvil y su mente se hallaba sumida en sus propias profundidades sin sueños, la puerta cerrada con llave de la habitación se abrió en silencio.
El comandante entró en la estancia e iluminó con el haz de una pequeña linterna los rincones, y luego hizo una seña hacia la puerta. Un técnico entró en la habitación y, mientras el comandante sostenía el rayo de luz en un lado del cuello de Sparta, apretó una pistola inyectora contra su piel. No hubo ningún sonido de protesta, ninguna prueba de sensación cuando la droga le penetró en la corriente sanguínea.
Las pesadillas de Sparta se reanudaron poco después.