—El hombre que propuso la Kon-Tiki es Howard Falcon —dijo el comandante—. Él en persona pilotará la sonda de Júpiter.
Era la misma brillante mañana, pero nadie habría podido saberlo por el ambiente: una oscura y tranquila sala de reuniones en el sótano, con paredes, techo y suelo alfombrados con la misma lana marrón. La única iluminación procedía de unas lámparas de latón con pantalla sobre mesitas bajas, al lado de los sillones de cuero donde Sparta, Blake y el comandante se hallaban cómodamente sentados.
—¿Cómo consigue alguien alcanzar todo ese poder? —preguntó Blake.
—Falcon es… un ejemplar insólito. Esto lo explicará.
La tosca voz del comandante carecía de resonancia. En el oscuro centro en la habitación que lentamente desaparecía, una imagen había empezado a formarse, llenando el espacio con el paisaje en movimiento de las llanuras de altas artemisas de Arizona, vistas desde una gran altitud.
—Lo que hemos montado aquí sucedió hace ocho años.
La Queen Elizabeth se hallaba a más de cinco kilómetros por encima del Gran Cañón, avanzando muy despacio, a unos cómodos trescientos kilómetros por hora. Desde el puente del trasatlántico, Howard Falcon vio que la plataforma de la cámara se cerraba desde la derecha. Lo había estado esperando —nadie más volaba a esta altitud—, pero no le agradaba demasiado tener compañía. Aunque agradecía cualquier señal de interés público, también quería tener el cielo lo más despejado posible. Al fin y al cabo, era el primer hombre en la Historia que volaba en una nave de medio kilómetro de largo.
Hasta ese momento, el vuelo de prueba había ido a la perfección. Irónicamente, el único problema había sido la aeronave de transporte de cincuenta años atrás, la Chairman Mao, prestada por el Museo Naval de San Diego para operaciones de apoyo. Sólo uno de los cuatro reactores nucleares de la Mao seguía siendo capaz de funcionar, y la velocidad máxima del antiguo carro de combate apenas era de treinta nudos. Por fortuna, la velocidad del viento a nivel del mar había sido de menos de la mitad de ésta, de manera que no había sido difícil mantener aire inmóvil en la cubierta de vuelo. Aunque se habían producido algunos momentos de ansiedad durante las ráfagas, cuando soltaron las amarras el gran dirigible se había elevado suavemente, directo hacia el cielo, como si se hallara en un ascensor invisible. Si todo iba bien, la Queen Elizabeth IV no volvería a encontrarse con la Chairman Mao hasta dentro de una semana.
La situación estaba bajo control; todos los instrumentos daban lecturas normales. El comandante Falcon decidió ir arriba y contemplar el encuentro. Cedió su puesto al segundo oficial y entró en el tubo transparente que atravesaba el corazón de la nave. Allí, como siempre, se sintió abrumado por la visión del mayor espacio cerrado construido por los hombres en la Tierra.
Los diez depósitos esféricos de gas, cada uno de ellos de más de treinta metros de diámetro, estaban colocados uno detrás del otro como una fila de gigantescas pompas de jabón. El duro plástico era tan transparente que se podía ver a través de toda la hilera y distinguir detalles del mecanismo elevador que se hallaba en el otro extremo, a medio kilómetro de donde él se encontraba. A su alrededor, como un laberinto tridimensional, el armazón estructural de la nave, los grandes cinturones longitudinales que iban desde el morro hasta la cola, los quince aros que formaban las costillas circulares de este coloso aerotransportado, cuyos diferentes tamaños definían su elegante perfil aerodinámico.
A esta velocidad comparativamente baja se producía poco ruido: sólo la suave acometida del viento sobre la envoltura y algún ocasional crujido de las juntas de las costillas y largueros —de titanio y compuesto de carbono-carbono—, que se acomodaban cuando la pauta de tensiones cambiaba. La luz sin sombras procedente de las hileras de lámparas en lo alto proporcionaban al escenario un aspecto curiosamente submarino.
Y para Falcon, el espectáculo de las bolsas de gas traslúcidas aumentaba esta sensación. Una vez, cuando se zambullía en el mar, había tropezado con un escuadrón de grandes pero inofensivas medusas que se abrían paso por encima de un arrecife tropical poco profundo, y las burbujas de plástico que daban a la Queen Elizabeth su fuerza de sustentación a menudo se las recordaban, en especial cuando el cambio de presión las hacía arrugarse y arrojar nuevos reflejos de luz.
Avanzó por el eje de la nave hasta que llegó al elevador delantero, entre las bolsas de gas uno y dos. Al subir a la cubierta de observación, advirtió que hacía un incómodo calor.
La Queen obtenía casi una cuarta parte de su fuerza ascensional de las cantidades ilimitadas de calor sobrante producido por su planta de energía de fusión fría en miniatura. En realidad, en este vuelo de prueba ligeramente cargado, sólo seis de las diez células de gas contenían helio, un gas cada vez más raro y caro; las restantes células estaban llenas de simple aire caliente. Aun así, la nave transportaba doscientas toneladas de agua como lastre.
Utilizar las células de gas en modo de aire caliente creaba problemas técnicos para refrigerar las vías de acceso; evidentemente, habría que trabajar un poco más en ello. Falcon dictó un breve memorando a su micrograbadora.
Una refrescante ráfaga de aire le dio en la cara cuando salió a la gran cubierta de observación, bajo la deslumbrante luz solar que atravesaba el techo acrílico transparente. Se encontró ante una escena de caos controlado. Media docena de trabajadores y un número igual de ayudantes superchimpancés estaba ocupados colocando la casi terminada pista de baile, mientras otros efectuaban la instalación eléctrica, arreglaban los muebles y manipulaban las complicadas persianas del techo transparente. A Falcon le resultó difícil creer que todo estaría a punto para el viaje inaugural, que tendría lugar al cabo de sólo cuatro semanas.
Bueno, no era su problema, gracias a Dios. Él era el capitán, no el director del crucero.
Los humanos le saludaron con la mano y los chimpancés le lanzaron grandes sonrisas; todos tenían bastante buen aspecto con los monos de trabajo azul y blanco de los patrocinadores de la Queen. Avanzó entre ellos a través de la ordenada confusión, y subió la corta escalera de caracol hasta el ya terminado Skylounge. Éste era su lugar favorito de la nave. Sabía que cuando la Queen se hallara de servicio, jamás volvería a disponer del salón sólo para él; se concedería cinco minutos de placer privado.
Conectó su intercomunicador y habló con el puente, confirmando que todo seguía en orden. Entonces se acomodó en uno de los confortables sillones giratorios.
Abajo, formando una curva plateada que complacía a la vista, se hallaba la ininterrumpida superficie de la cubierta de la nave. Él se encontraba situado en el punto más elevado de proa, vigilando la inmensidad del mayor vehículo jamás construido para luchar con la gravedad cerca de la superficie de un planeta. Las únicas naves más grande que ésta en el sistema solar eran los buques de carga espaciales que efectuaban las trayectorias entre las estaciones espaciales de Venus, la Tierra, Marte, las lunas y el Mainbelt; en ausencia de peso, el tamaño era un problema secundario.
Cuando Falcon se cansó de admirar la Queen, pudo volverse y contemplar el horizonte de aquel fantástico desierto, tallado por el río Colorado en el transcurso de mil millones de años.
Aparte de la plataforma de la cámara manejada por control remoto, que ahora había retrocedido y grababa el espectáculo desde la parte central de la nave, Falcon tenía el cielo para sí solo. Allí estaba, azul y vacío, aunque el horizonte era opaco, con la mancha marrón purpúreo que se había convertido en el color permanente de la atmósfera inferior de la Tierra. Lejos hacia el sur y hacia el norte, vio los rastros helados de los aeroplanos espaciales intercontinentales que ascendían y descendían, prohibidos específicamente en el corredor que atravesaba los desiertos cielos que hoy habían sido reservados para la Queen.
Algún día, las plantas de fusión baratas sustituirían a los combustibles fósiles de los que tantas cosas en la Tierra aún dependían para el mantenimiento económico, y las naves como la Queen surcarían la atmósfera suave y limpiamente, transportando cargamentos y pasajeros. Entonces el cielo pertenecería sólo a las aves, las nubes y los grandes dirigibles. Pero ese día aún se hallaba a décadas en el futuro.
Como los viejos pioneros habían dicho, al principio del siglo XX, ésta era la única manera de viajar: en silencio y con lujo, respirando el aire que le rodeaba a uno y no aislado de él, y lo bastante cerca de la superficie para contemplar la siempre cambiante belleza de la tierra y el mar. Los aviones a reacción subsónicos del siglo anterior apenas habían sido mejores que coches para ganado, abarrotados con cientos de pasajeros sentados en columnas de a diez. Ahora, cien años más tarde, muchos más pasajeros podrían viajar con mayor confort, a una velocidad comparable, y con menos gasto real.
Pero no iban a viajar en la Queen; la Queen y sus proyectadas naves hermanas no eran para el transporte en masa. Sólo algunos de los miles de millones de personas del mundo disfrutarían del placer de deslizarse en silencio por el cielo con el mayor lujo, champán en mano, los acordes sinfónicos de una orquesta en vivo saliendo del escenario de la cubierta de observación… Pero una sociedad próspera y segura podía permitirse estas locuras, y en verdad las necesitaba…, como novedad y para entretenerse, como útil distracción de los agresivos asuntos comerciales interplanetarios, que con demasiada frecuencia amenazaban con acabar en guerra. Y había al menos un millón de personas en la Tierra cuyos ingresos discrecionales sobrepasaban los mil nuevos dólares al año; es decir, un millón de los dólares corrientes que todos los demás estaban acostumbrados a que les dedujeran de sus chips de crédito en toda transacción. La Queen no carecería de pasajeros.
El intercomunicador de Falcon sonó, interrumpiendo su ensoñación. El copiloto le llamaba desde el puente.
—¿A punto para la cita, capitán? Tenemos todos los datos que necesitamos de este trayecto, y los del video se están impacientando.
Falcon echó una mirada a la plataforma de la cámara, un cuarto de kilómetro más lejos, que ahora igualaba su velocidad y altitud.
—Está bien. Adelante, tal como acordamos. Observaré desde aquí.
Bajó la escalera de caracol del Skylounge y avanzó a través del bullicioso caos de la cubierta de observación, con la intención de obtener una mejor visión desde la parte central de la nave. Mientras caminaba sintió un cambio en la vibración bajo sus pies; las silenciosas turbinas perdían potencia y la Queen se iba deteniendo. Para cuando llegó a la parte posterior de la cubierta, la nave colgaba inmóvil en el cielo.
Utilizando su llave maestra, Falcon salió a la pequeña plataforma externa que resplandecía desde el extremo de la cubierta; allí cabía media docena de personas, y sólo unas bajas barandillas las separaban de la amplia extensión de la envoltura; y de la tierra, miles de metros más abajo del horizonte artificial en fuerte pendiente de la envoltura. Era excitante estar en ese lugar, y perfectamente seguro aun cuando la nave viajara a gran velocidad, pues estaba protegida por el aire muerto tras la enorme ampolla dorsal de la cubierta de observación. No obstante, no se tenía intención de que los pasajeros tuvieran acceso a ella; la vista era demasiado vertiginosa.
Las tapas de la escotilla de carga delantera, como gigantescas trampas, ya habían sido abiertas, y la plataforma de la cámara se mantenía suspendida sobre ellas, preparada para descender. Por esta ruta viajarían en años venideros miles de pasajeros y toneladas de suministros. Sólo en raras ocasiones tendría que descender la Queen a nivel del mar para acercarse a su base flotante.
Una repentina ráfaga de aire lateral golpeó la mejilla de Falcon, y se agarró con más fuerza a la barandilla. El Gran Cañón podía ser un mal lugar para tener turbulencia, aunque no esperaba que hubiera mucha a la altitud en que se hallaban. Sin ansiedad centró su atención en la plataforma que descendía, ahora, a unos cincuenta metros por encima de la nave; el tripulante que pilotaba la plataforma robot desde el puente de la Queen era un operador sumamente experimentado; había realizado esta sencilla maniobra una docena de veces en este vuelo. Era inconcebible que tuviera ninguna dificultad.
Sin embargo, parecía estar reaccionando con bastante pereza. La última ráfaga había desviado la plataforma de la cámara casi hasta el borde de la escotilla abierta.
Seguramente el piloto habría podido corregir antes este… ¿Existiría algún problema de control? Era improbable. Estos controles remotos disponían de sistemas de seguridad a toda prueba. No se sabía que hubieran ocurrido accidentes. Pero volvió a suceder, se desvió a la izquierda. ¿Podía estar bebido el piloto? Por improbable que pareciera…
Falcon conectó su intercomunicador.
—Puente, dígame…
Sin previo aviso, fue golpeado en la cara con violencia por una racha de viento helado. Pero no era eso lo que había interrumpido sus órdenes al puente. Apenas había sentido el viento, pues se había quedado paralizado al ver con horror lo que estaba sucediendo con la plataforma de la cámara. El operador se esforzaba por mantener el control, intentando equilibrar la embarcación sobre sus reactores, pero lo que hacía sólo empeoraba las cosas. Las oscilaciones habían aumentado… veinte grados, cuarenta grados, sesenta grados…
Falcon recuperó la voz.
—¡Conecta el automático, estúpido! —gritó al intercomunicador—. ¡El manual no funciona!
La plataforma dio una vuelta de campana hacia atrás. Los reactores ya no la sostenían, sino que la hacían bajar velozmente, aliados ahora de la gravedad contra la que hasta entonces habían luchado.
Falcon no oyó el estrépito. Sin embargo, lo sintió cuando cruzaba a todo correr la cubierta de observación hacia el ascensor que le bajaría al puente. Los trabajadores le gritaban con ansia, pues querían saber lo que sucedía.
Pasarían muchos meses antes de que conociera la respuesta a esa pregunta.
En el preciso instante en que iba a entrar en el ascensor, cambió de idea. ¿Y si fallaba la corriente? Aunque el tiempo era esencial, era mejor ir sobre seguro, aun tardando unos segundos más. Bajó corriendo la escalera de caracol que envolvía el ascensor. A medio camino hizo una pausa para ver si la nave había sufrido algún daño. Tenía una visión perfecta, y lo que vio le paralizó el corazón. Aquella maldita plataforma había atravesado la nave, de arriba abajo, rompiendo dos de las células de gas. Éstas se derrumbaban ahora lentamente, formando grandes velos de plástico que caían.
A Falcon no le preocupaba la sustentación, pues con el lastre se podía compensar fácilmente estando ocho células aún intactas. Mucho más grave era el daño producido en la estructura. Ya oía el enrejado de carbono-carbono y titanio a su alrededor, rugiendo como protesta bajo una repentina y anormal carga. Aunque los miembros de metal y fibra de carbono eran fuertes y flexibles, no eran más fuertes que sus juntas rotas.
La sustentación por sí sola no era suficiente. A menos que se distribuyera la carga de manera adecuada, la parte posterior de la nave se rompería.
Falcon echó a correr otra vez. Había bajado unos cuantos escalones cuando vio a un superchimpancé, uno de los ayudantes de la cubierta de observación, bajar por el eje del ascensor gritando asustado; se movía con increíble velocidad, una mano sobre la otra, por la parte exterior del enrejado del ascensor. En su terror, la pobre bestia había desgarrado su uniforme de la compañía, quizás en un intento inconsciente de recuperar la libertad de sus ancestros.
Falcon, que descendía lo más rápidamente que podía, observó con cierta alarma acercarse a la criatura. Un chimpancé enloquecido era un animal poderoso y peligroso, en especial si el miedo era superior a su entrenamiento contra el ataque a los humanos.
Cuando se aproximó, empezó a gritar una serie de palabras incomprensibles, y la única que Falcon pudo identificar fue «jefe», lastimera y repetida con frecuencia. Incluso en aquellos momentos, se dio cuenta Falcon, el chimpancé buscaba orientación en los humanos. Sintió lástima por la criatura, involucrada en un desastre humano incomprensible para ella, y del cual no tenía ninguna responsabilidad.
El animal se detuvo exactamente delante de él, al otro lado de la reja. No había nada que le impidiera pasar a través del armazón abierto si lo deseaba. Se acercó a él, con sus anchos y delgados labios separados y mostrando sus colmillos amarillos, aterrorizado.
Ahora su cara estaba a sólo unos centímetros de la de Falcon, y le miraba fijamente a los ojos. Nunca se había encontrado tan cerca de un chimpancé, capaz de estudiar sus facciones con tanto detalle. Sintió la extraña mezcla de afinidad e incomodidad que todos los humanos experimentan cuando miran así en el espejo del tiempo.
La presencia de Falcon parecía haber calmado al animal; sus labios se cerraron sobre los colmillos. Falcon señaló el eje del ascensor hacia arriba, hacia la cubierta de observación. Dijo con voz clara y precisa:
—Jefe. Jefe. Vete.
Para su alivio, el chimpancé entendió. Hizo una mueca que podía haber sido una sonrisa y al instante se fue a toda prisa por donde había venido. Falcon le había dado el mejor consejo que podía darle. Si había alguna seguridad a bordo de la Queen, ésta se hallaba en esa dirección, hacia arriba.
El deber de Falcon se hallaba en la otra dirección.
Casi había alcanzado el final de la escalera cuando las luces se apagaron. Con un ruido de polímero que se desgarra, el buque cayó con la proa hacia abajo. Todavía podía ver bastante bien, pues los rayos del sol entraba por la escotilla abierta y el enorme desgarrón de la envoltura.
Muchos años atrás, Falcon había permanecido de pie en la nave de una gran catedral, contemplando la luz que entraba por las altas ventanas y formaba manchas de resplandor multicolor sobre las antiguas piedras. El deslumbrante rayo de sol que penetraba por la estropeada estructura muy en lo alto le recordó aquel momento. Se encontraba en una catedral de metal y polímero que caía desde el cielo.
Cuando llegó al puente y pudo mirar afuera por primera vez, le horrorizó ver lo cerca que la nave se hallaba de tierra. Sólo mil metros más abajo estaban los hermosos y mortales picos de roca y el río de barro rojo, que se abrían paso hacia el pasado tallado en ellos. No había ninguna superficie nivelada donde una nave grande como la Queen pudiera descansar en equilibrio.
Una mirada al tablero de mandos le indicó que todo el lastre había desaparecido. Sin embargo, la velocidad de descenso se había reducido a unos pocos metros por segundo; todavía les quedaba una oportunidad.
Sin decir una palabra, Falcon se acomodó en el asiento del piloto y se hizo cargo del control. El tablero de instrumentos le mostró todo lo que deseaba saber; la velocidad era superflua.
En la parte de atrás, oía al oficial de comunicaciones dar un informe por la radio. Para entonces, todos los canales de noticias de la Tierra y los mundos habitados tenían preferencia, y podía imaginar la frustración de los directores de programas: se estaba produciendo el más espectacular naufragio de la Historia, ¡y no había ni una sola cámara que lo transmitiera en directo! Algún día, los últimos momentos de la Queen llenarían de pavor a millones de personas —como había ocurrido con la Hindenburg un siglo y medio atrás—, pero no en tiempo real.
Ahora la tierra se hallaba a unos cuatrocientos metros, acercándose despacio. Aunque tenía plena potencia, no se había atrevido a utilizarla por miedo a que la dañada estructura se derrumbara. Pero ahora comprendió que no podía elegir. El viento les estaba llevando hacia una horcadura del cañón; allí el río era dividido por un pedazo de roca, parecido a la proa de algún gigantesco barco de piedra fosilizado. Si la Queen seguía su curso actual, quedaría atascada en aquella meseta triangular y se clavaría de tal manera, que al menos una tercera parte de su longitud colgaría sobre la nada; se rompería como un palo podrido.
Muy lejos, por encima de los crujidos de la estructura en tensión y el siseo del gas que se escapaba, se oyó el familiar silbido de las turbinas cuando Falcon abrió los propulsores laterales. La nave se tambaleó y empezó a girar hacia babor.
El chillido del metal que se desgarraba era casi continuo ahora, y el ritmo de descenso había aumentado amenazadoramente. Una mirada al tablero de control de daños le indicó que la célula número cinco acababa de desaparecer.
La tierra se hallaba a pocos metros de distancia. Ni siquiera entonces Falcon podía saber si su maniobra tendría éxito o fracasaría. Puso los vectores de empuje en posición vertical, proporcionándoles la máxima carga para reducir la fuerza del impacto.
El choque pareció durar una eternidad. No fue violento; simplemente prolongado e irresistible. Parecía que el universo entero les caía encima. El ruido de metal y laminado crujiendo se fue acercando rápidamente, como si alguna gran bestia se abriera paso comiéndose la nave moribunda.
Luego, el suelo y el techo se cerraron sobre Falcon como una morsa de banco.
La imagen holográfica desapareció de la sala de reuniones. Sparta, Blake y el comandante permanecieron sentados en silencio durante un momento, en plena oscuridad. Por fin, Sparta dijo:
—Una reconstrucción muy convincente.
—Sí —Blake se rebulló en su sillón—. Recuerdo haber visto videos cuando era pequeño, pero no eran como esto. Es como estar dentro de la cabeza del tipo.
—Sacamos mucha información de los registradores de vuelo, gran parte de ella de tipo confidencial —dijo el comandante—. Y tiene razón, también tuvimos acceso a la experiencia de Falcon.
—¿Tomando informes de los sobrevivientes con sonda profunda? —preguntó Sparta.
—Así es —respondió el comandante.
En la penumbra, sus pálidos ojos eran puntos de luz reflejados. Sparta le miró fijamente en la oscuridad. El rostro del hombre aumentó doce veces de tamaño bajo la inspección telescópica de Sparta; los pequeños saltos de sus fríos ojos le traicionaban. Incluso su repentino olor acre le traicionaba. Ella sabía que el comandante y sus colegas utilizaban las mismas técnicas de sonda molecular profunda en ella, grabando sus sueños y pesadillas nocturnas para posterior reconstrucción, las que fácilmente podrían ser tan aterradoras como este «documental».
Los ojos del hombre se desviaron ligeramente en dirección a Blake, antes de volver a ella casi al instante. Reconocía sus sospechas, y al mismo tiempo le decía en silencio que esta información no podían compartirla con Blake.
Sparta dijo:
—Vuelva a pasar el incidente con el chimpancé, por favor.
El comandante lo hizo, accionando los controles del holograma. Casi al instante se hallaron de nuevo en el interior de la Queen. Aquella catedral de plástico y metal que se derrumbaba lentamente…
Falcon, que descendía lo más rápidamente que podía, observó acercarse a la criatura con cierta alarma. Un chimpancé enloquecido era un animal poderoso y peligroso, en especial si el miedo era superior a su entrenamiento contra el ataque a los humanos.
Cuando se aproximó, empezó a gritar una serie de palabras incomprensibles, y la única que Falcon pudo identificar fue «jefe»…
—Pare aquí —ordenó Sparta.
El holograma se congeló.
—¿Han analizado el habla del animal? —preguntó.
—Los investigadores del accidente lo intentaron. El recuerdo que tenía Falcon no era tan preciso. No lo suficiente como para recuperar las palabras.
—Está bien, adelante.
Incluso en aquellos momentos, se dio cuenta Falcon, el chimpancé buscaba orientación en los humanos. Sintió lástima por la criatura, involucrada en un desastre humano incomprensible para ella, y del cual no tenía ninguna responsabilidad…
Se acercó a él, con sus anchos y delgados labios separados y mostrando sus colmillos amarillos, aterrorizado. Ahora su cara estaba a pocos centímetros de la de Falcon. Éste sintió una extraña mezcla de afinidad e incomodidad…
Falcon señaló el eje del ascensor hacia arriba.
—Jefe. Jefe. Vete.
El chimpancé hizo una mueca que podía haber sido una sonrisa y al instante se fue a toda prisa por donde había venido…
—Es suficiente —dijo Sparta—. Puede parar.
—Pobres animales —dijo Blake.
—¿Qué analogía encuentra, comandante? —el tono de Sparta rayaba la burla—. ¿Podría tener algo que ver con el hecho de que no quedó de Falcon tanto como de mí, cada vez que han intentado matarme?
—¿De qué estás hablando? —le preguntó Blake, exasperado.
El comandante hizo caso omiso de la pregunta.
—La siguiente escena que hemos reconstruido es mucho más reciente, grabada hace dos años en las oficinas de la Central de la Tierra de la Junta de Control Espacial. Los sujetos no sabían —tosió— que yo tenía acceso al chip.
—¿Por qué quiere ir a Júpiter?
—Como dijo Springer cuando partió para Plutón, «porque está ahí».
—Gracias. Y aparte de eso, ¿cuál es la verdadera razón?
Howard Falcon sonrió a su interrogador, aunque sólo los que lo conocían muy bien podían haber interpretado su leve mueca como una sonrisa. Brandt Webster era uno de los pocos que podía hacerlo. Era el Subdirector de Personal para Planes de la Junta de Control Espacial. Durante veinte años, él y Falcon habían compartido triunfos y desastres, sin excluir el mayor desastre de todos: el naufragio de la Queen.
Falcon dijo:
—La frase de Springer…
—Creo que alguien la dijo antes que Springer —le interrumpió Webster.
—… aún es válida, de todos modos. Hemos aterrizado en todos los planetas rocosos y muchos de los pequeños cuerpos; los hemos explorado, hemos construido ciudades y estaciones orbitales. Pero los gigantes de gas aún están intactos. Son los únicos retos auténticos que quedan en el sistema solar.
—Un reto muy caro. Supongo que has calculado todos los costes.
—Igual que lo hubiera hecho cualquiera. En la pantalla están los cálculos.
—Mmm.
Webster consultó su pantalla. Falcon se acomodó.
—Ten en cuenta, amigo mío, que no se trata de una empresa única. Es un sistema de transporte reutilizable, una vez se haya demostrado que puede utilizarse una y otra vez. Nos abrirá las puertas no sólo a Júpiter, sino a todos los demás gigantes.
—Sí, sí, Howard… —Webster contempló las cifras y silbó. No fue un silbido de alegría—. ¿Por qué no empezar con un planeta más fácil, Urano, por ejemplo? Tiene la mitad de la gravedad, y menos de la mitad de velocidad de escape. Y un clima más apacible, también, si apacible es la palabra correcta.
Webster había cumplido con su deber. No era la primera vez que Planes había pensado en los gigantes.
—Ahorrarás muy poco —replicó Falcon— si tienes en cuenta la distancia extra y los problemas logísticos. Más allá de Saturno, tendríamos que establecer nuevas bases para suministros; en Júpiter podemos utilizar las instalaciones de Ganímedes.
—Eso, si podemos llegar a un acuerdo con los indoasiáticos.
—Se trata de una expedición del Consejo de los Mundos, no de una aventura del Consorcio. No existe amenaza comercial. La Junta Espacial simplemente alquilará las instalaciones indoasiáticas de Ganímedes que necesitemos.
—Lo que estoy diciendo es que será mejor que empieces ya a reclutar asiáticos de primerísima categoría para formar tu equipo. A nuestros malhumorados amigos no les gustará ver un montón de caras europeas fisgoneando en su patio trasero, las lunas de Júpiter.
—Algunas de las caras «europeas» son asiáticas, Web. Nueva Delhi sigue siendo mí dirección oficial. No creo que eso sea un problema.
—No, supongo que no.
Webster examinó a Falcon, y sus pensamientos se hicieron transparentes. El argumento de Falcon en favor de Júpiter parecía lógico, pero había algo más. Júpiter era el señor del sistema solar; a Falcon no le impulsaba un reto menor.
—Además —prosiguió Falcon—, Júpiter es un gran escándalo científico. Hace más de un siglo que se descubrieron sus tormentas de radio, pero todavía no sabemos cuál es su causa. Y la Gran Mancha Roja sigue siendo un misterio, a menos que seas uno de los que creen que la teoría del caos es la explicación a toda pregunta sin respuesta. Por eso creo que los indoasiáticos estarán encantados de apoyarnos. ¿Sabes cuántas sondas se han lanzado a esa atmósfera?
—Creo que unas doscientas.
—Eso sólo en los últimos cincuenta años. Si te remontas a la Galileo, 326 sondas han penetrado Júpiter, de las cuales casi una cuarta parte han resultado un fracaso total. Hemos aprendido mucho, pero apenas hemos arañado el planeta. ¿Te das cuenta de lo grande que es, Web?
—Más de diez veces el tamaño de la Tierra.
—Sí, sí, pero ¿sabes lo que eso significa realmente?
Webster sonrió.
—¿Por qué no me lo dices tú, Howard?
Cuatro globos se hallaban adosados a la pared del despacho de Webster, representando los planetas colonizados y la luna de la Tierra. Falcon señaló al globo de la Tierra.
—Mira la India, qué pequeña parece. Bueno, si despellejaras la Tierra y la extendieras sobre la superficie de Júpiter, con océanos y todo, parecería tan grande como la India aquí.
Hubo un largo silencio mientras Webster contemplaba la ecuación: Júpiter es a la Tierra lo que la Tierra es a la India. Se puso de pie y se acercó al globo de la Tierra.
—Has elegido el mejor ejemplo posible, ¿verdad, Howard?
Falcon se giró para mirarle a la cara.
—No se parece a lo de hace nueve años, ¿no, Web? Pero lo es. Realizamos esas pruebas iniciales tres años antes del vuelo de la Queen.
—Tú todavía eras teniente.
—Así es.
—Y querías dejarme prever el gran experimento, un viaje de tres días a través de las llanuras del norte de la India. Una gran vista del Himalaya, dijiste. Completamente sin ningún peligro, prometiste. Dijiste que eso me haría salir de la oficina y me enseñaría de qué iba todo.
—¿Quedaste decepcionado?
—Ya conoces la respuesta —la sonrisa de Webster dividió su redondo y pecoso rostro—. Sin contar mi primer viaje a la Luna, fue la experiencia más memorable de mi vida. Y tenías razón: totalmente sin peligro. No pasó nada.
La cara de Falcon pareció suavizarse al recordar.
—Planeé que fuera bonito, Web. La partida desde Srinagar justo antes del amanecer, porque siempre me ha gustado la manera en que esa gran burbuja plateada brillaba de repente con la primera luz del sol…
—Silencio total —dijo Webster—. Eso fue lo que más me impresionó. Nada de rugidos de los quemadores, como aquellos antiguos balones de aire caliente con propano como combustible. Ya era impresionante que hubieras conseguido meter un reactor de fusión en una botella de cien kilogramos, Howard, pero que también fuera silencioso…, suspendido sobre nuestras cabezas en la boca de la cubierta, alejándose diez veces por segundo… Imagínate qué milagro en acción me parecía eso.
—Cuando pienso en volar sobre la India, todavía recuerdo los ruidos del pueblo —dijo Falcon—. Los perros ladrando, la gente hablando a gritos y mirándonos, las campanas sonando. Siempre se podía oír, incluso cuando ascendías, incluso cuando todo aquel paisaje abrasado por el sol se extendía a tu alrededor y subías a donde se estaba fresco, cinco kilómetros más o menos, y necesitabas la mascarilla de oxígeno, pero por lo demás lo único que tenías que hacer era recostarte y admirar el paisaje. Por supuesto, el ordenador de a bordo hacía todo el trabajo.
—Y mientras tanto, recogía todos los datos que se necesitaban para diseñar el grande. La Queen.
—Todavía no le habíamos puesto nombre.
—No —coincidió Webster, un poco triste—. Era un día perfecto, Howard. Ni una nube en el cielo.
—El monzón no se esperaba hasta al cabo de un mes.
—El tiempo pareció detenerse.
—Para mí también, aunque supuestamente yo estaba acostumbrado. Me irritaba cuando los informes que la radio daba cada hora interrumpían mis ensoñaciones.
—Te lo aseguro, todavía sueño con aquel… —buscó la palabra— infinito y antiguo paisaje, aquellos pueblos, campos, templos, lagos, canales de irrigación, aquella tierra empapada de historia que se extendía hasta el horizonte, que se extendía más allá… —Webster se apartó del globo, rompiendo el hipnótico encanto—. Bueno, Howard, sin duda antes me convertiste al vuelo más ligero que el aire. Y ahora también adquirí una idea del enorme tamaño de la India. Uno pierde eso de vista, al pensar en términos de satélites de órbita baja que dan la vuelta a la Tierra en noventa minutos.
El rostro de Falcon esbozó una mínima sonrisa.
—Sí, la India es a la Tierra…
—Lo que la Tierra es a Júpiter, sí, sí.
Webster regresó a su escritorio y permaneció un momento callado, jugueteando con la pantalla que exhibía los cálculos de Falcon sobre los parámetros de la misión de Júpiter. Luego levantó la vista hacia Falcon.
—Aceptando tu argumento, y suponiendo que dispusiéramos de fondos y cooperación, hay otra pregunta que tienes que contestar.
—¿Cuál es?
—¿Por qué iba a irte mejor a ti que a las… cuántas… 326 sondas que ya han hecho el viaje?
—Porque yo estoy mejor preparado —respondió Falcon con brusquedad—. Mejor preparado como observador y como piloto. En especial como piloto. Tengo más experiencia que cualquiera en el sistema solar en vuelos más ligeros que la atmósfera.
—Podrías servir de controlador, y permanecer sentado a salvo en Ganímedes.
—¡De eso se trata precisamente! —Falcon echaba chispas por los ojos—. ¿No recuerdas lo que mató a la Queen?
Webster lo sabía perfectamente. Se limitó a responder:
—Sigue.
—¡El retraso en el tiempo! Aquel pobre bobo que controlaba la plataforma de la cámara pensó que se encontraba en un rayo directo. Pero por alguna razón tenía su circuito de control conectado a través de un satélite, empleado como relé. Quizá no fue culpa suya, Web, pero debería haberlo sabido, debería haberlo confirmado y reconfirmado. Debería haber conectado un satélite de comunicaciones. Es un retraso de medio segundo en todo el viaje. Incluso en ese caso, no habría importado si hubiéramos estado volando en aire calmado, pero nos hallábamos sobre el Cañón, con toda aquella turbulencia. Cuando la plataforma se inclinó, el tipo lo corrigió al instante, pero para cuando los instrumentos a bordo de la plataforma recibieron el mensaje, la cosa ya se había inclinado para el otro lado. ¿Te imaginas conducir un coche por una carretera llena de baches con un retraso de medio segundo en la dirección?
—A diferencia de ti, Howard, yo no conduzco mucho, y menos aún por carreteras accidentadas. Pero entiendo lo que quieres decir.
—¿De veras? Ganímedes está a un millón de kilómetros de Júpiter, un retraso de seis segundos en la señal. Un controlador remoto no servirá, Web. Es necesario que haya alguien allí para ocuparse de las emergencias cuando se produzcan…, en tiempo real —Falcon se irguió—. Déjame enseñarte algo. ¿Te importa que utilice esto?
—Adelante, usa lo que quieras.
Falcon cogió una postal que había sobre el escritorio de Webster. Las postales apenas se usaban en la Tierra, pero a Webster parecían gustarle las cosas obsoletas. Ésta mostraba una vista en tres dimensiones de un paisaje marciano; su reverso estaba matasellado con exóticos y costosos sellos del Correo de Marte. Falcon sostuvo la postal de modo que oscilara verticalmente.
—Es un viejo truco, pero es útil para explicarme. Pon tu pulgar e índice a ambos lados, como si fueras a cogerla, pero sin tocarla.
Webster se inclinó sobre su escritorio y alargó la mano, casi tocando la postal.
—Eso es —dijo Falcon—. Y ahora… —Falcon esperó unos segundos, y luego dijo—: ¡Cógela!
Un segundo más tarde, sin avisar, soltó la postal. Los dedos de Webster se cerraron sobre el aire vacío.
Falcon se inclinó y recogió la postal que había caído.
—Volveré a hacerlo —dijo—, sólo para demostrarte que no hay engaño. ¿De acuerdo?
Sostuvo la postal. Webster colocó sus dedos casi rozando su superficie. Una vez más, la postal resbaló de los dedos de Webster.
—Ahora pruébalo conmigo.
Webster salió de detrás de su escritorio y se colocó frente a Falcon. Sostuvo la postal un momento y luego la soltó sin avisar. Apenas se había movido cuando Falcon la atrapó. Su reacción fue tan veloz que casi pareció oírse un clic.
—Cuando me reconstruyeron —observó Falcon con voz inexpresiva—, los médicos realizaron algunas mejoras. Ésta es una de ellas —Falcon colocó la postal sobre el escritorio de Webster—. Y tengo otras. Quiero sacarles el máximo partido; Júpiter es el lugar donde puedo hacerlo.
Webster miró fijamente durante unos largos segundos la postal, que mostraba los improbables rojos y púrpuras de la escarpadura Trivium Charontis. Luego dijo con voz suave:
—Entiendo. ¿Cuánto tiempo crees que requerirá?
—Con la ayuda de la Junta Espacial y la cooperación de los indoasiáticos, más el dinero de fundaciones privadas que podamos reunir…, quizá dos años. Quizá menos.
—Eso es muy rápido.
—He hecho con detalle gran parte del trabajo preliminar.
La mirada de Falcon se posó en la pantalla.
—Está bien, Howard: estoy contigo. Espero que tengas suerte; te la has ganado. Pero hay una cosa que no haré.
—¿Qué es?
—La próxima vez que viajes en globo, no esperes que yo vaya como pasajero.
El comandante apretó el botón; el holograma se convirtió en un punto oscuro y desapareció.
—Ellen, no sé tú, pero yo tengo hambre —dijo Blake—. No quiero hablar de esto con el estómago vacío.
—Tienes razón. Ya es hora de comer.