INTRIGÓ durante corto tiempo a la policía en la pequeña ciudad de Los Álamos (Nuevo México), en 1974, un hombre que vagabundeaba en la oscuridad, noche tras noche, por las calles de las afueras, en las que el ascua de su pitillo parecía flotar. Caminaba horas incontables, sin rumbo preciso, bajo la luz de las estrellas que atraviesa el tenue aire de las mesetas. Los agentes de la autoridad no fueron los únicos que se extrañaron. Algunos físicos del laboratorio nacional se habían enterado de que su colega más reciente hacía experimentos con días de veintiséis horas, lo cual implicaba que su período de vigilia experimentaba sucesivos desfases con el suyo. Aquello rayaba en lo anómalo incluso para la Sección Teórica.
En los tres decenios transcurridos desde que J. Robert Oppenheimer había elegido aquel peregrino paraje como solar del proyecto de la bomba atómica, el Los Alamos National Laboratory (Laboratorio Nacional de Los Álamos) se había extendido por la desolada altiplanicie y dado cabida a aceleradores de partículas, láseres de gas e instalaciones químicas; a millares de científicos, administradores y técnicos, y, en fin, a una de las mayores concentraciones de superordenadores del mundo. Varios especialistas, ya veteranos, recordaban los edificios de madera erigidos con premura en el borde rocoso en la década de 1940; mas para la mayor parte del personal, hombres y mujeres jóvenes, vestidos como estudiantes universitarios, con pantalón de pana y camisa de obrero, los primeros hacedores del artefacto eran poco más que fantasmas. El centro del pensamiento más puro se hallaba en la Sección Teórica, denominada Departamento T, de la misma manera que la de ordenadores era el C, y la de armas, el X. En el T trabajaban más de un centenar de físicos y matemáticos, bien pagados y libres de la presión académica de enseñar y publicar. Era gente acostumbrada a los talentos brillantes y excéntricos, y, por lo mismo, nada proclive a asombrarse.
No obstante, Mitchell Feigenbaum se salía de lo usual. Había firmado, exactamente, un solo artículo y, a todas luces, no se dedicaba a algo prometedor. Llevaba la desordenada melena peinada hacia atrás, al estilo de las hermas de los compositores alemanes. Tenía los ojos vivos, apasionados. Al hablar, lo que siempre hacía con precipitación, tendía a prescindir de los artículos y pronombres de modo vagamente centroeuropeo, aunque había nacido en Brooklyn. Cuando trabajaba, lo hacía casi con obsesión. Cuando no trabajaba, caminaba y pensaba, fuese de día o de noche, y de preferencia en ésta. Veinticuatro horas, las diarias normales, se le antojaban demasiado angostas. Sin embargo, su experimento sobre la cuasi periodicidad personal llegó al cabo cuando decidió que no podía soportar durante más tiempo saltar de la cama en el momento de la puesta de sol, lo que le acontecía cada pocos días.
A los veintinueve años de edad ya se había convertido en sabio entre los sabios, en consultante ad hoc, al que los científicos recurrían en los casos en que se enfrentaban con un problema especialmente irreductible, siempre y cuando consiguieran encontrarle. Una tarde llegó al trabajo en el preciso segundo en que se iba el director del laboratorio, Harold Agnew. Agnew era poderoso, uno de los antiguos aprendices de Oppenheimer. Había volado sobre Hiroshima en un avión cargado de instrumentos, el que acompañó al Enola Gay, encargado de fotografiar la entrega del primer producto del laboratorio.
—Sé que es usted muy inteligente —espetó Agnew a Feigenbaum—. Si lo es tanto, ¿por qué no resuelve la fusión de láser?
Incluso los amigos del joven se preguntaban si llegaría a producir obra propia. Estaba dispuesto a realizar súbitos milagros en beneficio de lo que los preocupaba; en cambio, no le interesaba, en apariencia, consagrar sus facultades a una investigación que rindiera frutos. Meditaba sobre la turbulencia en los líquidos y gases. Meditaba sobre el tiempo: ¿Se deslizaba con suavidad o a saltos discretos, como una secuencia de fotogramas en una película cósmica? Reflexionaba sobre la capacidad del ojo para ver formas y colores consistentes en un universo que, en opinión de los físicos, era un mutable caleidoscopio cuántico. Reflexionaba sobre las nubes, contemplándolas desde las ventanillas de aviones (hasta que, en 1975, sus privilegios de viajero científico fueron anulados oficialmente por exceso de utilización), o desde los senderos que dominaban el laboratorio.
En las poblaciones montañesas del Oeste, las nubes apenas se asemejan a las calinas bajas, fuliginosas e indeterminadas, que llenan el aire del Este. En Los Álamos, al socaire de una gran caldera volcánica, se esparcen por el firmamento en formación casual, sí, pero también no casual, y se muestran en puntas uniformes u ondean en diseños, con surcos regulares como los del cerebro. En las tardes tormentosas, en que el cielo brilla con resplandor trémulo y vibra con la electricidad inminente, las nubes se destacan a cuarenta y cinco kilómetros de distancia, filtrando la luz y reflejándola, hasta que toda la bóveda celeste adquiere el aspecto de espectáculo representado como reproche sutil a los físicos. Las nubes significaban una parte de la naturaleza que la corriente principal de la física había omitido, parte a la vez borrosa y detallada, estructurada e impredecible. Feigenbaum rumiaba tales cosas, callada e improductivamente.
Para un físico, crear la fusión de láser era cuestión conforme con los principios establecidos; resolver el enigma del espín, la fuente de atracción y las cualidades distintivas de las partículas subatómicas, era conforme con los principios establecidos; fechar el origen del cosmos era conforme con los principios establecidos. La comprensión de las nubes atañía a los meteorologistas. Como otros de sus colegas, Feigenbaum se servía de un vocabulario depreciador, de hombre hecho a todas, para denotar tales asuntos. Es algo evidente podía decir, como señal de que un resultado sería entendido por cualquier físico experto, tras la reflexión y el cálculo adecuados. La expresión no evidente describía un trabajo merecedor de respeto y del Premio Nobel. Para los problemas más abstrusos, aquellos que no se solventaban sin largo escrutinio de las entrañas universales, los físicos reservaban epítetos por el estilo de profundo. En 1974, pocos compañeros sabían que Feigenbaum luchaba a brazo partido con uno en verdad profundo: el caos.
La ciencia clásica acaba donde el caos empieza. Mientras los físicos indagaron las leyes naturales, el mundo adoleció de una ignorancia especial en lo que concierne a los desórdenes de la atmósfera y del mar alborotado; a las fluctuaciones de las poblaciones silvestres de animales y vegetales; y, para abreviar, a las oscilaciones del corazón y el cerebro. La porción irregular de la naturaleza, su parte discontinua y variable, ha sido un rompecabezas a ojos de la ciencia o, peor aún, una monstruosidad.
No obstante, en la década de 1970, un puñado de científicos estadounidenses y europeos comenzó a fraguarse camino en el desorden. Eran matemáticos, físicos y biólogos, y todos buscaban nexos entre las diferentes clases de irregularidades. Los fisiólogos hallaron pasmoso orden en el caos que sobreviene en el corazón humano, causa primera de inexplicables muertes repentinas. Los ecologistas exploraron el aumento y el decrecimiento de las poblaciones de mariposas lagartas. Los economistas exhumaron datos pretéritos sobre el precio de valores cotizados en la bolsa, y emprendieron un género nuevo de análisis. Las percepciones así reunidas condujeron en derechura del mundo natural: a las formas de las nubes, al recorrido de las exhalaciones eléctricas, al microscópico entretejido de los vasos sanguíneos y a la acumulación galáctica de las estrellas.
Cuando se puso a cavilar en Los Álamos sobre el caos, Mitchell Feigenbaum pertenecía a la minoría de aquellos científicos desperdigados, los más de los cuales no se conocían. Un matemático de Berkeley (California) había congregado un grupito entregado a un estudio peculiar de los «sistemas dinámicos». Un biólogo de la población estaba, en la Universidad de Princeton, a punto de publicar una súplica apasionada para que todos los hombres de ciencia contemplasen el comportamiento, asombrosamente complejo, que se disimulaba en modelos sencillos. Un geómetra, empleado de la IBM, buscaba un vocablo para describir una familia de formas —dentadas, enmarañadas, astilladas, retorcidas y fracturadas—, que consideraba norma organizadora en la naturaleza. Un físico matemático francés acababa de manifestar la controvertible proposición de que la turbulencia en los fluidos tal vez se relacionara con una abstracción, extravagante e infinitamente complicada, a la que denominaba «atractor extraño».
Diez años más tarde de lo anterior, el caos se ha convertido en el nombre conciso de un movimiento, de crecimiento acelerado, que reforma la trama del establishment científico. Menudean las conferencias y publicaciones sobre él. En los Estados Unidos, los directores de programas gubernamentales, encargados de administrar los fondos de investigación para los militares, la CIA y el Ministerio de Energía, invierten sumas cada vez más cuantiosas en el estudio del caos; y se han organizado burocracias especiales para pilotar su financiamiento. En todos los centros de investigación y universidades más importantes, algunos teóricos se sienten más atraídos por el caos que por las especialidades que motivaron su contrato. En Los Álamos se fundó un Centro de Estudios No Lineales, cuya misión consiste en coordinar los esfuerzos sobre él y los problemas anexos. Instituciones similares han brotado en el ámbito universitario de todo el país.
El caos ha forjado técnicas privativas en la utilización de los ordenadores y géneros peculiares de representaciones gráficas, imágenes que captan estructuras fantásticas y delicadas, de complejidad subyacente. La nueva ciencia ha inventado un léxico característico, una jerga distinguida de fractales y bifurcaciones, intermitencias y periodicidades, difeomorfismos de toalla doblada y diagramas de fideos blandos. Se trata de los nuevos elementos del movimiento, de la misma manera que, en la física tradicional, los quarks y gluones son los nuevos elementos de la materia. Algunos físicos interpretan el caos como ciencia del proceso antes que del estado, del devenir antes que del ser.
Dada la voz de aviso, parece ahora que el caos se halla por doquier. Una columna ascendente de humo de cigarrillo se deshace en disparatadas volutas. Una bandera flamea al viento. Un grifo goteante va de un chorrito uniforme a uno sin orden ni concierto. El caos asoma en el comportamiento del tiempo atmosférico, en el de un aeroplano durante el vuelo, en el de los automóviles que se arraciman en una autopista, en el del petróleo que se desliza por los oleoductos subterráneos. Sea cual fuere el medio, el comportamiento obedece a las mismas leyes, recién descubiertas. El hecho de haberse dado cuenta de ello, comienza a modificar el modo cómo los ejecutivos toman decisiones sobre los seguros, la forma cómo los astrónomos consideran el sistema solar y la manera cómo los teóricos de la política hablan de las tensiones que concluyen en choques armados.
El caos salva las fronteras de las disciplinas científicas. Por ser la ciencia de la naturaleza global de los sistemas, ha reunido a pensadores de campos muy separados.
—Hace quince años, el saber se abocaba a una crisis de especialización creciente —comentó un oficial de la marina, encargado de la financiación científica, ante un auditorio de matemáticos, biólogos, físicos y médicos—. La superespecialización inminente se ha trastocado de modo espectacular gracias al caos.
Éste plantea cuestiones que desafían los usuales métodos científicos de trabajo. Defiende con vigor el comportamiento universal de lo complicado. Sus primeros teóricos, aquellos que le imprimieron impulso, compartían ciertas sensibilidades y aficiones. Poseían vista aguda para reconocer unos modelos dados, sobre todo los que aparecen simultáneamente en escalas distintas. Les agradaba el azar y la complejidad, los bordes quebrados y los saltos repentinos. Los creyentes en el caos —en ocasiones se denominan así, y también conversos y evangelistas— especulan acerca del determinismo y el libre albedrío, la evolución y la índole de la inteligencia consciente. Sienten que interrumpen cierta tendencia de lo científico al reduccionismo, al análisis de los sistemas en términos de sus partes constitutivas: quarks, cromosomas o neuronas. Creen buscar la totalidad.
Los defensores más encendidos de la nueva ciencia llegan al extremo de declarar que el saber del siglo XX se recordará sólo por tres cosas: la relatividad, la mecánica cuántica y el caos. El último, sostienen, se ha transformado en la tercera gran revolución de la ciencia física en esta centuria. Como las dos anteriores, el caos propina un buen tajo a los dogmas newtonianos.
—La relatividad eliminó la ilusión del espacio y el tiempo absolutos de Newton —ha manifestado un físico—; la teoría cuántica arruinó el sueño del mismo sabio de un proceso de medición controlable; y el caos barre la fantasía de Laplace de la predecibilidad determinista.
De las tres revoluciones, la del caos importa al mundo que vemos y tocamos, a los objetos de proporción humana. La experiencia cotidiana y las imágenes reales de cuanto nos rodea se han convertido en fin legítimo de la investigación. Hacía bastantes años que se alimentaba la creencia, no siempre expresada a las claras, de que la física teórica se había apartado mucho de la intuición que el hombre tiene del mundo. Nadie sabe si esta orientación terminará en herejía fructífera o en herejía monda y lironda. Pero algunos que estaban persuadidos de que la física parecía meterse en un callejón ciego, ahora ven el caos como una posible salida.
El estudio del caos surgió, en el seno de la física, de un remanso. La corriente principal, durante la mayor parte de este siglo, ha estado representada por la de las partículas, que explora los bloques constructivos de la materia, según energías cada vez más altas, escalas cada vez más pequeñas y tiempos cada vez más fugaces. De ella han nacido teorías sobre las fuerzas básicas de la naturaleza y sobre el origen del universo. No obstante, hubo jóvenes especialistas que sintieron descontento creciente ante la orientación de la más prestigiosa de las ciencias. Empezaron a creer que los progresos eran lentos, fútil la especificación de nuevas partículas y confusa la masa teórica. Al presentarse el caos, vieron en él un cambio de dirección de toda la física. Las rutilantes abstracciones de las partículas de alta energía y la mecánica cuántica habíanse impuesto más de lo conveniente, en su opinión.
El cosmólogo Stephen Hawking, que ocupa la cátedra Newton en la Universidad de Cambridge, habló en nombre de la generalidad de los físicos cuando hizo el inventario de su disciplina en una conferencia de 1980, titulada «¿Está a la vista el final de la física teórica?».
—Sabemos ya las leyes que gobiernan todo lo que experimentamos en la vida diaria… Se presenta como un tributo a lo lejos que hemos ido la circunstancia de que se requieran ahora máquinas enormes y muchísimo dinero para efectuar un experimento de resultado incierto.
Hawking admitió, sin embargo, que la comprensión de las leyes naturales, de acuerdo con la física subatómica, no satisfacía la cuestión de cómo aplicarlas al sistema más simple. Una cosa es la predecibilidad en una cámara de niebla, en la que dos partículas se embisten al término de su carrera por el acelerador, y otra, muy diferente, en el más sencillo tubo de fluido enturbiado, o en el tiempo atmosférico de la Tierra, o en el cerebro del hombre.
La física de Hawking, que cosecha con gran eficacia Premios Nobel y dinerales para los experimentos, se ha descrito a menudo como una revolución. Ha parecido en ocasiones tener a su alcance el grial de la ciencia, la «gran teoría unificada» o «teoría total». Los especialistas habían rastreado por completo el desarrollo de la energía y de la materia, con excepción del primer atisbo de la historia cósmica. Pero ¿era una revolución auténtica la física de las partículas posterior a la segunda guerra mundial? ¿O sólo la raedura de los restos de carne que persistían en el esqueleto ensamblado por Einstein, Bohr y demás progenitores de la relatividad y la mecánica cuántica? Ciertamente, los logros de la física, desde la bomba atómica hasta el transistor, habían alterado el paisaje del siglo XX. Pese a ello, la esfera de la consagrada a las partículas parecía haberse reducido. Dos generaciones habían visto la luz desde que se produjo otra idea teórica apta para modificar la concepción del mundo de los profanos.
La física descrita por Hawking podía rematar su misión sin contestar alguna de las preguntas más fundamentales sobre la naturaleza. ¿Cómo se inicia la vida? ¿Qué es una turbulencia? Y, por encima de todo, en un universo en que señorea la entropía, o sea, inexorablemente condenado a un desorden cada vez mayor, ¿cómo se suscita el orden? Al propio tiempo, los objetos de la experiencia cotidiana, tales como los fluidos y los sistemas mecánicos, habían llegado a hacerse tan primarios, básicos y comunes, que los físicos tendían de forma casi indeliberada a creer que se los entendía a la perfección. Y no era así.
Mientras la revolución del caos sigue su curso, los mejores especialistas advierten que vuelven, sin empacho alguno, al examen de fenómenos de dimensiones humanas. Estudian, no las galaxias, sino las nubes. Efectúan investigaciones fecundas tanto con los ordenadores Cray como los Macintosh. Las revistas de categoría publican artículos sobre la rara dinámica de una pelota al botar en una mesa, y se leen junto a otros que tratan de materia cuántica. Los sistemas más sencillos se conciben ahora como capaces de suscitar muy arduos problemas de predecibilidad. Sin embargo, el orden se presenta de modo espontáneo en tales sistemas: caos y orden simultáneos. Únicamente una ciencia nueva podía emprender el cruce de la amplia sima que separaba el conocimiento de lo que una cosa hace —una molécula de agua, una célula de tejido cardíaco, una neurona— de lo que hacen millones de ellas.
Dos pizcas de espuma flotan contiguas en el fondo de una cascada. ¿Qué se colegirá de su proximidad anterior en lo alto? Nada. En lo que afecta a los físicos clásicos, bien pudo Dios haber barajado aquellas moléculas de agua debajo de su tapete verde. Por tradición, cuando observan efectos complejos, buscan causas complejas. Si perciben una relación fortuita, impensada, entre lo que penetra en un sistema y lo que sale de él, suponen que han de convertir lo casual en teoría realista, y para ello agregan ruido o error artificial. El moderno estudio del caos comenzó en el decenio de 1960, con el desagradable hallazgo de que ecuaciones matemáticas muy simples podían modelar sistemas tan violentos como una cascada. Nimias diferencias de entrada o input llegaban a transformarse rápidamente en enormes diferencias de salida u output, fenómeno que se denominó «dependencia sensitiva de las condiciones iniciales». En el tiempo atmosférico, por ejemplo, ello se traduce en lo que se conoce, sólo medio en broma, por efecto de la mariposa, a saber, la noción de que, si agita hoy, con su aleteo, el aire de Pekín, una mariposa puede modificar los sistemas climáticos de Nueva York el mes que viene.
Cuando repasaron la genealogía de su ciencia, los exploradores del caos descubrieron muchos rastros intelectuales en el pasado. Uno se destacaba con claridad. Para los jóvenes físicos y matemáticos que encabezaban la revolución, un punto de partida fue el «efecto de la mariposa».