La transición de rebelde a físico fue lenta. Con relativa frecuencia, en un café u ocupado en el laboratorio, este o aquel estudiante tenía que reprimir la maravilla de que su fantasía científica no hubiera concluido. ¡Dios mío! Aún hacemos esto y aún conserva sentido, como decía Jim Crutchfield. Seguimos aquí. ¿Cuánto durará?
Recibían en la facultad apoyo sobre todo del protegido de Smale, Ralph Abraham, en el departamento de matemáticas, y, en el de física, el de Bill Burke, quien se había encumbrado a «zar del ordenador analógico» con el fin de defender, cuando menos, las aspiraciones del colectivo a utilizar aquella parte del equipo general. El resto de la facultad de física estaba en situación más ambigua. Varios años después, algunos profesores negaron con calor que el grupo hubiera tenido que vencer la indiferencia o la oposición departamental. Y el grupo reaccionó con igual calor a lo que describió como embellecimiento histórico de parte de los conversos tardíos al caos.
—No tuvimos consejero, alguien que nos orientara sobre lo que debíamos hacer —afirmó Shaw—. Representamos durante años un papel antagónico, y así seguimos hasta hoy día. Nunca nos financiaron en Santa Cruz. Trabajamos durante largas temporadas sin cobrar, y hubimos de hacer milagros para salir del paso, sin guía intelectual ni de otra especie.
Con todo, a su manera, la facultad toleró e incluso alentó un amplio período de investigación, que no parecía emparentada con la ciencia conocida. El ponente de la tesis de Shaw sobre la superconductividad le mantuvo en nómina alrededor de doce meses, y lo hizo mucho después de que el joven se hubiera desviado de la física de las bajas temperaturas. Nadie impuso que se interrumpiera el estudio del caos. En sus peores momentos, el claustro adoptó una actitud de benévolo reproche. Cada miembro del colectivo fue convocado, de vez en cuando, para sostener una charla franca. Les advirtieron que, aun cuando sus doctorados llegaran a justificarse por un procedimiento misterioso, nadie podría ayudarlos a encontrar empleo en un campo científico inexistente. Quizá fuese una afición pasajera, decía el claustro, y ¿dónde los dejaría entonces? No obstante, más allá de las secuoyas amparadoras de Santa Cruz, el caos instauraba un estamento investigador propio, y el «colectivo de los sistemas dinámicos» tenía que sumarse a él.
Mitchell Feigenbaum se presentó en una ocasión, durante el recorrido de su circuito de conferencias, para exponer su hallazgo de la universalidad. Como siempre, sus charlas fueron abstrusamente matemáticas; la teoría de renormalización de grupo era muestra esotérica de la física de la materia condensada que aquellos universitarios no habían estudiado. Por otra parte, interesaban más al colectivo los sistemas reales que los delicados mapas o diagramas unidimensionales. Doyne Farmer, en el ínterin, se enteró de que un matemático de Berkeley, Oscar E. Lanford III, exploraba el caos y fue a conversar con él. Lanford escuchó con amabilidad a Farmer y luego, mirándole a la cara, le espetó que no tenían nada en común. Estaba procurando comprender a Feigenbaum.
¡Me mata! ¿No tiene este tío sentido de la oportunidad?, pensó Farmer.
—Contemplaba aquellas pequeñas órbitas. Mientras tanto, nosotros estábamos metidos en plena teoría de la información, con toda su profundidad; demostrábamos el caos, veíamos qué lo movía e intentábamos enlazar la entropía métrica y los exponentes de Lyapunov con medidas más estadísticas.
Lanford, en su conversación con el joven, no hizo hincapié en la universalidad. Sólo después Farmer pensó que no había entendido el verdadero sentido de sus palabras.
—Tuvo la culpa mi ingenuidad. La idea de la universalidad no era un gran resultado aislado y exclusivo. Lo de Mitchell representaba asimismo una técnica para dar trabajo a un ejército de fenómenos críticos desempleados.
»Hasta cierto extremo, parecía que los sistemas no lineales debían tratarse como casos aparte. Luchábamos por encontrar un lenguaje que los cuantificase y los definiese; pero todo se presentaba como si hubiese que enfrentarse con ellos uno tras otro. No atinábamos a agruparlos por clases, ni a ofrecer soluciones válidas para una clase dada, como en los sistemas lineales. La universalidad implicaba hallar propiedades que fuesen exactamente las mismas, de modo cuantificable, para todos los individuos de la clase. Propiedades predecibles. Por eso era tan importante.
»Y había un factor sociológico que inyectaba más combustible. Mitchell expresó sus resultados en el lenguaje de la renormalización. Cogió toda la maquinaria que los especialistas en fenómenos críticos habían usado con tanta destreza. Lo pasaban mal, porque ya no quedaban, por lo visto, problemas que resolver. Buscaban en todas las direcciones algo en que aplicar su arsenal de trucos. Y, de súbito, Feigenbaum surgió con su aplicación, sumamente sugestiva, de ese arsenal. Produjo una subdisciplina.
A pesar de todo, y con independencia total, los estudiantes de Santa Cruz empezaron a causar impresión. Su estrella se remontó tras su inesperada aparición en un congreso sobre física de la materia condensada, celebrado, mediado el invierno de 1978, en Laguna Beach. Lo organizó Bernardo Huberman del Xerox Palo Alto Research Center (Centro de Investigación Xerox de Palo Alto) y de la Universidad de Stanford. El colectivo, que no había sido invitado, se metió en la camioneta convertible de tipo ranchero, un Ford de 1959 propiedad de Shaw, que recibía el nombre de Cream Dream. Por si acaso, llevó algunos útiles, tales como un gran televisor y un vídeo. Cuando un orador anuló su intervención en el último momento, Huberman propuso a Shaw que lo sustituyera. La ocasión era perfecta. El caos se había convertido en materia de comadreo, pero muy pocos físicos asistentes sabían qué era en realidad. Por lo tanto, Shaw explicó para empezar los atractores en espacio de fases: primero puntos fijos (donde todo se detiene); luego los ciclos límites (donde todo oscila); y después los atractores extraños (todo lo demás). Hizo demostraciones con sus gráficos de ordenador en cintas de vídeo. («Las ayudas audiovisuales nos proporcionaban un recurso ventajoso —dijo—. Podíamos hipnotizarlos con luces relampagueantes»). Iluminó el atractor de Lorenz y el grifo goteante. Explicó la geometría: cómo se alargan y doblan las figuras, y qué significa eso en los términos amplios de la teoría de la información. Y para colmar la medida, introdujo al final unas cuantas frases sobre los paradigmas mutables. La charla fue un éxito. Entre el público hubo varios miembros de la facultad de Santa Cruz, los cuales conocieron el caos a través de los ojos de sus colegas.