El grifo goteante

A pesar de ello, eran ante todo «manitas», y filósofos en segundo término. ¿Lograrían tender un puente entre los atractores extraños, que tan bien conocían, y los experimentos de la física clásica? Una cosa era decir que derecha-izquierda-derecha-derecha-izquierda-derecha-izquierda-izquierda-izquierda-derecha, era impredecible y que generaba información. Y otra muy diversa considerar una corriente de datos reales y medir su exponente de Lyapunov, su entropía y su dimensión. Ello no impedía que el colectivo de Santa Cruz se sintiera más a sus anchas con aquellas ideas que cualquiera de sus colegas de más edad. Su comunión diaria y nocturna con los atractores les había convencido de que los reconocían en el aleteo, estremecimiento, latido y vaivén de los fenómenos de su vida cotidiana.

Sentados en un café, se entretenían con un juego en el que se preguntaban: ¿A qué distancia se halla el atractor extraño más próximo? ¿Es ese ruidoso parachoques de automóvil? ¿Esa bandera que restalla caprichosamente en la brisa uniforme? ¿Una hoja que se menea?

—Nada se ve hasta que se dispone de la metáfora idónea para percibirlo —comentó Shaw, haciéndose eco de Thomas S. Kuhn.

No pasó mucho tiempo antes de que su amigo relativista Bill Burke estuviera seguro de que el velocímetro de su coche se portaba al estilo no lineal de un atractor extraño. Y Shaw adoptó, y con ello se comprometió en un proyecto experimental que le ocuparía durante años, el sistema dinámico más hogareño que un físico pudiera concebir: un grifo goteante. Casi todas las personas suponen que el grifo goteante canónico es implacablemente periódico. Sometido a investigación, se descubre que no lo es siempre.

—Sirve de ejemplo sencillo de un sistema que va del comportamiento predecible al impredecible —dijo Shaw—. Si se abre un pelo, se presenta un régimen de goteo irregular. Excepto durante un ratito, carece de pauta predecible. Así, pues, hasta algo tan sencillo como un grifo llega a generar una pauta eternamente creativa.

Pero, como productora de organización, la espita que gotea da poco trabajo. De ella caen sólo gotas, y cada una es más o menos igual a la precedente. Pero tenía ciertas ventajas para el investigador principiante del caos. Todo el mundo poseía una imagen mental del artilugio. La corriente de datos era, a pedir de boca, unidimensional: un tamborileo rítmico de puntos únicos medidos en el tiempo. Los sistemas que el grupo de Santa Cruz exploró más tarde no poseyeron esos atributos, como, por ejemplo, el sistema inmunológico del hombre, o el molesto efecto de haz-haz que entorpecía inexplicablemente la conducta de los haces de partículas en colisión en el Stanford Linear Accelerator Center (Centro del Acelerador Lineal de Stanford), emplazado al norte de Santa Cruz. Experimentadores como Libchaber y Swinney obtuvieron una corriente unidimensional de datos, introduciendo una sonda o cala en un punto cualquiera de un sistema algo más complicado. En el grifo goteante, la línea única de datos está ante los ojos. Y no se trata de velocidad o temperatura que varíe continuamente: es sólo una lista de tiempo de goteo.

El físico tradicional tal vez hiciese un modelo material lo más completo posible, si se le pidiese que organizara el estudio de un sistema como aquél. Se comprenden los procesos que rigen la creación y la interrupción de las gotas, pero no son tan sencillos como parece. Variable importante es la velocidad del flujo. (Ha de ser lento en comparación con la mayoría de los sistemas hidrodinámicos. Shaw observó, por lo general, un ritmo de goteo de 1 a 10 por segundo, lo que equivalía a un ritmo de corriente de 106,5 a 1.065,5 litros por quincena). Entre otras variables hay la viscosidad y la tensión superficial. Una gota de agua que cuelga del grifo, en espera de soltarse, adopta una compleja forma tridimensional, cuyo solo cálculo es, como escribió Shaw, «una obra maestra del arte del cómputo con ordenador». Además, la forma dista de ser estática. Puede compararse a un saquito de tensión superficial que oscila adquiriendo masa y dilatando sus paredes hasta sobrepasar un punto crítico, instante en que se suelta. El físico que intente simular a fondo el problema de la gota —anotando series de ecuaciones diferenciales parciales no lineales, emparejadas con apropiadas condiciones de límites, y procurando resolverlas— se encontrará perdido en una maleza muy densa.

Otro modo de enfrentarse con la cuestión sería olvidarse de la física y atenerse sólo a los datos, como si saliesen de una caja negra. ¿Podría manifestar algo útil un perito en dinámica caótica, dada una lista de números que representasen intervalos entre gota y gota? Se comprobó la posibilidad de idear métodos que organizasen tales datos y llevasen a la física métodos que fueron esenciales para que el caos tuviera aplicación en los problemas del mundo real.

Shaw puso manos a la obra, a medio camino entre aquellos extremos, con una especie de caricatura de un modelo físico completo. Ignorando las figuras de las gotas, y asimismo los movimientos complejos en tres dimensiones, hizo un tosco resumen de las propiedades físicas del goteo. Imaginó un peso, pendiente de un muelle, el cual aumentaba sin tregua. El muelle se estiraba y el peso bajaba cada vez más. Llegado a cierto punto, se soltaba una porción de él, que, supuso Shaw teóricamente, dependía sólo de la velocidad de descenso del peso cuando llegaba al punto de desprendimiento.

Después, por descontado, el peso restante saltaba hacia arriba por intervención del muelle, con oscilaciones que los estudiantes graduados aprenden a describir con ecuaciones tradicionales. El rasgo interesante del modelo —el único interesante, y la flexión no lineal que posibilitaba el comportamiento caótico— consistía en que la gota siguiente dependía de cómo obraban entre sí la elasticidad y el aumento constante de peso. Un brinco hacia abajo contribuía a que el peso llegara mucho antes al punto de desprendimiento, o uno hacia arriba retrasaba el proceso. Las gotas no tienen el mismo tamaño en un grifo verdadero. Obedecen a la rapidez del flujo y a la dirección del salto. La que nazca moviéndose ya hacia la parte inferior se separará antes. Si rebota, recibirá un poco más de agua antes de desprenderse. Lo elemental del modelo de Shaw permitió resumirlo en tres ecuaciones, el mínimo necesario para el caos, como Poincaré y Lorenz habían demostrado. Pero ¿generaba tanta complejidad como un auténtico grifo? ¿Y sería la complejidad de la misma clase?

He aquí la razón de que Shaw se hallara, en un laboratorio del edificio de física, con un gran cubo de materia plástica, lleno de agua, sobre su cabeza, del cual partía un tubo con una boca de manguera de latón de inmejorable calidad. La gota interrumpía al caer un haz luminoso, y un microordenador situado en la habitación contigua registraba el tiempo. Mientras tanto, Shaw procesaba sus tres ecuaciones arbitrarias en el ordenador analógico y obtenía un caudal de datos imaginarios. Cierto día celebró una exhibición con explicaciones ante los facultativos, un «seudocoloquio», como dijo Crutchfield, porque los estudiantes graduados no estaban autorizados a pronunciar conferencias formales. Shaw pasó una película en la que un grifo goteaba en un trozo de hojalata. E hizo que su ordenador crepitase con síncopa tersa revelando pautas acústicas. Había resuelto el problema simultáneamente por el principio y el fin. Quienes escucharon percibieron la estructura profunda de aquel sistema, en apariencia desordenado. Pero, para ir más lejos, el colectivo necesitaba obtener datos primarios de cualquier experimento y, partiendo de ellos, retroceder hasta las ecuaciones y los atractores extraños que caracterizaban el caos.

En un sistema más complicado, era posible contrastar una variable con otra, relacionando los cambios de temperatura o velocidad con el paso del tiempo. Mas el grifo goteante sólo suministraba series temporales. Por ello, Shaw ensayó una técnica que acaso sea la contribución más inteligente y más duradera del grupo de Santa Cruz al progreso del caos. Consistió en un método para reconstruir el espacio de fases de un atractor extraño invisible. Era aplicable a cualquier conjunto de datos. En cuanto a los del grifo goteante, Shaw compuso una gráfica bidimensional, en la que el eje x representó el intervalo de tiempo entre dos gotas, y el eje y, el intervalo siguiente. Si transcurrían 150 milisegundos entre la gota uno y la gota dos, y luego otros 150 milisegundos entre la dos y la tres, marcaba un punto en la posición 150-150.

Eso era todo. Si el goteo era regular, como propendía a serlo cuando el agua fluía despacio y el sistema se hallaba en su «régimen de clepsidra», el diagrama resultaba, lógicamente, monótono. Todos los puntos ocupaban el mismo sitio. El gráfico era un solo punto. O casi. De hecho, la primera diferencia entre el grifo goteante del ordenador y el real estribó en que éste se hallaba expuesto a influencias parásitas a causa de su extremada sensibilidad.

—Da la casualidad de que es un sismómetro estupendo —exclamó Shaw irónicamente—, eficacísimo para trasladar lo parásito de las escalas de segunda división a las de la primera.

Acabó por trabajar casi siempre de noche, cuando apenas había peatones en los pasillos. Las influencias extemporáneas transformaban el punto vaticinado por la teoría en una mancha algo difusa.

El sistema pasaba por una bifurcación de duplicación de período cuando se acrecentaba la velocidad de flujo. Las gotas se soltaban a pares. Había un intervalo de 150 milisegundos, y otro, el siguiente, de 80. Entonces el gráfico mostraba dos manchas confusas, una centrada en 150-80 y otra en 80-150. La prueba verdadera se presentó cuando la pauta se hizo caótica. Los puntos habían de diseminarse por todo el diagrama, si el fenómeno pendía del azar. No habría relación alguna entre un intervalo y el próximo a él. Pero, si se ocultaba en los datos, el atractor extraño tal vez se revelase como la fusión de lo borroso en estructuras discernibles.

Para percibir éstas a menudo se requerían tres dimensiones, lo que no planteaba ninguna dificultad. La técnica se generalizaba con facilidad en la confección de un gráfico polidimensional. En vez de trazarlo con respecto al intervalo n + 1, el n podía representarse relacionado con el n + 1 relacionado con el n + 2. Era una artimaña, un recurso. Ordinariamente, un diagrama tridimensional exigía el conocimiento de tres variables independientes del sistema. La artimaña proporcionaba las tres por el precio de una. Reflejaba la fe de aquellos científicos en que el orden estaba tan arraigado en el desorden aparente, que encontraría la manera de manifestarse incluso a experimentadores ignorantes de las variables físicas que debían medirse, o que eran incapaces de medirlas directamente.

—Cuando se piensa en una variable, su evolución tiene que sufrir el influjo de todas aquellas con las que actúa recíprocamente —dijo Farmer—. Sus valores han de constar como fuere en la historia de esa cosa. Debe existir su marca.

Las imágenes lo ilustraron en el caso del grifo goteante de Shaw. Sobre todo en tres dimensiones, las pautas surgieron como rizados rastros de humo que dejase en el cielo un avión mal pilotado de los que escriben anuncios con él. Shaw comparó los puntos de los datos experimentales con los de los datos que le proporcionaba el modelo de ordenador analógico. La diferencia principal entre unos y otros consistió en que los primeros fueron siempre más imprecisos, alterados por el ruido parásito. A pesar de ello, la estructura era inconfundible. El grupo de Santa Cruz empezó a colaborar con experimentadores tan curtidos como Harry Swinney, que se había mudado a la Universidad de Texas, en Austin, y aprendió a cazar atractores extraños en todo género de sistemas. Había que encajar los datos en un espacio de fases de las dimensiones necesarias. Floris Takens, que había inventado los atractores extraños con David Ruelle, no tardó en dar, independientemente, base matemática a aquella técnica vigorosa de reconstruir el espacio de fases de un atractor con un caudal de datos reales. Como innumerables investigadores pronto descubrieron, la técnica distingue lo meramente parásito del caos, en la nueva acepción: desorden ordenado que los procesos simples crean. Los datos debidos intrínsecamente al azar se extienden en revoltijo indefinido. Pero el caos —determinista y dotado de pautas— los convierte en figuras visibles. La naturaleza favorece sólo unas cuantas sendas de las muchas posibles que llevan al desorden.