¿Qué es esta ciencia?

Cuanto hay que hacer es posar las manos en esos mandos, y de repente exploras ese otro mundo como uno de los primeros viajeros, y no quieres abandonarlo —dijo Ralph Abraham, profesor de matemáticas que se presentó casi al comienzo para contemplar el atractor de Lorenz en acción.

Había estado con Steve Smale, en Berkeley, en los gloriosísimos días inaugurales, y era, por ende, uno de los pocos miembros de la facultad de Santa Cruz con los antecedentes requeridos para comprender el significado de los juegos de Shaw. Le sorprendió ante todo la velocidad de la manifestación, y Shaw le comentó que usaba condensadores de más para impedir que surgiera más aprisa. Encima, el atractor era robusto. Lo probaba la imprecisión de los circuitos analógicos: la afinación y el retoque de los mandos no la borraban, no la convertían en algo pendiente de la casualidad; antes bien, le daban otra dirección o la doblaban, de forma que adquirió sentido lentamente.

—Rob tuvo la experiencia espontánea de que una leve exploración le revelase todos los secretos —comenzó Abraham—. Todos los conceptos importantes, el exponente de Lyapunov y las dimensiones fractales, entre otros, se le ocurrían a uno con total naturalidad. Se veía y se empezaba a explorar.

¿Era ciencia aquello? Tal trabajo con ordenador, sin formalismos ni pruebas, no merecía llamarse matemáticas, lo que no alteró el apoyo simpatizante de personas como Abraham. La facultad de física no encontró motivos para aceptarlo como parte de su especialidad. Fuese lo que fuere, atrajo visitantes. Shaw solía dejar abierta la puerta de su estudio, y la entrada del departamento de física se hallaba al otro lado del vestíbulo. Hubo notable tráfico de curiosos. Y no transcurrió mucho tiempo antes de que tuviera colaboradores.

El grupo, que se autodenominó «colectivo de los sistemas dinámicos» —otros lo denominaron «camarilla del caos»—, dependía de Shaw como centro imperturbable, pero adolecía de alguna timidez en presentar sus ideas en el mercado académico. Por suerte para él, sus nuevos asociados no eran tan pudibundos. Mientras tanto, escucharon a menudo el criterio firme de Shaw de cómo se cumplía un programa improvisado para explorar una ciencia no admitida como tal.

Doyne Farmer, tejano alto, anguloso y pelirrojo, se transformó en el portavoz más expresivo del grupo. En 1977 tenía veinticuatro años de edad, y era la personificación de la energía y el entusiasmo, una máquina de ideas. Quienes le conocían pensaban al pronto, en ocasiones, que su conducta no pasaba de pura fachenda. Norman Packard, tres años menor que él, era amigo suyo desde la adolescencia. Habían crecido en la misma ciudad de Nuevo México, Silver City. Packard había llegado a Santa Cruz aquel otoño en que Farmer pensaba dedicar, durante un curso, toda su energía a las leyes del movimiento aplicadas al juego de la ruleta. La empresa era tan formal como traída por los cabellos. Durante más de una década, Farmer y un cambiante equipo de colegas físicos, jugadores profesionales y mirones, persiguieron el sueño de la ruleta. Farmer no renunció a él ni siquiera cuando se incorporó a la Sección Teórica de Los Alamos National Laboratory. Calcularon velocidades y trayectorias, escribieron y volvieron a escribir estudios lógicos, escondieron calculadoras en zapatos e hicieron nerviosas apariciones en casinos de juego. Hubo períodos en que todos los miembros del colectivo, excepto Shaw, se concentraron en la ruleta. Debe señalarse que el proyecto les proporcionó adiestramiento inusual en análisis raudo de los sistemas dinámicos, pero apenas tranquilizó al claustro de la facultad de física de Santa Cruz sobre la seriedad de los propósitos científicos de Farmer.

El cuarto miembro del colectivo fue James Crutchfield, el más joven y el único nativo de California. Era bajo y de constitución hercúlea, elegante windsurfista y, lo que valía más aún para el grupo, maestro instintivo en el arte de los ordenadores. Ingresó en Santa Cruz como estudiante ordinario, trabajó como ayudante de laboratorio en los experimentos de la superconductividad de Shaw, antes de que éste descubriera el caos, estuvo durante un año yendo, «por encima del monte», como decían en la universidad, a un centro de investigación de la IBM, donde había logrado un empleo, y no se incorporó al departamento de física como estudiante graduado hasta 1980. Por entonces llevaba dos años en el laboratorio de Shaw, durante los cuales se dio prisa en aprender las matemáticas necesarias para entender los sistemas dinámicos. Como sus compinches, se olvidó por completo de la orientación clásica de la facultad.

Hasta la primavera de 1978, el departamento no se convenció de que Shaw había renunciado a su tesis sobre la superconductividad. Le faltaba tan poco para concluirla… No obstante su aburrimiento, la facultad pensó que podía acelerar las formalidades, doctorarse y entrar en el mundo real. Respecto al caos, había cuestiones de decoro académico. Nadie estaba cualificado en Santa Cruz para supervisar un estudio de aquella materia innominada. Jamás se había doctorado alguien en ella. No había empleos a disposición de graduados en aquella especialidad. No había que olvidar lo monetario. La física de Santa Cruz, como la de todas las universidades estadounidenses, era financiada sobre todo por la National Science Foundation y otros entes del gobierno federal, que concedían fondos de investigación a los miembros de la facultad. La marina, la fuerza aérea, el Ministerio de Energía y la CIA gastaban enormes sumas de dinero en la investigación pura, sin sentir necesariamente preocupación por su aplicación inmediata a la hidrodinámica, aerodinámica, producción energética y espionaje. Un físico facultativo recibía fondos suficientes para pagar el equipo del laboratorio y los salarios de los ayudantes de investigación, estudiantes graduados que salían gracias a ello bien beneficiados. Así costeaban sus fotocopias y sus viajes a los congresos, e incluso disponían de estipendios que les permitían sobrevivir en verano. Si no mediaban tales providencias, el estudiante andaba a la deriva. Tal era el sistema al que renunciaron Shaw, Farmer, Packard y Crutchfield.

Cuando empezaron a desaparecer de noche diversos elementos electrónicos, fue aconsejable buscarlos en el antiguo laboratorio de temperatura baja de Shaw. De tarde en tarde, un miembro del colectivo conseguía mendigando cien dólares de la asociación de estudiantes graduados, o el departamento de física encontraba un procedimiento para consignar una cantidad análoga. Así se acumularon trazadores, convertidores y filtros electrónicos. Un grupo de físicos subatómicos, situado al otro lado del vestíbulo, había condenado a la basura un pequeño ordenador digital, y encontró asilo en el laboratorio de Shaw. Farmer se transformó en especialista sobresaliente en sisar tiempo de ordenador. Le invitaron un verano al National Center for Atmospheric Research (Centro Nacional de Investigación Atmosférica) de Boulder (Colorado), en el que ordenadores gigantes se encargan del estudio de materias tales como la simulación del tiempo global. Su habilidad para ordeñar minutos costosísimos de aquellas máquinas en beneficio propio dejó atónitos a los climatólogos.

También les fue muy útil la destreza manipuladora característica de Santa Cruz. Shaw era un «manitas» desde su infancia. Packard había arreglado televisores en Silver City desde que salió de la niñez. Crutchfield pertenecía a la primera generación de matemáticos para quienes la lógica de los procesadores era como la lengua materna. El edificio de la facultad, entre las umbrosas secuoyas, se parecía a todas las construcciones destinadas al cultivo de la física, ambiente universal de suelos de cemento y paredes que pedían a gritos una capa de pintura; pero la habitación que el colectivo había ocupado desarrolló una atmósfera propia, con rimeros de papeles y fotografías tahitianas en los tabiques, y, más tarde, láminas de atractores extraños. A cualquier hora del día, aunque más por la noche que por la mañana, el visitante encontraba a los miembros del grupo repasando circuitos, arrancando cordones de remiendo, discutiendo sobre la consciencia o la evolución, ajustando la pantalla de un osciloscopio o, sencillamente, prendidos de un reluciente punto verde que trazaba una curva luminosa, y la órbita del cual parpadeaba y se agitaba como algo vivo.