El arte y el comercio se encuentran con la ciencia

Era una concepción de líneas rectas muy geométrica —dijo Heinz-Otto Peitgen, que hablaba de arte moderno—. Por ejemplo, la obra de Josef Albers, que trataba de descubrir la relación cromática, se compuso en esencia de cuadrados de colores distintos sobrepuestos. Fueron muy populares, aunque ahora parezcan trasnochados. No gustan a la gente. En Alemania construyeron enormes bloques de pisos, en el estilo de la Bauhaus, y los inquilinos se van de ellos porque no les agradan como vivienda. Creo que la sociedad actual tiene motivos muy hondos para discrepar de algunos aspectos de nuestra concepción de la naturaleza.

Peitgen había ayudado a un visitante a seleccionar ampliaciones de regiones de los conjuntos de Mandelbrot y Julia, y de otros procesos iterativos complicados, todos de exquisito colorido. En su pequeña oficina californiana ofrecía diapositivas, grandes transparencias e incluso un calendario, del conjunto de Mandelbrot.

—Nuestro entusiasmo se relaciona con ese diferente modo de ver la naturaleza. ¿Cuál es el aspecto auténtico de un objeto natural? En un árbol, ¿qué importa más? ¿La línea recta o el objeto fractal?

En Cornell, mientras tanto, John Hubbard se enfrentaba con demandas comerciales. El departamento de ciencias exactas, que recibía centenares de cartas pidiendo imágenes del conjunto de Mandelbrot, comprendió que habría de proporcionar muestras y listas de precios. Ya habían calculado docenas de imágenes, almacenadas en sus ordenadores, a punto para ser exhibidas con la colaboración de los estudiantes graduados que recordaban los detalles técnicos. Pero las más espectaculares, las de presentación más clara y de colores más vívidos, se debieron a Peitgen, Peter H. Richter y su equipo científico de la universidad alemana de Bremen, que tenía el caluroso patrocinio de un banco local.

El matemático Peitgen y el físico Richter orientaron sus carreras hacia el conjunto de Mandelbrot. Encerraba un mundo de ideas para ellos: una moderna filosofía del arte, una justificación del nuevo papel de la experimentación en las ciencias exactas, y una manera de presentar los sistemas complejos al público general. Publicaron catálogos y libros de papel satinado, y recorrieron el mundo con una exposición de sus imágenes de ordenador. Richter había llegado a los sistemas complejos de la física por la senda de la química y la bioquímica, cuando estudió las oscilaciones biológicas. En artículos sobre fenómenos tales como el sistema inmunológico y la conversión del azúcar en energía por medio de la fermentación, llegó a la conclusión de que las oscilaciones regían a menudo la dinámica de procesos que solían considerarse estáticos, por la razón suficiente de que los sistemas vivos no pueden diseccionarse con facilidad para examinarlos en el tiempo real. Richter tenía sujeto al dintel de su ventana un péndulo doble bien aceitado, su «sistema dinámico favorito», que le habían hecho a petición suya en el taller de mecánica de la universidad. De cuando en cuando, le obligaba a adoptar no ritmos caóticos, que simulaba en un ordenador. La dependencia de las condiciones iniciales era tan sensitiva, que la tracción de la gravedad de una sola gota de lluvia, caída a más de un kilómetro y medio de distancia, hacía confuso el movimiento durante cincuenta o sesenta revoluciones, o sea en el espacio de unos dos minutos. Sus gráficos multicolores del espacio de fases del péndulo doble contenían regiones entremezcladas de periodicidad y caos. Utilizó las mismas técnicas gráficas para mostrar, por ejemplo, los campos idealizados de la magnetización en un metal, y para explorar el conjunto de Mandelbrot.

El estudio de la complejidad proporcionó a su colega Peitgen la ocasión de crear tradiciones en la ciencia, en vez de solventar únicamente problemas.

—En un área de nuevo cuño como ésta, uno puede dedicarse hoy a pensar y, si se es buen científico, a obtener una solución interesante en un par de días, una semana o en un mes —dijo Peitgen.

El asunto no estaba estructurado.

—En uno estructurado, se está al corriente de lo que se sabe, de lo que se ignora y de quién ha trabajado en él sin éxito. En ese caso, se ha de trabajar en un problema reconocido como tal, o si no, uno se extravía. Pero un problema de este género tiene que ser difícil, porque, de lo contrario, ya hubiese sido resuelto.

Peitgen no compartía la resistencia de los matemáticos a utilizar los ordenadores en pruebas experimentales. Concedía que todos los resultados debían adquirir rigor con los métodos corrientes de prueba, o no podría hablarse de matemáticas; pero la misma eficacia de la imagen tenía fuerza suficiente para modificar la evolución de las ciencias exactas. Peitgen estaba convencido de que la exploración con ordenador concedía a los matemáticos la libertad de seguir un camino más natural. Podrían prescindir con ella, temporalmente, del requisito de la prueba rigurosa. Así, como los físicos, iría a donde los experimentos le llevasen. La potencia de cálculo de los ordenadores, y sus estímulos visuales de la intuición, proponían vías prometedoras con las cuales el matemático evitaría los callejones sin salida. Luego, tras hallar nuevos caminos y aislar objetos nuevos, el matemático retornaría a las pruebas tradicionales.

—El rigor es el alma de las matemáticas —dijo Peitgen—. Sus cultivadores jamás renunciarán a un modo de pensar que brinda seguridad absoluta. Mas hay que aceptar situaciones que ahora se entienden parcialmente y que las futuras generaciones quizá entiendan con rigor. Lo admito, sin duda alguna, pero no hasta el punto de renunciar a algo, porque no puedo resolverlo ahora.

En la década de 1980, un ordenador doméstico efectuaba cálculos precisos que permitían obtener imágenes coloreadas del conjunto. Los aficionados no tardaron en comprobar que la exploración de imágenes cada vez más ampliadas proporcionaba una sensación vívida de escala en expansión. Si se pensaba en el conjunto como en un objeto de tamaño planetario, un ordenador personal podía mostrarlo entero, o presentarlo con las dimensiones de una ciudad, edificio, habitación, libro, letra, bacteria o átomo. Quienes contemplaban las imágenes advertían que todas las escalas, a pesar de ser diferentes, tenían pautas semejantes. Y todos aquellos paisajes microscópicos salían de las mismas pocas líneas de código de ordenador.[3]