Michael Barnsley conoció en 1979 a Mitchell Feigenbaum en Córcega, durante una conferencia. Entonces Barnsley, matemático educado en Oxford, tuvo noticia de la universalidad, la duplicación de período y las cascadas infinitas de bifurcaciones. Una buena idea, pensó, de esas que disparan a los científicos a la carrera en busca de parcelas explotables. En lo que le concernía, él creyó ver una en la que nadie había reparado.
¿De dónde procedían los ciclos de 2, 4, 8, 16, las secuencias de Feigenbaum? ¿Aparecerían por arte de ensalmo de algún vacío matemático o eran la obra de algo todavía más recóndito? La intuición susurró a Barnsley que debían de ser parte de un fabuloso objeto fractal, invisible hasta entonces.
Para aquella noción tenía un contexto: el territorio numérico denominado plano complejo. En él, los números desde menos infinito a infinito —esto es, todos los reales— se disponen en una línea que va desde el extremo este, con el cero en el centro. Mas esa línea es sólo el ecuador de un mundo que se extiende también hasta lo infinito por el norte y por el sur. Cada número se compone de dos partes, una real, correspondiente a la longitud este-oeste, y otra imaginaria, la de la latitud norte-sur. Por convención, estos números complejos se expresan así: 2 + 3i, donde i representa la porción imaginaria. Las dos partes proporcionan a cada uno señas únicas en ese plano bidimensional. Por lo tanto, la línea original de los números reales no es más que un caso especial, la serie de números cuya porción imaginaria es igual a cero. En el plano complejo, atender únicamente a los números reales —puntos en el ecuador— equivaldría a limitar la visión a alguna que otra intersección de formas, las cuales podrían revelar otros secretos, si se consideraban en dos dimensiones. Tal fue lo que Barnsley sospechó.
Los epítetos real e imaginario se originaron cuando los números ordinarios parecían más auténticos que aquel nuevo híbrido; pero se reconoció su arbitrariedad, porque eran tan reales y tan imaginarios como los de cualquier otra clase. Históricamente, los imaginarios se inventaron para llenar el vacío conceptual que suscitaba la pregunta: ¿Cuál es la raíz cuadrada de un número negativo? Conforme a regla comúnmente aceptada, el cuadrado de −1 es i, el de −4 es 2i, etc. Faltaba dar un paso corto para comprender que las combinaciones de números reales e imaginarios permitían clases nuevas de cálculo con ecuaciones polinómicas. Los números complejos se suman, multiplican, promedian, utilizan como factores y se integran. Con ellos se efectúan los mismos cálculos que con los reales. Barnsley, cuando trasladó las funciones de Feigenbaum al plano complejo, vio surgir los perfiles de una fantástica familia de formas, en apariencia relacionadas con las ideas dinámicas que intrigaban a los físicos experimentales, y, al mismo tiempo, sorprendentes como construcciones matemáticas.
Comprendió que aquellos ciclos no surgían de la nada. Caían dentro de la línea real del plano complejo, en el que hay, bien observado, una constelación de ciclos de toda especie. Había siempre uno de dos, de tres y de cuatro, flotando invisibles hasta que llegaban a la línea real. Barnsley se precipitó desde Córcega a su despacho del Georgia Institute of Technology y redactó un artículo. Lo remitió para su publicación a las Communications in Mathematical Physics. Su editor era David Ruelle, quien le reservaba malas noticias. Barnsley había redescubierto sin saberlo el trabajo de un matemático francés, el cual ya tenía cincuenta años de edad.
—Ruelle me lo devolvió como si fuese una patata caliente y me dijo: «Michael, no son más que conjuntos de Julia» —explicó Barnsley.
Ruelle agregó un consejo:
—Comuníquese con Mandelbrot.