La economía moderna se fía por entero de la teoría eficiente del mercado. Se da por sentado que el conocimiento discurre sin trabas de un lugar a otro. Quienes toman decisiones importantes, así se cree, tienen acceso, más o menos, a la misma masa de información. Hay aquí y allí, como es de suponer, rincones de ignorancia o de información incompartida; pero, en conjunto, los economistas imaginan que, una vez que se ha hecho público, el conocimiento se halla por doquier. Los historiadores de la ciencia dan a menudo por sabida una teoría eficiente del mercado de su propia cosecha. Cuando se descubre algo, cuando se expresa una idea, se piensa que es propiedad común del mundo científico. Cada hallazgo y cada noción nuevos arraigan en los anteriores. La ciencia crece como un edificio, ladrillo a ladrillo. Desde el punto de vista práctico, las crónicas intelectuales pueden ser lineales.
Esta concepción de la ciencia surte más efecto cuando una disciplina bien definida espera la solución de un problema bien definido. Nadie interpretó mal el descubrimiento de la estructura molecular del ADN, por ejemplo. Con todo, la historia de las ideas no es siempre tan segura. Al despuntar la ciencia no lineal en rincones extraños de las diferentes disciplinas, la corriente de ideas no siguió la lógica típica de los historiadores. La aparición del caos como entidad propia fue cuestión no solamente de teorías y descubrimientos insospechados, sino también de la comprensión tardía de viejas ideas. Hacía mucho tiempo que se habían visto numerosas piezas del rompecabezas —por Poincaré, por Maxwell y hasta por Einstein—, que luego se olvidaron. Los matemáticos comprenden un descubrimiento matemático, los físicos uno físico y nadie uno meteorológico. Cómo se propagaban las ideas llegó a ser tan esencial como la manera en que se originaban.
Cada científico poseía una constelación propia de padres intelectuales. Cada uno tenía una imagen privada del panorama de las ideas, y cada imagen era limitada de forma personal. El conocimiento adolecía de imperfecto. En el científico influían las costumbres de sus disciplinas o las trayectorias accidentales de su educación individual. El mundo de la ciencia se hizo asombrosamente finito. No fue una comisión la que guió la historia científica a una vía nueva, sino un puñado de personas, de percepciones y de metas individuales.
Posteriormente, se definió un consenso sobre qué innovaciones y contribuciones habían influido más. El consenso, sin embargo, incluyó cierto revisionismo. En la agitación de los descubrimientos, sobre todo en la última parte de la década de 1970, no hubo dos físicos o dos matemáticos que entendieran el caos de modo idéntico. El científico acostumbrado a los sistemas clásicos, libres de fricción o de disipación, se incorporaría a una estirpe descendiente de rusos como A. N. Kolmogorov y V. I. Arnold. El matemático habituado a los sistemas dinámicos clásicos elegiría un linaje que iba desde Poincaré a Birkhoff, Levinson y Smale. Más tarde, el olimpo de un cultivador de las ciencias exactas se centraría en Smale, Guckenheimer y Ruelle. O preferiría precursores partidarios de los ordenadores y asociado con Los Álamos: Ulam, Metropolis y Stein. Un físico teórico muy bien podría escoger a Ruelle, Lorenz, Rössler y Yorke. Un biólogo pensaría en Smale, Guckenheimer, May y Yorke. Un científico que estudiase la Tierra —un geólogo o sismólogo— reconocería la influencia directa de Mandelbrot; un físico teórico raras veces conocería tal apellido.
El papel de Feigenbaum sería fuente de controversia especial. Pasado mucho tiempo, cuando se había transformado en semicelebridad, hubo físicos que se desvivieron por citar a otras personas, las cuales, según ellos, lidiaban con el mismo problema en la misma fecha, año más o año menos. Algunos le acusaron de haberse concentrado, con escasa amplitud de miras, en un mínimo fragmento del vasto espectro del comportamiento caótico. La «feigenbaumología» se valoraba en exceso, dijo un físico; era un buen trabajo, desde luego, pero no tan influyente, por ejemplo, como el de Yorke. Invitaron a Feigenbaum en 1984 a hablar en el Simposio Nobel, en Suecia, en el que rugió la polémica. Benoît Mandelbrot pronunció una charla de mordacidad intencionada que el auditorio describió como su «conferencia antifeigenbaum». Mandelbrot había desempolvado, no se sabía cómo, un artículo sobre la duplicación de período que había publicado veinte años antes Myrberg, matemático finlandés, e insistió en llamar «secuencias de Myrberg» a las de Feigenbaum.
Éste, sin embargo, había descubierto la universalidad e ideado una teoría para explicarla. Era el eje alrededor del cual giraba la nueva ciencia. Incapaz de propagar la letra impresa resultado tan asombroso y contraintuitivo, lo hizo público en una serie de exposiciones orales: en una reunión celebrada en New Hampshire, en el mes de agosto de 1976; en un congreso internacional de matemáticas, que tuvo efecto en Los Álamos en septiembre; y en charlas dadas en la Universidad de Brown, en noviembre. El hallazgo y la teoría fueron acogidos con sorpresa, incredulidad y excitación. Cuanto más reflexionaba un físico sobre la no linealidad, tanto más percibía la fuerza de la universalidad de Feigenbaum.
—Fue un descubrimiento muy feliz y desconcertante enterarse de que había en los sistemas no lineales estructuras siempre iguales, si se consideraban adecuadamente —confesó uno sin reservas.
Algunos recogieron no sólo las ideas, sino las técnicas. Les ponía la piel de gallina jugar —únicamente jugar— con aquellos mapas. Gracias a sus ordenadores, experimentaban el asombro y la satisfacción que habían sostenido a Feigenbaum en Los Álamos. Y refinaron la teoría. Tras oír su charla en el Institute for Advanced Study, en Princeton, Predrag Cvitanović, físico de las partículas, le ayudó a simplificar la teoría y ampliar la universalidad. En el ínterin, Cvitanović simuló que era un pasatiempo; no osaba admitir ante sus colegas lo que hacía.
La actitud de reserva prevaleció también entre los matemáticos, sobre todo porque Feigenbaum no aportaba pruebas precisas. Hubo que esperar a 1979 para que las hubiese en términos de las ciencias exactas, y ello se debió a Oscar E. Lanford III. Feigenbaum evocaba a menudo la presentación de su teoría a un auditorio selecto, durante el congreso de Los Álamos del mes de septiembre. Apenas comenzó a describir el trabajo, se puso en pie el eminente matemático Mark Kac.
—Caballero, ¿nos ofrecerá operaciones numéricas o una prueba? —inquirió.
Más que lo primero y menos que lo segundo, repuso Feigenbaum.
—¿Es lo que un hombre razonable llamaría prueba?
Feigenbaum contestó que los presentes habrían de sacar conclusiones propias. Cuando hubo terminado, interpeló a Kac, quien contestó arrastrando sardónicamente la r:
—Sí, es una prueba para alguien razonable. De los detalles pueden encargarse los matemáticos r-r-rigurosos.
El descubrimiento de la universalidad impulsó el movimiento recién nacido. Los físicos Joseph Ford y Giulio Casati organizaron, en el estío de 1977, el primer congreso de una ciencia llamada caos. Se celebró en una atractiva villa de la pequeña ciudad italiana de Como, en la parte meridional del lago del mismo nombre, cuenca indescriptiblemente azul que recoge las aguas de la fusión de la nieve de los Alpes de Italia. Asistieron a ella cien personas, en su mayor parte físicos, aunque también hubo especialistas en otras ciencias, llenos de curiosidad.
—Mitch había visto la universalidad, descubierto la forma en que se disponía en escalas e inventado un procedimiento, intuitivamente tentador, de alcanzar el caos —explicó Ford—. Poseíamos, por primera vez, un modelo claro que todo el mundo entendía. Y era de esas cosas a las que llega la sazón. Desde la astronomía a la zoología, la gente hacía algo por el estilo y lo publicaba en revistas muy especializadas, sin enterarse de que otras personas se preocupaban por materias análogas. Creían estar solos, y se les tenía por algo excéntricos en sus disciplinas. Habían agotado las preguntas sencillas, y empezado a dedicarse a fenómenos un poco más complicados. Y todos derramaron lágrimas de agradecimiento al enterarse de que muchos otros se habían metido en lo mismo.