Feigenbaum descubrió que su educación no le había enseñado nada útil cuando empezó a meditar en Los Álamos sobre la no linealidad. Era imposible solucionar un sistema de ecuaciones diferenciales no lineales, a pesar de los ejemplos especiales que constan en los libros de texto. Parecía desatentada la técnica perturbativa, consistente en introducir sucesivas correcciones en un problema solventable del que se esperaba que se aproximara algo al real. Leyó escritos sobre corrientes y oscilaciones no lineales, y llegó a la conclusión de que existía muy poco capaz de ayudar a un físico razonable. Su equipo informático se componía sólo de lápiz y papel, y por ello decidió comenzar con una analogía de la sencilla ecuación de Robert May sobre la biología de la población.
Era la misma que los estudiantes de enseñanza secundaria emplean en geometría para representar una parábola. Puede escribirse como y = r(x − x2). Cada valor de x produce uno de y, y la curva resultante expresa la relación de los dos números en la serie de valores. Si x (la población de este año) es pequeño, y (la del año que viene) también lo es, aunque sea mayor que x, la curva se eleva. Si x se halla en medio de la serie, y es grande. Pero la parábola se nivela y desciende, y, por lo tanto, si x es grande, y volverá a ser pequeño. En eso estriba el equivalente de las caídas de la población en el modelo ecológico, impidiendo un crecimiento irreal desenfrenado.
Tanto para May como, luego, para Feigenbaum, el quid se centraba en utilizar aquel cálculo sencillo no una vez, sino en repetirlo interminablemente como un bucle de realimentación. El resultado de un cálculo se introducía como entrada del siguiente. La parábola fue utilísima para comprobar gráficamente lo que sucedía. Elíjase un valor de partida en el eje x. Trácese una recta hacia arriba hasta que encuentre la parábola. Léase el valor resultante en el eje y. Y repítase la operación con el nuevo valor. La secuencia salta, al principio, de un lugar a otro, en la parábola, y después, tal vez, adopta un equilibrio estable, en que x e y son iguales y el valor, por consiguiente, no cambia.
Nada podía estar más remoto de los cálculos complicados de la física corriente. En lugar de un esquema laberíntico, que debía resolverse de una vez, aquél era sencillo y repetido sin cesar. El experimentador matemático podía observar como el químico que vigila una reacción en un vaso de precipitados. El resultado, el output, no pasaba de ser una sucesión de cifras, y no convergía siempre en un estado estable final. Podía acabar oscilando entre dos valores. O, como May había explicado a los biólogos de la población, mantenerse en un cambio caótico todo el tiempo que se observara tal situación. La elección de aquellos diferentes comportamientos posibles dependía del valor del parámetro sintonizador.
Feigenbaum realizó esfuerzos numéricos de esta especie, levemente, experimental y, a la vez, empleó métodos teóricos más clásicos en el análisis de funciones no lineales. Ello no obstante, no vio todo el cuadro de lo que podía hacer aquella ecuación. Comprobó, eso sí, que las posibilidades eran tan complejas, que sería espantosamente arduo analizarlas. Sabía asimismo que tres matemáticos de Los Álamos —Nicholas Metropolis, Paul Stein y Myron Stein— habían estudiado aquellos «mapas» o diagramas en 1971. Paul Stein le advirtió que la complejidad era tremenda. Si tal ecuación, la más sencilla de todas, se presentaba como intratable, ¿qué serían otras, mucho más complicadas, que un científico podía utilizar en el caso de los sistemas reales? Feigenbaum archivó el problema.
En la breve historia del caos, aquella ecuación de aire inocente sirve de ejemplo sucinto de cómo diferentes científicos consideraban el mismo problema de forma muy distinta. La ecuación tenía un mensaje para los biólogos: los sistemas sencillos hacen cosas complejas. Metropolis, Stein y Stein deseaban catalogar una colección de ejemplares topológicos sin referirse a valores numéricos. Iniciaban el proceso de realimentación en un punto dado y veían cómo saltaban los valores sucesivos de un lugar a otro en la parábola. Escribían las series de D y de I a medida que los valores se movían a la derecha o a la izquierda. Pauta número uno: D. Pauta número dos: DID. Pauta número ciento noventa y tres: DIIIIIDDII. Las series poseían ciertos rasgos interesantes para los matemáticos: parecían repetirse siempre en el mismo orden especial. En cambio, a un físico se le antojaban oscuras y tediosas.
Nadie lo advirtió entonces, pero Lorenz había considerado la misma ecuación, en 1964, como metáfora de una cuestión radical sobre el clima. Era tan profunda que casi nadie había pensado en formularla antes: ¿Existe un clima? O sea, ¿posee el tiempo terrestre un promedio a largo plazo? La mayor parte de los meteorólogos, entonces como ahora, daban la respuesta por sabida. Cualquier comportamiento mensurable, fuese cuál fuere su fluctuación, había de tener un promedio. Pero, si se recapacitaba, la cosa no era tan evidente. El tiempo medio en los últimos 12.000 años, como Lorenz señaló, había sido muy distinto del promedio de los 12.000 años anteriores, cuando el hielo cubría casi toda América del Norte. ¿Un clima se cambiaba en otro por algún motivo físico? ¿O había un clima a plazo todavía mayor dentro del cual aquellos períodos sólo eran fluctuaciones?
Lorenz hizo una segunda pregunta. Supóngase que se puede escribir el juego completo de ecuaciones que rigen el tiempo atmosférico. Dicho de otro modo, supóngase que se tiene el código de Dios. ¿Sería posible entonces calcular con esas ecuaciones los promedios estadísticos de la temperatura o la lluvia? La contestación sería una afirmación inmediata, si las ecuaciones fuesen lineales. Pero no lo son. Como Dios no ha suministrado las idóneas, Lorenz examinó la ecuación de diferencia cuadrática.
Examinó ante todo, como May, qué sucedía cuando la ecuación, dado algún parámetro, se iteraba. Con parámetros bajos llegaba a un punto fijo estable. El sistema producía un «clima» en la acepción más vulgar posible: el «tiempo» nunca cambiaba. Con parámetros más elevados, vio la posibilidad de oscilar entre dos puntos, y en ella el sistema se dirigió a un promedio sencillo. Pero Lorenz descubrió que el caos brotaba más allá de cierto punto. Puesto que pensaba en el clima, quiso saber no sólo si la continua realimentación generaría un comportamiento periódico, sino asimismo cuál sería el resultado promedio. Y reconoció que la contestación diría que el promedio fluctuaría inestablemente. Cuando el valor del parámetro se modificaba, aunque de manera leve, el término medio podía alterarse de modo impresionante. Por analogía, el clima terrestre tal vez jamás se acomodase a un equilibrio aceptable, durante el comportamiento a largo término promedio.
Desde el punto de vista editorial y matemático, el trabajo de Lorenz sobre el clima quizá hubiese sido un fracaso: no probaba nada en la acepción axiomática. También era muy deficiente como artículo de física, porque no justificaba la utilización de ecuación tan simple para sacar conclusiones sobre el clima de la Tierra. Con todo, Lorenz supo lo que decía. «El autor presiente que esta semejanza no es mero accidente, pues la ecuación en diferencias capta gran parte de la expresión matemática, ya que no la física, de las transiciones de un régimen de flujo a otro, y, ciertamente, la del fenómeno total de la inestabilidad». Veinte años más tarde nadie entendía aún qué intuición justificaba pretensión tan osada, publicada en Tellus, revista sueca de meteorología. («¡Tellus! Nadie lee eso», exclamó un físico con acritud). Lorenz entendía mejor, despacio, pero constantemente, las peculiares posibilidades de los sistemas caóticos, mucho mejor de lo que era capaz de expresar con la terminología meteorológica.
Mientras persistía en la exploración de los aspectos mutables de los sistemas dinámicos, Lorenz se dio cuenta de que otros, algo más complicados que el diagrama cuadrático, acaso produjeran otras especies de pautas inesperadas. Oculta en el interior de un sistema dado, pudiera haber más de una solución estable. Quizá se viese durante largo tiempo una clase de comportamiento, pero otro, totalmente diverso, podía ser tan natural como él. Este género de sistema se llama intransitivo. Se halla en este o en aquel equilibrio, pero no en ambos a la vez. Sólo una fuerza externa le obligará cambiar de estado. Un reloj de pared con péndulo sirve de modelo corriente de sistema intransitivo. Recibe un flujo uniforme de energía de un resorte, al que se da cuerda, o de una batería, a través de un mecanismo de escape. La fricción resta una porción constante de energía. El estado evidente de equilibrio es un movimiento oscilatorio regular. Si alguien choca con el reloj, el péndulo se acelerará o irá más despacio a consecuencia del impulso momentáneo, mas no tardará en recuperar el equilibrio. Sin embargo, tiene otro equilibrio —una segunda solución válida de sus ecuaciones de movimiento—, y es cuando el péndulo cuelga inmóvil. Tal vez fuese un sistema intransitivo menos sencillo —con varias regiones distintas de comportamiento completamente diferente— el que el clima representaba.
Desde hace algunos años, los climatólogos saben que sus modelos —los globales de ordenador, con los que simulan el comportamiento de la atmósfera y los océanos— admiten cuando menos un equilibrio absolutamente distinto. Ese clima alternativo jamás existió en el pasado geológico, pero pudiera ser una solución asimismo válida en el conjunto de ecuaciones que gobiernan el globo terráqueo. Algunos climatólogos le atribuyen el nombre de clima de la Tierra Blanca, en que los continentes se hallan cubiertos de nieve, y los océanos, helados. Un mundo como ése reflejaría el setenta por ciento de la radiación solar, y por lo tanto, sería gélido. La capa inferior de la atmósfera, o troposfera, tendría mucho menos espesor. Las tempestades que azotarían la fría superficie carecerían de la intensidad de las que conocemos. En general, el clima sería más hostil a la vida que el de ahora. Los modelos de ordenador tienen tendencia tan acusada a buscar el equilibrio de la Tierra Blanca, que los especialistas se extrañan de que nunca haya existido. Tal vez sea cuestión de suerte.
Sólo la intervención vigorosa de una fuente externa lograría que el clima terrestre pasara al estado glacial. Lorenz describió otro comportamiento plausible llamado «cuasiintransitividad». Un sistema de esta especie exhibe, durante mucho tiempo, algo así como un comportamiento promedio, que fluctúa dentro de ciertos límites. Después, sin causa alguna, se metamorfosea en otro diferente, también fluctuante, mas con un promedio distinto. Los diseñadores de modelos de ordenador están enterados del descubrimiento de Lorenz; no obstante, tratan a toda costa de evitar la cuasiintransitividad. Es demasiado impredecible. Por querencia natural hacen modelos dotados de fuerte tendencia al equilibrio que medimos cada día en el planeta real. Luego, con el fin de explicar los grandes cambios climáticos, buscan motivos externos, como, por ejemplo, las alteraciones de la órbita de la Tierra alrededor del Sol. A pesar de ello, el climatólogo no necesita fervorosa imaginación para notar que la cuasiintransitividad explicaría satisfactoriamente por qué el clima terrestre ha experimentado, y dejado de experimentar, largas eras glaciales, durante intervalos misteriosos e irregulares. Si la empleara, no habría de descubrir una causa física para explicar su aparición. Las eras glaciales no serían más que un subproducto del caos.