Nuevo inicio en Los Álamos

A algunas docenas de metros, corriente arriba, del filo de una cascada, un manso riachuelo parece presentir el salto que se avecina. El agua se acelera y estremece. Chorros individuales se destacan como venas abultadas y palpitantes. Mitchell Feigenbaum está junto al raudal. Suda un poquito dentro de su chaqueta y pantalón de pana, y fuma. Está paseando con unos amigos, los cuales se le han anticipado hacia las aguas más sosegadas del caudal. De pronto, en lo que pudiera ser parodia veloz y desalentada del espectador de un partido de tenis, se pone a mover la cabeza de un lado a otro. «Uno se fija en algo, como, por ejemplo, un bultito de espuma. Si menea la cabeza con rapidez suficiente, tiene de repente una percepción de toda la estructura de la superficie, y se nota en el estómago». Extrae más humo del cigarrillo. «Pero cualquiera con formación matemática sabe que no sabe nada cuando mira este líquido, o contempla las nubes con sus protuberancias encima de protuberancias, o está en un rompeolas durante una tempestad».

Orden en el caos. El tópico científico más antiguo. La idea de unidad recóndita y de forma común oculta en la naturaleza había tenido fascinación intrínseca, así como una desdichada historia de seudocientíficos y maniáticos inspirados. Cuando llegó a Los Alamos National Laboratory en 1974, a un año de su trigésimo cumpleaños, Feigenbaum estaba convencido de que si deseaban sacar algo de aquella idea, los físicos necesitarían un marco práctico, un método que la redujera al cálculo. Apenas se comprendía cómo podía abordarse aquel problema.

Feigenbaum había sido contratado por Peter Carruthers, físico tranquilo y engañosamente afable, que, en 1973, procedente de Cornell, se encargó de la Sección Teórica. Lo primero que hizo fue despedir a media docena de científicos de categoría —Los Álamos recluta su personal de modo diferente de las universidades—, y llenó el hueco con investigadores jóvenes y prometedores seleccionados por él. Era muy ambicioso como jefe científico, pero conocía por experiencia que no siempre es posible planear los buenos resultados.

—Si se establece un comité en el laboratorio, o en Washington, y se dice: «La turbulencia nos sale al paso y debemos entenderla. La falta de comprensión anula nuestras posibilidades de progresar en una porción de campos». Entonces, lógicamente, se contrata un equipo. Se obtiene un ordenador gigante. Se meten en él grandes programas y no se consigue nada. En vez de ello, disponemos de este tipo listo, que no alborota. Claro que habla con la gente, pero casi siempre trabaja a solas.

Habían conversado sobre la turbulencia, pero pasó el tiempo y ni siquiera Carruthers estaba ya seguro de cuál era la meta de Feigenbaum.

—Creí que se había dado por vencido y encontrado otro problema. Poco suponía yo que el problema nuevo era el mismo. Parece haber sido aquel en que muchas y muy diferentes actividades científicas se habían atascado: se habían atollado en ese aspecto del comportamiento no lineal de los sistemas. Ahora bien, nadie hubiese pensado que la formación adecuada para esa cuestión fuese estar enterado de la física subatómica, saber algo de la teoría del cuanto de campo, y hallarse al corriente de que en esa teoría hay las estructuras denominadas renormalización de grupo. Todo el mundo ignoraba que se necesitaría entender la teoría general de los procesos estocásticos, así como las estructuras fractales.

»Mitchell tenía la preparación adecuada. Hizo lo preciso en el momento preciso y lo hizo muy bien. Nada de manera parcial. Se desembarazó de todo el problema.

Feigenbaum proporcionó a Los Álamos el convencimiento de que la ciencia había fracasado en entender las cuestiones no lineales. Aunque como físico apenas había aportado algo, había acumulado un fondo intelectual poco corriente. Poseía un agudo conocimiento práctico del análisis matemático más difícil, nuevos géneros de técnicas de cálculo que ponían a casi todos los científicos entre la espada y la pared. Había conseguido retener algunas ideas, de aspecto anticientífico, del romanticismo. Quería hacer ciencia nueva. Comenzó por apartar de sí toda intención de entender la complejidad de lo real y recurrió, en cambio, a las ecuaciones no lineales más simples que logró encontrar.