Años antes, en 1974, cuando David Ruelle llegó al laboratorio que Gollub y Swinney tenían en el City College, los tres físicos poseían un leve vínculo entre la teoría y la experimentación. Algo de matemáticas, osada filosofía e incierta técnica. Un cilindro de fluido alborotado, nada impresionante, que no armonizaba con la teoría acreditada. Los hombres pasaron la tarde charlando, y Swinney y Gollub se fueron de vacaciones con sus esposas a una cabaña que el segundo tenía en las Andirondacks. No habían contemplado un atractor extraño, y apenas habían medido qué ocurría en realidad al empezar la turbulencia. Pero estaban convencidos de que Landau se equivocaba, y presumían que Ruelle había dado en el blanco.
Como elemento natural, revelado por la exploración con ordenador, el atractor extraño nació como mera posibilidad, señalando un lugar al que no habían conseguido ir muchas de las grandes imaginaciones del siglo XX. Pronto, cuando los científicos vieron lo que los ordenadores podían mostrar, fue como algo que habían percibido por doquier, en la música de las corrientes turbulentas, o en las nubes desplegadas como velos sobre el firmamento. Se había reprimido a la naturaleza. El desorden estaba encauzado —todo parecía indicarlo— en pautas que tenían un común tema subyacente.
Más tarde, el reconocimiento de los atractores extraños atizó la revolución del caos, proporcionando a los exploradores numéricos un programa que habían de ejecutar. Los buscaron en todas partes, en todas donde la naturaleza daba motivos para creer que se portaba a la buena de Dios. Muchos pensaron que el tiempo atmosférico podía depender de un atractor extraño. Otros acopiaron millones de noticias del mercado bursátil para buscar en ellas un atractor, observando lo fortuito con las lentes graduables del ordenador.
En el comedio del decenio de 1970 estos descubrimientos eran cosa futura. Nadie había visto realmente un atractor extraño en un experimento, y no se sabía con certeza qué se debía hacer para encontrarlo. En teoría, concedía esencia matemática a las nuevas propiedades fundamentales del caos. Una era la dependencia sensitiva de las condiciones iniciales. Otra, la «mezcla», en el mismo sentido lleno de significado para un diseñador de aviones de retropropulsión, por ejemplo, preocupado por la combinación eficaz del combustible con el oxígeno. Pero todo el mundo ignoraba cómo se medían aquellas propiedades, cómo se las numeraba. Los atractores extraños parecían fractales, lo cual implicaba que su dimensión auténtica era fraccional; pero nadie sabía cómo se mensuraba la dimensión, o cómo se aplicaba aquella medida en el contexto de los problemas de ingeniería.
Más importante aún. Se desconocía si los atractores extraños aclararían algo más la cuestión más profunda de los sistemas no lineales. A distinción de los lineales, que se calculaban y clasificaban con soltura, los no lineales se hallaban todavía, en esencia, más allá de toda clasificación, pues cada uno difería de los restantes. Acaso sospechasen los científicos que compartían ciertas propiedades, pero, en el momento de la medida y el cálculo, todo sistema no lineal era un orbe aparte. La comprensión de uno no contribuía al entendimiento del siguiente. Un atractor como el de Lorenz ilustraba la estabilidad y la estructura de un sistema que, por otra parte, parecía carecer de pautas, pero ¿qué ayuda prestaba aquella doble espiral peculiar a quienes investigaban sistemas no emparentados con ella? Nadie podía decirlo.
La impresión que causaron había ido más allá de la ciencia estricta. Los científicos que contemplaron aquellas figuras se permitieron olvidar momentáneamente las reglas por las que se gobernaban. Ruelle, por ejemplo, escribió: «No he hablado de la fascinación estética de los atractores extraños. Esos conjuntos de curvas y esas nubes de puntos hacen pensar, ya en fuegos de artificio o galaxias, ya en proliferaciones vegetales extrañas e inquietantes. Se esconden en ellos formas que deben explorarse y armonías que esperaban ser descubiertas».