El diagrama de un astrónomo

El más revelador de los atractores extraños, por ser el más simple, se debió a alguien muy distante de los misterios de la turbulencia y de la dinámica de los fluidos. Era el astrónomo Michel Hénon, del Observatorio de Niza, en la costa sudoriental de Francia. En cierto sentido, la astronomía puso en acción los sistemas dinámicos: los movimientos cronométricos de los planetas proporcionaron el triunfo a Newton e inspiraron a Laplace. Pero la mecánica celeste se diferencia de la inmensa mayoría de los sistemas terrestres en algo fundamental. Los que pierden energía con la fricción son disipativos. Y eso no sucede con los astronómicos: son conservativos o hamiltonianos. En el fondo, a escala casi infinitesimal, incluso los astronómicos experimentan un entorpecimiento o traba, porque las estrellas irradian energía y la fricción periódica resta algo de velocidad a los cuerpos que se desplazan a lo largo de sus órbitas; pero los astrónomos ignoran la disipación con fines prácticos. Y, sin ella, el espacio de fases no pliega ni contrae como se necesita para que haya estratificación fractal infinita. Jamás comparecería un atractor extraño. ¿Y el caos?

James P. Crutchfield / Adolph E. Brotman

EXPOSICIÓN DE LA ESTRUCTURA DE UN ATRACTOR. El atractor extraño aquí representado —una órbita, diez y cien— muestra el comportamiento caótico de un rotor, o sea, un péndulo que oscila en círculo pleno, impulsado a intervalos regulares por una descarga energética. Cuando se han trazado mil órbitas (abajo), el atractor se ha convertido en una madeja de maraña impenetrable.

Para ver el interior de la estructura, un computador corta una tajada del atractor, denominada sección de Poincaré. Esta técnica reduce la imagen tridimensional a dos dimensiones. Cada vez que pasa por un plano, la trayectoria marca un punto. Así surge poco a poco una pauta muy detallada. La presente muestra tiene más de ocho mil puntos, cada uno de los cuales representa una órbita alrededor del atractor. En efecto, el sistema es «catado» a intervalos regulares. Se pierde una clase de información, pero se hace resaltar otra.

Muchos astrónomos habían disfrutado de carreras largas y prósperas sin destinar un solo pensamiento a los sistemas dinámicos; pero Hénon era distinto. Había nacido en París en 1931 y tenía, por consiguiente, algunos años menos que Lorenz; como él, sentía afición insatisfecha a las matemáticas. Le agradaban los problemas pequeños y concretos, relacionados con situaciones físicas («no el género de matemáticas a que hoy se dedica la gente», explicó). Cuando los ordenadores tuvieron el tamaño conveniente para el uso privado, Hénon adquirió un Heathkit que soldó y con el que se entretuvo en su domicilio. Mucho antes de aquello, había adoptado, por decirlo así, un problema muy desconcertante de dinámica. Atañía a los cúmulos globulares o estelares (apretadas pelotas de estrellas, en ocasiones un millón, que representan los objetos más antiguos y tal vez más imponentes del firmamento nocturno). Tienen una pasmosa densidad de componentes. La cuestión de cómo se mantienen juntas y cómo se desarrollan en el decurso del tiempo ha intrigado a los astrónomos a lo largo del siglo XX.

En lo dinámico, un cúmulo globular es un enorme problema, porque en él intervienen muchos cuerpos. Una incógnita de dos se solventa con facilidad, y Newton lo hizo de modo total y satisfactorio. Cada cuerpo —la Tierra y la Luna, por ejemplo— se desplaza en una elipse perfecta alrededor del común centro de gravedad del sistema. Pero si se agrega otro objeto gravitante, la situación cambia como por ensalmo. El problema de los tres cuerpos es arduo, e incluso peor que eso: a menudo casi irresoluble, como descubrió Poincaré. Las órbitas pueden calcularse numéricamente durante un ratito, y, con la ayuda de ordenadores poderosos, seguirse durante bastante tiempo, antes de que las incertidumbres se impongan. Pero, como las ecuaciones no pueden resolverse analíticamente, no hay modo de responder a las cuestiones, a largo plazo, sobre un sistema de tres cuerpos. ¿Es estable el solar? Parece serlo a plazo corto; incluso hoy nadie sabe con seguridad si algunas órbitas planetarias no se harán cada vez más excéntricas, hasta que los planetas abandonen el sistema para siempre.

El cúmulo globular es un sistema demasiado complicado para tratarlo como un problema de muchos cuerpos; en cambio, es posible estudiar su dinámica con la ayuda de algunos supuestos. Parece razonable pensar, verbigracia, que cada estrella recorre un campo gravitatorio promedio con un centro particular de gravedad. No obstante, con la frecuencia que fuere, dos estrellas se acercarán una a otra lo suficiente para que su interacción haya de tratarse por separado. Y los astrónomos comprendieron que los cúmulos globulares no han de ser, generalmente, estables. Tienden a formarse en su interior sistemas de estrellas binarias, que se emparejan en órbitas estrechas, y cuando una tercera las encuentre, cualquiera de las tres se expone a recibir una fuerte patada. De tarde en tarde, una obtendrá bastante energía de la interacción para alcanzar la velocidad de escape y separarse del cúmulo para siempre; entonces, el cúmulo se contraerá levemente. Al enfrentarse con este problema en su tesis doctoral en 1960, en París, Hénon partió de un supuesto más bien arbitrario: que, cuando cambiaba de escala, el cúmulo continuaba siendo similar a sí mismo. Sus cálculos acabaron en un resultado asombroso. El núcleo del cúmulo se abatiría, adquiriendo energía cinética y tendiendo a un estado de densidad infinita. Apenas era concebible tal cosa, que, encima, no recibía soporte en los cúmulos observados hasta entonces. Pero, bien que despacio, la teoría de Hénon, que luego recibiría el nombre de «colapso gravotérmico», echó raíces.

Así robustecido, dispuesto a emplear las matemáticas en cuestiones antiguas y a llevar los resultados inesperados hasta sus improbables consecuencias, se dedicó a problemas mucho más fáciles de la dinámica estelar. En 1962, durante una visita a la Universidad de Princeton, había tenido acceso por primera ocasión a los ordenadores, precisamente cuando Lorenz comenzaba a aplicarlos a la meteorología en el Massachusetts Institute of Technology. Hénon principió con modelos de las órbitas de las estrellas en derredor de su centro galáctico. De forma razonablemente simple, las de las galaxias pueden representarse como las de planetas alrededor de un sol, con una excepción: una fuente de la gravedad central no es un punto, sino un disco tridimensional.

Llegó a un compromiso con las ecuaciones diferenciales. «Para disfrutar de mayor libertad de experimentación —escribió— nos olvidamos de momento del origen astronómico del problema». Aunque no lo dijese entonces, la «libertad de experimentación» significaba, en parte, la de representar el problema en un ordenador primitivo. Éste poseía menos de una milésima parte de la memoria que tiene un solo chip de un ordenador personal de la actualidad, y además era lento. Pero, como los experimentadores en los fenómenos del caos que le siguieron, Hénon vio que la hipersimplificación resultaba provechosa. Abstrayendo la esencia de su sistema, descubrió cosas aplicables a otros, incluso más importantes. Años después, las órbitas galácticas eran todavía un ejercicio teórico; pero la dinámica de aquellos sistemas se hallaba sometida a la investigación, intensa y costosa, de los interesados en las órbitas de las partículas en aceleradores de alta energía, y a la de aquellos a quienes importaba el confinamiento de plasmas magnéticos para crear la fusión nuclear.

Las órbitas estelares, en las galaxias, a una escala temporal de unos doscientos millones de años tienen carácter tridimensional en lugar de describir elipses perfectas. Son muy difíciles de visualizar tanto si son reales como si son construcciones imaginarias en el espacio de fases. Por ello, Hénon adoptó una técnica comparable a la de la confección de los mapas de Poincaré. Concibió una lámina plana, colocada verticalmente a un lado de la galaxia, que cada órbita atravesaba, como los caballos cruzan la meta en un hipódromo. Después señaló el punto en que la órbita perforaba el plano y rastreó el movimiento del punto de órbita en órbita.

Hénon tuvo que trazar los puntos a mano, pero, con el tiempo, los numerosísimos científicos que usaron su técnica se limitaron a contemplar cómo aparecían en la pantalla del ordenador, como luces callejeras que se encienden al atardecer una tras otra. Por ejemplo, una órbita típica empezaba con un punto en la parte inferior de la izquierda; después, en la vuelta siguiente, otro punto comparecía algunos centímetros más a la derecha; luego, otro, más a la derecha y algo más alto, etc. Al pronto, no había diseño concreto, pero, marcados de diez a veinte puntos, empezaba a formarse una curva ovalada. El conjunto de puntos sucesivos recorrían un circuito alrededor de aquella figura, pero, como no se presentaban en idéntico lugar, la curva quedaba bien delineada sólo tras la aparición de centenares o millares de ellos.

Las órbitas no eran completamente regulares, porque jamás se repetían de modo exacto, pero podían predecirse y distaban mucho de ser caóticas. Los puntos nunca surgían dentro de la curva o fuera de ella. Transportadas a la imagen tridimensional, las órbitas esbozaron un toro o rosquilla, y el diagrama de Hénon fue su sección transversal. Hasta entonces sólo había ilustrado lo que sus predecesores consideraron evidente. Las órbitas eran periódicas. En el observatorio de Copenhague, entre 1910 y 1930, una generación de astrónomos las observó y calculó trabajosamente a cientos; sin embargo, únicamente las periódicas interesaron a los daneses. «Como todo el mundo en aquel período, yo estaba convencido de que todas las órbitas eran tan regulares como aquélla», escribió Hénon. A despecho de ello, con la colaboración de Carl Heiles, estudiante graduado que le auxiliaba en Princeton, persistió en el cómputo, aumentando paulatinamente el nivel de energía en su sistema abstracto. Pronto observaron algo nuevo.

Michel Hénon

ÓRBITAS EN TORNO AL CENTRO GALÁCTICO. Michel Hénon computó las intersecciones de una órbita con un plano para comprender la trayectoria de las estrellas en una galaxia. Las pautas resultantes dependieron de la energía total del sistema. Los puntos de una órbita estable produjeron gradualmente una curva continua y coherente (arriba izquierda). Sin embargo, otros niveles energéticos ofrecieron intrincadas mezclas de estabilidad y caos, representadas por regiones de puntos dispersos.

De buenas a primeras, la curva ovoide se torció en algo más complicado, estrechándose en ochos y partiéndose en fragmentos. A pesar de todo, una órbita apareció en cada uno de ellos. A niveles energéticos más altos, hubo otro cambio, muy abrupto. «Aquí viene la sorpresa», escribieron Hénon y Heiles. Algunas órbitas se volvieron tan inestables que los puntos se diseminaron por el papel. En unos lugares se podía aún trazar curvas; en otros, ninguna casaba con los puntos. La imagen se hizo sensacional: reveló desorden completo mezclado con restos patentes de orden, los cuales crearon figuras que sugirieron a los investigadores «islas» y «cadenas de islas». Recurrieron a dos ordenadores distintos y a dos métodos diferentes de integración, y obtuvieron el mismo resultado. Sólo podían explorar y especular. Con la única base de su experimentación numérica, efectuaron una conjetura sobre la estructura básica de aquellas imágenes. Con mayor ampliación —propusieron— aparecerían más islas a escalas cada vez más pequeñas, tal vez hasta el infinito. Se necesitaba una prueba matemática, «pero el tratamiento matemático del problema no parece muy fácil».

Hénon trasladó su atención a otras cuestiones; pero catorce años después, cuando por fin se enteró de los atractores extraños de David Ruelle y Edward Lorenz, estaba dispuesto a servirse de ellos. Desde 1976 se hallaba en el Observatorio de Niza, sito a buena altura sobre el Mediterráneo, en la Grande Corniche. Asistió a una conferencia de un físico invitado sobre el atractor de Lorenz. El visitante había probado varias técnicas para aclarar la tenue «microestructura» del atractor, y el éxito no le había sonreído. Los sistemas disipativos no eran su campo («En ocasiones los astrónomos temen los sistemas disipativos… Son desordenados»), pero Hénon creyó tener una idea.

Nuevamente optó por renunciar al origen físico del sistema y concentrarse en la esencia geométrica que deseaba explorar. Lorenz y otros se habían apegado a las ecuaciones diferenciales —corrientes, con cambios continuos en el espacio y el tiempo—; en cambio, él recurrió a las ecuaciones en diferencias, discontinuas temporalmente. La clave consistía, a su juicio, en el repetido estiramiento y plegamiento del espacio de fases, como un pastelero extiende la masa y la dobla, y la vuelve a extender y a doblar, produciendo una estructura que acabará en un conjunto de capas delgadas. Hénon dibujó en un papel un óvalo plano. Para estirarlo, escogió una breve función numérica, que movería cualquier punto del óvalo a otro nuevo, en una figura que se alargaría hacia arriba en el centro: un arco. Aquello era ejecutar un mapa o diagrama: punto a punto, el óvalo entero quedaba «proyectado» en el arco. Luego confeccionó un segundo mapa, de contracción, que reduciría el arco hacia dentro, estrechándolo. Y después, un tercer mapa volvió de lado el arco estrecho, para que se alinease bien con el óvalo original. Los tres podían combinarse con fines de cálculo en una sola función.

Obedecía en espíritu a la idea de la herradura de Smale. El proceso era numéricamente tan sencillo que podía llevarse a cabo con una máquina calculadora. Cualquier punto tenía una coordenada x y otra y que establecían sus posiciones horizontal y vertical. Para averiguar la nueva x, la regla estribaba en tomar la vieja y, sumar 1 y sustraer 1,4 veces la antigua x al cuadrado. Para hallar la vieja y, se multiplicaba 0,3 por la x antigua. Es decir, xnueva = y + 1 − 1,4x2, e ynueva = 0,3x. Henón tomó un punto más o menos al acaso, y, con la calculadora, estableció otros nuevos sucesivamente, hasta que hubo precisado millares de ellos. Hecho esto, recurrió a un ordenador de cuerpo entero, un IBM 7040, y en un santiamén estableció cinco millones. Quienquiera que disponga de uno individual y de un dispositivo de visualización gráfica, hará lo mismo con facilidad.

Al principio, los puntos parecen saltar a su antojo a lo largo y a lo ancho de la pantalla. El efecto es el de una sección de Poincaré de un atractor tridimensional, que se agite sin rumbo fijo. Pero en seguida comienza a emerger una figura, un perfil curvo como una banana. Los detalles aumentan cuanto más se prolonga el programa. Porciones del perfil ostentan cierto grosor aparente; a continuación, el grosor se precisa en dos líneas claras, y éstas en cuatro, un par muy junto y otro más separado. Ampliadas, cada una de las cuatro resulta componerse de dos más, y así sucesivamente, hasta el infinito. Como el atractor de Lorenz, el de Hénon muestra una interminable retrogradación, semejante a una inacabable serie de muñecas metidas una dentro de otra.

El detalle así graduado, líneas en el interior de líneas, se ve con forma final en una sucesión de imágenes que se amplían cada vez más. Pero el efecto fantástico del atractor extraño se aprecia de otra manera, cuando la figura surge, andando el tiempo, punto tras punto. Brota como un fantasma de la niebla. Los nuevos puntos se diseminan tan fortuitamente por la pantalla, que nadie pensaría que exista una estructura, y menos una tan intrincada y fina. Dos puntos consecutivos cualesquiera se hallan arbitrariamente separados, como los que estuvieron juntos al principio en una corriente turbulenta. Considerando el número que fuere de ellos, es imposible adivinar dónde aparecerá el siguiente, excepto, claro está, que se encontrará en un lugar del atractor.

Esta característica de los puntos y lo vago del diseño dificultan que se recuerde que la figura es un atractor. Es no sólo una determinada trayectoria de un sistema dinámico, sino también aquella a la que las restantes trayectorias convergen. Por tal razón, no importan las condiciones iniciales elegidas. Con tal de que el punto de partida esté cerca del atractor, unos pocos de los siguientes convergerán al atractor con gran velocidad.

James P. Crutchfield

EL ATRACTOR DE HÉNON. Una sencilla combinación de plegamiento y estiramiento produce un atractor fácil de computar, pero apenas comprendido por los matemáticos. Aparecen detalles cada vez más ricos, a medida que surgen primero millares y después millones de puntos. La ampliación evidencia que lo que parecen líneas sencillas son pares de ellas, y pares de pares. No obstante, es imposible predecir si dos puntos sucesivos estarán juntos o muy separados.