El físico tenía buenas razones para que le desagradase un modelo que ostentaba tan poca claridad natural. Los superordenadores más rápidos del mundo, que empleaban las ecuaciones no lineales del movimiento de los fluidos, eran impotentes cuando habían de rastrear durante escasos segundos un flujo alborotado, incluso de un centímetro cúbico. La culpa correspondía más a la naturaleza que a Landau, pero incluso así la imagen de éste iba a contrapelo. Sin conocimiento alguno, el físico tenía derecho a sospechar que algún principio se resistía a ser descubierto. Richard P. Feynman, el gran teórico cuántico, manifestó tal sensación: «Siempre me preocupa que, según las leyes tal como las entendemos hoy día, una máquina calculadora haya de efectuar un número infinito de operaciones lógicas, para resolver qué sucede en cualquier minúscula región del espacio, y en no importa cuál minúscula región del tiempo. ¿Cómo ocurre eso en ese diminuto espacio? ¿Por qué se requiere infinita cantidad de lógica para dilucidar lo que hará un fragmento exiguo de espacio-tiempo?».
Como tantos otros que se pusieron a estudiar el caos, Davis Ruelle conjeturó que las formas visibles de una corriente confusa —líneas entremezcladas de dirección, torbellinos espirales, giros retorcidos, que se asoman fugazmente y desaparecen— debían de reflejar pautas que justificaban leyes aún no descubiertas. Pensó que la disipación de la energía en tal caso tenía que llevar a una especie de contracción del espacio de fases, a un tirón hacia un atractor. Éste, desde luego, no sería un punto fijo, porque el flujo jamás se tranquilizaría. La energía tanto entraba en el sistema como salía de él. ¿Qué otro género de atractor podía ser? Conforme al dogma, no existía sino otro género, un atractor periódico, o ciclo límite: una órbita que atraía todas las cercanas. Si un péndulo recibe energía de un resorte y la pierde a consecuencia de la fricción —es decir, si es a la vez impulsado y retenido—, una órbita estable puede ser, en el espacio de fases, la curva cerrada que representa el movimiento oscilatorio regular de un reloj de pared. Dondequiera que se ponga en movimiento, el péndulo adoptará esa órbita. ¿De veras? En el caso de ciertas condiciones iniciales —las que poseen la energía más baja—, acaba por detenerse, de suerte que el sistema se compone de dos atractores, uno de ellos una curva cerrada y otro un punto fijo. Cada atractor tiene «cuenca» propia, lo mismo que dos ríos próximos poseen territorios propios de recogida de aguas.
A corto plazo, cualquier punto del espacio de fases puede salir fiador del comportamiento de un sistema dinámico. A plazo largo, los únicos comportamientos posibles son los atractores. Las otras clases de movimiento resultan transitorias. Los atractores tienen por definición la importante propiedad de ser estables: en un sistema real, en que las partes móviles están sujetas a los choques y resonancias del mundo real, el movimiento propende a regresar al atractor. Un choque llega a desviar la trayectoria por breve tiempo, pero los movimientos transitorios resultantes se extinguen. Aunque el gato le propine un zarpazo, el péndulo de un reloj de pared nunca marca un minuto de sesenta y dos segundos. La turbulencia en un fluido era comportamiento de orden distinto, pues jamás producía un ritmo determinado con exclusión de los demás. Una de sus características harto conocida era que se presentaba, al mismo tiempo, el amplio espectro total de los ciclos posibles. La turbulencia es como los ruidos parásitos que crepitan en el aparato de radio. ¿Podía aquello surgir de un sistema sencillo y determinista de ecuaciones?
Ruelle y Takens se preguntaron si alguna otra clase de atractor no tendría el conjunto de propiedades adecuadas. Estable, representativo del estado final de un sistema dinámico en un mundo alborotado. De pocas dimensiones, esto es, una órbita en un espacio de fases que fuese un rectángulo o una caja, con escasos grados de libertad. No periódico, sin jamás repetirse y sin jamás incurrir en el ritmo constante de un reloj de pared. Desde el punto de vista geométrico, el problema frisaba en rompecabezas: Qué órbita podía trazarse en un espacio limitado, de manera que nunca se repitiese y nunca se cruzase a sí misma, pues, en cuanto vuelve a un estado anterior, un sistema debe seguir idéntico camino en adelante. Para producir todos y cada uno de los ritmos, la órbita tendría que ser una línea infinitamente larga en un área finita. En resolución —la palabra no se había inventado todavía—, habría de ser fractal. El razonamiento matemático hizo que Ruelle y Takens afirmasen que aquello tenía que existir. Jamás lo habían visto, y no lo diseñaron. Pero la afirmación era bastante. Más tarde, al pronunciar una conferencia en el Congreso Internacional de Matemáticas de Varsovia, Ruelle declaró, con la cómoda suficiencia con que se juzga lo pasado:
—La reacción del estamento científico a nuestras proposiciones fue glacial. Sobre todo la noción de que el espectro continuo se asociaría con pocos grados de libertad, fue considerada herética por muchos físicos.
Pero éstos —un puñado, desde luego— reconocieron la trascendencia del artículo de 1971 y trabajaron en sus inferencias.