La noción de autosemejanza pulsa cuerdas antiguas en nuestra cultura. La honra un viejo acorde del pensamiento occidental. Leibniz imaginó que una gota de agua contenía un universo pululante, el cual encerraba otras gotas de agua y nuevos universos. «Ver el mundo en un grano de arena», escribió Blake, y los científicos se mostraban a menudo dispuestos a verlo. Cuando se descubrió la esperma, se pensó que sus componentes eran homúnculos, seres humanos diminutos y completamente formados.
No obstante, la autosemejanza se marchitó, y con buen motivo, como principio científico. No concertaba con los hechos. Los espermatozoides no son sólo hombres a escala reducida —guardan mucho más interés por otras razones—, y el proceso de desarrollo ontogenético resulta mucho más interesante que la mera ampliación. La primitiva idea de la autosemejanza como causa organizativa se debía a las limitaciones de la experiencia humana de la escala. ¿Podía concebirse lo muy grande y lo muy pequeño, lo muy veloz y lo muy lento, de otra suerte que como extensiones de lo conocido?
El mito tuvo larga agonía cuando la visión del hombre creció con los telescopios y microscopios. Los primeros hallazgos demostraron que cada cambio de escala aportaba fenómenos desconocidos e ignorados géneros de comportamiento. La situación no ha terminado para los modernos físicos subatómicos. Cada acelerador más avanzado, con su aumento de energía y velocidad, dilata el campo de la ciencia con la visión de partículas menores y escalas temporales más fugaces, y cada expansión proporciona más información.
A primera vista, la idea de consistencia a escalas desconocidas parece suministrar menos informes. Ello se debe, en parte, a que ha habido en la ciencia una tendencia paralela al reduccionismo. Los científicos descomponen las cosas y examinan sus componentes uno tras otro, por turno. Y si desean reconocer la interacción de las partículas subatómicas, reúnen dos o tres. Con ello hay suficiente complicación. Sin embargo, la fuerza de la autosemejanza empieza a niveles mucho más grandes de complejidad. Es cuestión de mirar el conjunto.
Aunque Mandelbrot efectuó el uso geométrico más comprensivo de ellas, la reaparición de las ideas escalares en la ciencia, en las décadas de 1960 y 1970, fue una corriente intelectual cuyos efectos se sintieron en muchos lugares simultáneamente. La autosemejanza se hallaba implícita en la obra de Edward Lorenz. Fue elemento integrante de su comprensión intuitiva de la estructura fina de los diagramas obtenidos con su sistema de ecuaciones, estructura que presentía, pero no veía en los ordenadores de 1963. La utilización de las escalas fue también ingrediente del movimiento que condujo en la física, más directamente que la obra de Mandelbrot, a la disciplina del caos. Hasta en campos más alejados, los científicos comenzaron a pensar conforme a teorías que empleaban jerarquías de escalas, como en la biología evolutiva, en la que se hizo evidente que una teoría totalizadora habría de reconocer pautas de comportamiento en los genes, organismos individuales, especies y familias de especies, todo a la vez.
Paradójicamente, la apreciación de los fenómenos escalares tal vez debía provenir del mismo crecimiento de la visión humana que había acabado con las primitivas e ingenuas ideas sobre la autosemejanza. Muy avanzado el siglo XX, de maneras hasta entonces inconcebibles, las imágenes de lo incomprensiblemente pequeño y de lo inimaginablemente grande llegaron a ser parte de la experiencia de todos los hombres. Se contemplaron fotografías de galaxias y de átomos. Nadie tenía que fantasear, como Leibniz, cuál sería el universo a escala telescópica o microscópica, porque los telescopios y microscopios habían convertido esas imágenes en patrimonio del conocimiento cotidiano. Dado el anhelo de la mente de encontrar analogías en éste, fueron inevitables nuevas clases de comparación entre lo grande y lo pequeño, algunas de las cuales resultaron fecundas.
Los científicos atraídos por la geometría fractal encontraron a menudo paralelos emocionales entre su nueva estética matemática y los cambios de las artes en la segunda mitad del siglo presente. Sintieron que cosechaban entusiasmo interior de la cultura ambiental. Para Mandelbrot, el epítome de la sensibilidad euclídea, abstracción hecha de las matemáticas, era la arquitectura de la Bauhaus. Podía serlo también el estilo pictórico ejemplificado por los cuadrados de color de Josef Albers: sobrio, ordenado, lineal, reduccionista y geométrico. Geométrico: la palabra denota lo que ha significado durante milenios. Los edificios descritos como geométricos se componen de figuras simples, rectas y círculos, que pueden describirse con pocos números. La moda de esta especie de arquitectura y pintura iba y venía. Los arquitectos no sentían ya afición a proyectar rascacielos cuadrangulares como el Seagram neoyorquino, antaño tan ensalzado y copiado. La causa de ello es clara para Mandelbrot y sus secuaces. No sintonizan con el modo como se organiza la naturaleza o con la manera en que ve el mundo el ser humano. Como dice Gert Eilenberger, físico alemán que optó por la ciencia no lineal después de especializarse en la superconductividad:
—¿Por qué se declara bello un árbol deshojado y enarcado por la tempestad contra el cielo invernal, y no la silueta correspondiente de un edificio universitario polivalente, a pesar de los esfuerzos ímprobos del arquitecto? Creo que la respuesta, algo especulativa, es que depende de las recientes concepciones de los sistemas dinámicos. Nuestra percepción de la belleza se inspira en la armoniosa disposición del orden y del desorden, tal como aparece en los objetos naturales: nubes, árboles, serranías o cristales de nieve. Las formas de todos ellos son procesos dinámicos vaciados en figuras físicas. Las tipifican combinaciones especiales de orden y desorden.
Una figura geométrica posee una escala, un tamaño característico. Según Mandelbrot, el arte satisfactorio carece de escala porque contiene elementos importantes de todos los tamaños. Al edificio Seagram opone la arquitectura del de las Beaux-Arts, sembrado de esculturas y gárgolas, piedras angulares y jambas pétreas, cartelas decoradas con espirales y volutas, y cornisas coronadas de canalones y tapizadas de dentellones. Un parangón, como la Ópera de París, no tiene escala porque posee todas las escalas. Quien contempla el edificio desde cierta distancia siente atraída su mirada por este o aquel detalle. La composición cambia a medida que uno se aproxima a él y entran en juego elementos de la estructura no apreciados hasta entonces.
Estimar la estructura armoniosa de cualquier obra arquitectónica es una cosa; y otra, muy diferente, admirar la selvatiquez de la naturaleza. La matemática reciente de la geometría fractal, en términos de valores estéticos, puso el tono de la ciencia de acuerdo con la inclinación, típicamente moderna, a lo natural indomeñado, libre de trabas e incivilizado. Hubo una edad en que las selvas tropicales, desiertos, regiones de matorrales y parameras representaron lo que la sociedad se esforzaba en someter. La gente contempló jardines cuando buscó el placer estético en la vegetación. Como John Fowles escribió en la Inglaterra del siglo XVIII: «Aquel período no simpatizó con la naturaleza indómita o primordial. Era barbarie agresiva, recordatorio feo y omniabarcante de la Caída, del eterno destierro del hombre del jardín del Edén… Aun sus ciencias naturales… se mostraron sustancialmente hostiles a la naturaleza libre, y la miraron sólo como algo que debía ser sometido, clasificado, utilizado y explotado». En los años postreros del siglo XX, la cultura había cambiado y la ciencia se transformaba con ella.
Por lo tanto, el saber científico acabó por usar los primos oscuros y caprichosos del conjunto de Cantor y la curva de Koch. Al pronto, aquellas figuras pudieron haber servido como pruebas en el divorcio de las matemáticas y las ciencias físicas en los primeros años del siglo, el fin de un matrimonio que había sido el tema científico dominante desde Newton. Su originalidad había deleitado a matemáticos como Cantor y Koch. Creyeron ser más listos que la naturaleza, cuando, en realidad, no se habían puesto siquiera a la altura de sus creaciones. Asimismo, la prestigiosa corriente principal de la física se apartó del mundo de la experiencia diaria. Únicamente después, luego que Steve Smale devolvió los matemáticos a los sistemas dinámicos, pudo escribir un físico: «Tenemos que agradecer a los astrónomos y los cultivadores de las ciencias exactas que nos restituyeran, a los físicos, el campo de estudios en un estado más decoroso que aquel en que lo dejamos hace setenta años».
Mas, a pesar de Smale y a pesar de Mandelbrot, serían precisamente los físicos quienes transformarían el caos en ciencia. Mandelbrot proporcionó el léxico indispensable y un catálogo de sorprendentes imágenes naturales. Como él mismo reconoció, su programa describía mejor que explicaba. Hizo una lista de elementos de la naturaleza con sus dimensiones fractales —litorales, tramas de ríos, cortezas de árboles y galaxias—, y los científicos pudieron usar aquellos números para hacer predicciones. Pero los físicos anhelaron saber más. Quisieron conocer el porqué. Había formas en el mundo natural —formas no visibles, sino incrustadas en el tejido del movimiento— que esperaban ser reveladas.