—Me puse a buscar esos fenómenos en los cubos de basura de la ciencia, porque sospeché que lo que yo observaba no era excepcional, sino, quizá, algo muy común. Asistí a conferencias y leí revistas poco distinguidas, casi siempre con fruto escaso o nulo; pero, de tarde en tarde, acertaba con cosas interesantes. En cierta manera, mi método era de naturalista, no de teórico. No obstante, gané en el juego.
Tras haber consolidado en un libro la colección de ideas de toda una vida sobre la naturaleza y la historia matemática, Mandelbrot fue premiado con una medida inhabitual de éxito académico. Se convirtió en elemento indispensable del circuito de conferencias científicas, con su imprescindible equipo de diapositivas en color y sus mechones canosos. Obtuvo premios y galardones profesionales, y su nombre llegó a ser tan bien conocido de la gente corriente como el de cualquier otro matemático de talla. Se debió en parte al atractivo estético de sus fotografías e imágenes fractales; y, en parte, a que muchos millares de aficionados, dueños de microordenadores, podían explorar personalmente el mundo de Mandelbrot. También obedeció a que supo hacerse valer. Su nombre apareció en la corta lista que propuso I. Bernard Cohen, historiador de la ciencia en Harvard. Cohen había escudriñado durante años los anales científicos, en busca de especialistas que hubiesen declarado que su obra era una «revolución». Sólo halló dieciséis. Robert Symmer, escocés coetáneo de Benjamin Franklin, cuyas ideas sobre la electricidad fueron radicales, pero erróneas. Jean-Paul Marat, conocido hoy día exclusivamente por su sangrienta contribución a la Revolución francesa. Von Liebig. Hamilton. Charles Darwin, naturalmente. Virchow. Cantor. Einstein. Minkowski. Von Laue. Alfred Wegener (deriva de los continentes). Compton. Just. James Watson (estructura del ADN). Y Benoît Mandelbrot.
No obstante, éste seguía siendo para los matemáticos un intruso, que contendía tan encarnizadamente como siempre con la política de la ciencia. Hallándose en el cenit de la fama, algunos colegas le denigraron, pues creían que adolecía de una ilógica obsesión por ocupar un puesto en las páginas históricas. Le acusaron de haberlos atropellado para que reconocieran su mérito. Es indiscutible que en sus años de hereje profesional, había mendigado la aprobación de sus tácticas y de su tino científico. Hubo ocasiones en que, a la vista de artículos que utilizaban ideas de la geometría fractal, telefoneaba o escribía a los autores, quejándose de que no hicieran mención de él ni de su libro.
Sus admiradores perdonaban con facilidad la hinchazón de su ego, porque recordaban los obstáculos que había vencido para que su obra fuese reconocida.
—Ciertamente, es algo megalomaníaco, con un yo como una casa; pero lo que hace es hermoso y casi todo el mundo le excusa lo demás —dijo uno.
—Tuvo que vencer tantas dificultades con sus colegas matemáticos —explicó otro—, que, aunque fuese sólo para sobrevivir, hubo de recurrir a la estrategia de realzar su ego. Si no lo hubiera hecho, si no hubiera estado tan convencido de la certeza de sus visiones, jamás hubiera triunfado.
La actividad de dar y quitar mérito llega a transformarse en obsesión en la ciencia. Mandelbrot no se mostró parco en ella. Su libro resuena con la utilización del pronombre personal «yo»: Yo aseguro… Yo concebí y desarrollé… y llevé a cabo… Yo he confirmado… Yo pruebo… Yo he acuñado… En mis viajes por territorios ignorados o apenas colonizados, me sentí a menudo impulsado a ejercer el derecho de dar nombre a los accidentes del terreno. Este estilo disgustó a muchos científicos. No los aplacó el hecho de que Mandelbrot no escatimara las referencias a sus predecesores, algunos totalmente oscuros. (Y, además, notaron sus detractores, convenientemente difuntos). Pensaron que era su modo de intentar situarse de lleno en el centro, apareciendo como sumo pontífice que bendice en todas las direcciones. Y replicaron. No podían evitar la palabra fractal, pero si ansiaban eludir el apellido de Mandelbrot, les quedaba el recurso de referirse a lo fraccional como la dimensión de Hausdorff-Besicovitch. Les ofendía también —en especial a los matemáticos— cómo entraba y salía de distintas disciplinas expresando aseveraciones y conjeturas, y descargando en otros el peso de demostrarlas.
No andaban descaminados. Si un científico anuncia la verdad probable de algo, y otro la prueba con rigor, ¿cuál de los dos ha hecho más por el progreso científico? ¿Conjeturar es lo mismo que descubrir? ¿O es sólo una manera calculada de acotar un campo? Los matemáticos se han hallado siempre en tal situación, y el debate se encendió más aún cuando los ordenadores comenzaron a cumplir su nueva función. Quienes los usaban para ejecutar experimentos se convirtieron en científicos de laboratorio, pues emplearon reglas que permitían descubrir sin el habitual teorema probatorio, el teorema típico y bendecido de los artículos corrientes sobre matemáticas.
El libro de Mandelbrot abarcó muchas cosas y estuvo henchido de minucias de la historia de las ciencias exactas. Donde había caos, Mandelbrot tenía alguna justificación para pretender que era el primero en haberlo conocido. Nada importaba que muchísimos lectores pensaran que sus referencias pecaban de oscuras y hasta de inanes. Habían de reconocer su extraordinaria intuición de los progresos en campos que jamás había estudiado, desde la sismología a la fisiología. Era, ora prodigioso, ora irritante.
—Mandelbrot no tuvo los pensamientos de todos antes que ellos —exclamó con exasperación uno de sus admiradores.
Apenas importa. El rostro del genio no ha de tener siempre la expresión de santo de un Einstein. Con todo, Mandelbrot opina que hizo juegos de manos con su trabajo, durante decenios, para expresar sus ideas sin ofender a nadie. Tuvo que enmendar los prefacios, casi visionarios, de sus artículos para conseguir que los publicaran. Al escribir la primera versión de su libro, publicado en francés en 1975, se creyó forzado a simular que no contenía cosas muy sensacionales. Por eso redactó su última versión explícitamente como «manifiesto y registro de casos». Se amoldaba a la política de la ciencia.
—La política afectaba al estilo en un sentido del que luego llegué a arrepentirme. Decía yo: «Es natural… Es una observación interesante que…». Ahora bien, no era en absoluto natural, y la observación interesante equivalía, de hecho, al resultado de larguísimas investigaciones, así como a la búsqueda de pruebas y de autocrítica. Esta actitud filosófica y distante me pareció necesaria para que lo aceptasen. Según la política, se apagaría el interés del lector si yo decía que proponía un desvío radical. Más tarde, me arrepentí de algunas de aquellas declaraciones, porque la gente decía: «Es natural observar…». Yo no esperaba eso.
Volviendo la vista atrás, Mandelbrot advirtió que los especialistas en diferentes disciplinas reaccionaban a su planteamiento de las cosas de modos penosamente vaticinables. El primero fue siempre el mismo: ¿Quién es usted y por qué le atrae nuestra ciencia? Segundo: ¿Cómo se relaciona con lo que hemos estado haciendo y por qué no lo explica a partir de la base de lo que conocemos? Tercero: ¿Está usted seguro de que son matemáticas normales? (Sí, lo estoy). Entonces, ¿por qué no las conocemos? (Porque, a pesar de ser normales, resultan muy oscuras).
Las matemáticas se diferencian en esto de la física y otras ciencias aplicadas. Una rama de la física, en cuanto se vuelve anticuada o improductiva, propende a ser en adelante parte del pasado, una curiosidad histórica, o una fuente de inspiración para el científico moderno, pero está por lo general muerta y con buenas razones. Las matemáticas, en cambio, abundan en canales y caminos desviados, que, en una época, parecen no acabar en parte alguna, y, en otra, se transforman en terreno fértil en estudios importantes. Nunca se predice bien la aplicación potencial de un fragmento de pensamiento puro. He ahí por qué los matemáticos valoran los trabajos estéticamente, y buscan la elegancia y la belleza como los artistas. Y también, por esta razón, Mandelbrot encontró, como un arqueólogo, tantas teorías valiosas esperando que las desempolvasen.
Por consiguiente, el cuarto modo era éste: ¿Qué piensa de su trabajo la gente dedicada a estas ramas de las ciencias exactas? (Se despreocupan de él, porque no amplían las matemáticas. En realidad, se sorprenden de que sus ideas representen la naturaleza).
En fin, el vocablo fractal denotó un procedimiento de descripción, cálculo y pensamiento sobre las figuras irregulares y fragmentadas, dentadas y descoyuntadas, figuras que iban desde las líneas cristalinas de los copos de nieve al polvo discontinuo de las galaxias. Una curva fractal implica una estructura organizadora oculta en la detestable complicación de esas formas. Los estudiantes de segunda enseñanza podían comprender los fractales y jugar con ellos; eran tan primarios como los elementos de Euclides. Sencillos programas, que diseñaban imágenes fractales, circularon entre los aficionados propietarios de ordenadores.
La acogida más entusiástica fue la que dispensaron a Mandelbrot los profesionales de las ciencias aplicadas, que trabajaban en el petróleo, petrología y metales, sobre todo en entidades de investigación industrial. Así, verbigracia, amplios grupos de científicos de los grandes centros investigadores de la Exxon, a mediados del decenio de 1980, se atarearon en problemas fractales. Éstos, en la General Electric, se convirtieron en principio organizador del estudio de los polímeros y también —aunque en este caso a la chita callando— en cuestiones de seguridad de los reactores nucleares. Los fractales tuvieron en Hollywood su aplicación más singular con la creación de paisajes de enorme realismo, tanto terrestres como extraterrestres en los efectos especiales de las películas.
Las pautas que gente como Robert May y James Yorke habían descubierto a principios de la década anterior, con límites intrincados entre el comportamiento ordenado y el caótico, poseían regularidades insospechadas, sólo descriptibles si se atendía a la relación de las escalas amplias con las pequeñas. Se comprobó que eran fractales las estructuras que proporcionaron la clave de la dinámica no lineal. Y, en el terreno inmediato más práctico, la geometría fractal proporcionó instrumentos a físicos, químicos, sismólogos, metalúrgicos, teóricos de la probabilidad y fisiólogos. Estos investigadores estaban convencidos, y trataron de convencer a otros, de que la nueva geometría de Mandelbrot era la propia de la naturaleza.
Causaron impresión irrefutable en las matemáticas y la física ortodoxas, pero Mandelbrot nunca conquistó el respeto total de sus especialistas. Sin embargo, hubieron de reconocerle. Un matemático contó a sus amigos que se había despertado una noche estremecido por una pesadilla. En ella, estaba muerto y oía de pronto la voz inconfundible de Dios, que le decía:
—¿Sabes? Ese Mandelbrot tenía ciertamente algo.