Mandelbrot, fervoroso creyente en la necesidad de inventar una mitología propia, añadió esta declaración a su entrada en Who’s Who: «La ciencia se irá al traste si (como los deportes) coloca el afán competitivo por encima de todo, y si precisa del reglamento de la competición acogiéndose a especialidades estrictamente definidas. Los poquísimos eruditos que son nómadas por elección individual resultan esenciales para el bienestar intelectual de las disciplinas establecidas». Este nómada por voluntad propia, que se llamaba pionero por necesidad, se apartó de la academia cuando se fue de Francia y aceptó la hospitalidad del Thomas J. Watson Research Center (Centro de Investigaciones Thomas J. Watson), de la IBM. Durante un viaje de treinta años de la oscuridad a la eminencia, jamás vio su obra aceptada por las muchas disciplinas a las que la destinó. Incluso los matemáticos decían, sin malicia aparente, que, fuese lo que fuere, Mandelbrot no pertenecía a su número.
Encontró su camino despacio, siempre con la complicidad de un extravagante conocimiento de las sendas desviadas de la historia científica. Se aventuró en la lingüística matemática, explicando una ley de la distribución de las palabras. (Disculpándose del simbolismo, insistió en que el problema le había llamado la atención en la reseña de un libro, rescatado de la papelera de un matemático puro para tener algo que leer en el metro parisiense). Investigó la teoría del juego. Entró y salió de la economía. Escribió sobre la escala de las regularidades en la distribución de las ciudades grandes y pequeñas. El armazón general que trababa su obra siguió disimulado en el fondo, incompletamente formado.
En el tiempo inicial de su estancia en la IBM, poco después de su estudio del precio de las mercancías, encontró un problema práctico que preocupaba mucho a la entidad. Tenía perplejos a los ingenieros el ruido que había en las líneas telefónicas que transmitían información de un ordenador a otro. La corriente eléctrica lleva la información en grupos aislados, y los ingenieros sabían que bastaba intensificar la corriente para que apagase el ruido con mayor eficacia. Pero descubrieron que nunca llegaba a eliminarse cierto ruidillo espontáneo. De tarde en tarde, anulaba un fragmento de señal y producía un error.
Si bien por su índole el ruido de transmisión era caprichoso, se sabía que llegaba en cúmulos. A períodos de comunicación intachable sucedían otros erróneos. Mandelbrot pronto se enteró, en sus charlas con los ingenieros, de que había una idea folklórica sobre el fenómeno, la cual no se había legitimado, porque discrepaba de todos los criterios usuales: cuanto más estrechamente se examinaban los cúmulos, tanto más complicadas parecían las pautas de los errores. Mandelbrot suministró un método para describir la distribución de lo erróneo que predecía certeramente las pautas observadas. No obstante, era sobremanera peculiar. Entre otras cosas, imposibilitaba calcular una proporción media de equivocaciones, un número de promedio por hora, minuto o segundo. Por término medio, en el esquema de Mandelbrot, los errores se acercaban a la difusión infinita.
Su descripción se efectuó estableciendo separaciones cada vez más repetidas entre los períodos de transmisión limpia y los que no lo eran. Supóngase que se divide un día en horas. Pueden transcurrir sesenta minutos exentos de errores. Después una hora puede contenerlos. Luego llega otra sin ellos.
Pero, si se distribuía la hora con equivocaciones en segmentos de veinte minutos, se advertía que algunos no contenían errores, y otros una suma de ellos. De hecho, explicó Mandelbrot —en contra de la intuición—, nunca se encontraría un momento en que las equivocaciones se distribuyeran de forma continua. En una manifestación súbita de errores, por breve que fuese, habría indefectiblemente períodos de transmisión limpia. Además, descubrió una consistente relación geométrica entre los estallidos de errores y los espacios correctos. En escalas de una hora o de un segundo, la proporción entre ambos permanecía constante. (En una ocasión, con espanto de Mandelbrot, un paquete de datos semejó contradecir su esquema; pero resultó que los ingenieros no habían registrado los casos extremos en la persuasión de que no tenían importancia).
Los ingenieros no estaban preparados para entender la descripción de Mandelbrot, pero los matemáticos sí. En efecto, Mandelbrot copiaba una construcción abstracta denominada conjunto de Cantor, de Georg Cantor, matemático del siglo XIX. Se obtiene representando con un segmento de recta el intervalo de los números de cero a uno. Se divide en tres partes, de las cuales se elimina la central. De esta manera, restan dos segmentos, cuyo tercio medio se anula (de un noveno a dos novenos, y de siete novenos a nueve novenos). Persisten cuatro segmentos, de los cuales se elimina la tercera parte media, y así hasta el infinito. ¿Qué resta? Un extraño «polvo» de puntos, dispuestos en grupos, en cantidad infinita, e infinitamente dispersos. Mandelbrot concebía la transmisión de errores como un conjunto de Cantor temporalmente concebido.
Esta descripción tan abstracta tenía valor práctico para los científicos deseosos de optar entre maneras distintas de controlar el error. De modo particular, significaba que, en lugar de acrecentar la fuerza de la señal con el propósito de amortiguar progresivamente el ruido, los ingenieros debían escoger una señal modesta, aceptar lo inevitable de las equivocaciones y emplear una estrategia de redundancia para apresarlas y corregirlas. Mandelbrot cambió, asimismo, la forma como los ingenieros de la IBM pensaban en la causa del ruido. Los estallidos de error les habían inducido siempre a buscar a alguien culpable de meter un destornillador donde no debía. Mas las pautas de escala de Mandelbrot apuntaban a que jamás se explicaría el ruido achacándolo a hechos locales específicos.
Tras lo anterior, Mandelbrot se concentró en datos referentes a los ríos. Los egipcios han conservado durante milenios registros de la altura del nivel del Nilo. Y no por afición gratuita. El Nilo suele experimentar grandes variaciones de caudal: unos años se desborda inconteniblemente, y otros su corriente se apoca. Mandelbrot clasificó esta variación según dos clases de efectos, comunes también en economía, a los que dio el nombre de efectos de Noé y de José.
Benoît Mandelbrot
EL POLVO DE CANTOR. Empiécese con una recta; retírese su tercio central; después quítese el tercio medio de los segmentos restantes, etc. El conjunto de Cantor es el polvo de puntos que subsiste. Son infinitos, pero su longitud total es 0.
Las cualidades paradójicas de construcciones como éstas desconcertaron a los matemáticos del siglo XIX; pero Mandelbrot vio en el conjunto de Cantor un modelo de la aparición de errores en una línea electrónica de transmisión. Los ingenieros observaban períodos de transmisión libre de fallos, mezclados con otros en que los fallos sobrevenían en tropel. Estudiadas con atención, aquellas rachas contenían también períodos exentos de errores, y así sucesivamente. Era una muestra de tiempo fractal. En cada escala temporal, desde horas a segundos, Mandelbrot descubrió que permanecía constante la relación de los errores con la transmisión pura. Esos polvos, afirmó, son indispensables para establecer modelos de intermitencia.
El primero significa discontinuidad: cuando se modifica, una cantidad puede hacerlo con rapidez casi arbitraria. Los economistas imaginan tradicionalmente que los precios cambian sin saltos, despacio o de prisa, lo que depende de las circunstancias, pero con suavidad, en el sentido de que van de un punto a otro recorriendo todos los intermedios. La imagen del movimiento, como buena porción de las matemáticas aplicadas a la economía, se tomó de la física. Pero no era exacta. Los precios llegan a alterarse en brincos instantáneos, con tanta velocidad como la noticia recorre el cable de un teletipo y un millar de agentes de bolsa muda de opinión. Una estrategia bursátil estaba condenada al fracaso, afirmó Mandelbrot, si se basaba en la creencia de que unos valores habrían de venderse a 50 dólares en un punto de su baja de 60 a 10 dólares.
El efecto de José significa persistencia. He aquí que vienen siete años en que habrá abundancia en toda la tierra de Egipto. Luego les sucederán siete años de hambre. Si la leyenda bíblica pretendía indicar periodicidad, lo hacía con excesiva simplificación. Pero las inundaciones y las sequías persisten. A pesar de la intervención siempre posible del azar, cualquier lugar que haya sufrido sequía se halla expuesto a sufrirla de nuevo. Además, el análisis matemático del nivel del Nilo mostró que la persistencia tenía vigor tanto durante siglos como durante décadas. Los efectos de Noé y de José van en direcciones opuestas, pero equivalen a decir: las tendencias son reales en la naturaleza, pero pueden desvanecerse tan prontamente como aparecieron.
Discontinuidad, ruidos súbitos, polvos de Cantor… Fenómenos como ellos no habían tenido acogida en la geometría de los dos milenios anteriores. Las figuras de la clásica son líneas y planos, círculos y esferas, triángulos y conos. Representan una abstracción poderosa de la realidad, e inspiran una atractiva filosofía de armonía platónica. Euclides hizo de ellas una geometría que duró dos mil años, la única que estudia todavía la inmensa mayoría de los seres humanos. Los artistas encontraron en ellas una belleza ideal; los astrónomos tolemaicos construyeron una teoría del universo con ellas. Mas, para entender la complejidad, su abstracción resulta inconveniente.
Mandelbrot suele decir que las nubes no son esferas. Ni los montes conos. Ni el rayo fulmina en línea recta. La nueva geometría refleja un universo áspero, no liso, escabroso, no suave. Es la geometría de lo picado, ahondado y quebrado, de lo retorcido, enmarañado y entrelazado. La comprensión de la complejidad de la naturaleza convenía a la sospecha de que no era fortuita ni accidental. Exigía fe en que el interesante fenómeno de la trayectoria del rayo, por ejemplo, no dependía de su dirección, sino de la distribución de sus zigzags. La obra de Mandelbrot era una reivindicación del mundo, la exigencia de que formas tan raras gozaban de significado. Los hoyos y marañas eran algo más que distorsiones que afeaban las figuras de la geometría euclidiana. Con frecuencia servían de clave de la esencia de una cosa.
Por ejemplo, ¿cuál era la esencia de la línea de una costa? Mandelbrot hizo esta pregunta en un artículo que se convirtió en punto decisivo de su pensamiento: «How Long Is the Coast of Britain?» (¿Qué longitud tiene la costa de Gran Bretaña?).
Había encontrado la cuestión del litoral en un oscuro artículo póstumo de un científico inglés, Lewis F. Richardson, que anduvo a tientas en una cantidad sorprendente de temas que luego serían parte del caos. Escribió sobre la predicción numérica del tiempo atmosférico en el decenio de 1920, estudió la turbulencia de los fluidos vaciando un saco de chirivías blancas en el canal de Cape Cod y quiso saber en un artículo de 1926 «Does the Wind Possess a Velocity?» (¿Posee velocidad el viento?) («La pregunta, estúpida de buenas a primeras, mejora con el estudio», escribió). Intrigado por las líneas costeras y el trazado retorcido de las fronteras nacionales, Richardson compulsó enciclopedias sobre España y Portugal, Bélgica y Holanda, y encontró un veinte por ciento de discrepancias en la longitud calculada de sus límites comunes.
El análisis de este asunto que realizó Mandelbrot chocó a los demás como algo dolorosamente evidente o absurdamente falso. Comprobó que casi todas las personas respondían de una de dos formas: «Lo ignoro; no es mi especialidad» o «No lo sé, pero consultaré una enciclopedia».
Pues bien, afirmó, cualquier litoral es —en cierto sentido— de longitud infinita. En otro sentido, la contestación depende de la largura de la regla. Considérese un método plausible de medición. Un agrimensor abre un compás de cuadrante y lo fija en la amplitud de un metro. Recorre con él la línea costera. La cantidad resultante de metros es sólo una aproximación de la longitud auténtica, porque el agrimensor prescinde de las concavidades y retorcimientos menores de un metro; no obstante, anota los números conseguidos. A continuación, fija el compás en una amplitud inferior —por ejemplo, un palmo— y repite el procedimiento. Obtiene así una largura algo mayor, porque el compás habrá seguido mejor los detalles y recorrido en algo más de tres veces la misma distancia salvada antes con la proporción de un metro. Anota el resultado. Después gradúa el compás en diez centímetros, y empieza nuevamente. Este experimento mental con un compás de cuadrante imaginario es una forma de expresar el efecto de observar un objeto desde distancias distintas y a escalas diferentes. Quien calcule la longitud del litoral británico desde un satélite artificial obtendrá un resultado inferior que quien recorra sus abras y playas, el cual será menor que el del caracol que se deslice por cada guijarro.
Richard F. Voss
UNA COSTA FRACTAL. Un litoral generado con un ordenador. Los detalles son fortuitos; como, sin embargo, la dimensión fractal resulta constante, el grado de escabrosidad o irregularidad tiene el mismo aspecto por mucho que se amplíe la imagen.
Reza el sentido común que, si bien todas estas apreciaciones seguirán siendo cada vez mayores, habrá para todas algún valor particular, el de la verdadera extensión de la costa. O sea, las medidas debieran converger. Y, desde luego, suponiendo que la línea costera fuese una figura euclídea, tal como un círculo, convergería este método de sumar distancias en línea recta de brevedad creciente. Pero Mandelbrot descubrió que, al paso que la escala de medición se hace más pequeña, la longitud medida de un litoral aumenta sin límite: las bahías y penínsulas revelan subbahías y subpenínsulas más minúsculas, al menos hasta la escala atómica, en la que el proceso se acaba por fin. Quizá.