Para calar en el sistema, el más sencillo de todos, los científicos habían menester ordenadores más eficaces y potentes. Frank Hoppensteadt, del Courant Institute of Mathematical Sciences (Instituto Courant de Ciencias Matemáticas), de la Universidad de Nueva York, disponía de uno que lo era tanto, que decidió grabar una película.
Hoppensteadt, matemático que luego sintió encendido interés en los problemas biológicos, estudió la ecuación no lineal logística en su Control Data 6600, alimentándola centenares de millones de veces. Tomó fotogramas de la pantalla del ordenador a cada millar de valores distintos del parámetro, a cada mil sintonizaciones diferentes. Comparecieron las bifurcaciones, después el caos y… luego, dentro del caos, las puntitas de orden, efímeras a consecuencia de su inestabilidad. Fugaces granillos de conducta periódica. Al contemplar la película que había hecho, Hoppensteadt creyó volar por encima de un paisaje desconocido. Por un instante, no parecía caótico; al siguiente, se henchía de tumulto impredecible. Jamás se libró del todo del pasmo de aquel momento.
May vio la película. Se puso a cosechar muestras análogas de otros campos, como el genético, el económico y el de la dinámica de fluidos. Tenía dos ventajas, como pregonero del caos, sobre los matemáticos puros. Una era que las ecuaciones sencillas no representaban, a su juicio, la realidad perfectamente. Sabía que se trataba sólo de metáforas, y, por ello, comenzó a preguntarse con cuánta amplitud podían aplicarse las metáforas. La otra ventaja consistía en que las revelaciones del caos afectaban de modo directo a una vehemente controversia que reinaba en su especialidad.
Robert May
El perfil del diagrama de bifurcación tal como May lo vio en el primer momento, antes de que ordenadores más potentes revelasen su rica estructura.
La biología de la población era imán de discusiones desde hacía mucho tiempo. Había tensiones en los departamentos de biología, por ejemplo, entre los biólogos moleculares y los ecologistas. Aquéllos creían cultivar la ciencia verdadera resolviendo problemas bien definidos y abstrusos, en tanto que la labor de los ecologistas pecaba de vaga. Éstos pensaban que las obras maestras técnicas de la biología molecular sólo eran desarrollos primorosos de problemas bien definidos.
Al principio de los años setenta, dentro de la ecología conforme May la concebía, una polémica esencial versaba sobre la índole del cambio de la población. Los ecologistas discrepaban de forma que casi correspondía a la personalidad de cada cual. Unos veían el mensaje del mundo como algo ordenado: las poblaciones son regulares y constantes… con excepciones. Otros interpretaban lo contrario: las poblaciones fluctúan de forma inconstante… con excepciones. Puestos a no coincidir, los bandos discrepaban también sobre la aplicación de las matemáticas elevadas a confusas cuestiones biológicas. Quienes estaban convencidos de que las poblaciones eran uniformes, argüían que algunos mecanismos deterministas tenían que regularlas. Y quienes decían que eran irregulares, defendían que las trastornaban factores ambientales impredecibles, lo cual anulaba cualquier sombra de determinismo que pudiera existir. O las matemáticas deterministas producían comportamiento constante, o el fortuito barullo externo acarreaba comportamiento azaroso. No cabía otra posibilidad.
El caos aportó un mensaje sorprendente al debate: sencillos modelos deterministas eran capaces de acarrear lo que parecía comportamiento pletórico de azar. Éste tenía estructura exquisita; pero una parte de él casi no se distinguía del error, al menos en apariencia. El hallazgo dio en lo vivo de la controversia.
Prosiguiendo en su búsqueda en el campo de los sistemas biológicos, con la intención de encontrar modelos caóticos simples, May continuó obteniendo resultados que chocaban con la opinión corriente entre los profesionales. Por ejemplo, se sabía de sobras en epidemiología que las enfermedades generales transitorias se inclinan a presentarse en ciclos regulares o irregulares. El sarampión, la poliomielitis, la rubéola, etc., se extienden y reducen de forma cíclica. May comprendió que tales oscilaciones podían representarse con un modelo no lineal, y rumió qué sucedería si un sistema como aquél sufría un impulso inesperado, una perturbación como una campaña de vacunación. Lo más elemental es pensar que el sistema se encaminará sin sobresaltos en la dirección ansiada. Pero, en realidad, May halló que era probable que se originasen grandes oscilaciones. Incluso cuando la tendencia a largo plazo descendía sin titubeos, la senda hacia un equilibrio nuevo se interrumpía con cúspides llamativas. De hecho, en los datos de programas prácticos, tales como una campaña para eliminar la rubéola del Reino Unido, los médicos habían percibido oscilaciones como las que había vaticinado el modelo de May. Y cualquier funcionario de la sanidad pública, ante una crisis aguda a corto plazo de rubéola, creería que el programa había fracasado.
El estudio del caos imprimió en pocos años un fuerte impulso a la biología teórica, y unió a biólogos y físicos en doctas asociaciones, inconcebibles en el período inmediato anterior. Los ecologistas y epidemiólogos exhumaron datos que los científicos precedentes habían descartado por ser demasiado engorrosos. Se descubrió caos determinista en los registros de epidemias de sarampión en Nueva York, así como en dos siglos de fluctuaciones que habían señalado los tramperos de la Compañía de la Bahía de Hudson. Los biólogos moleculares empezaron a concebir las proteínas como sistemas en movimiento. Los fisiólogos contemplaron los órganos no como estructuras estáticas, sino como complejos de oscilaciones, ya regulares, ya irregulares.
May estaba al corriente de que los especialistas siempre habían notado el complicado comportamiento de los sistemas, y que habían discutido sobre él. Cada ciencia pensó que su género privativo de caos era especial en sí mismo. Aquello desesperó a todos. ¿Y si el azar aparente brotaba de modelos simples? ¿Y si los mismos modelos simples se aplicaran a la complejidad en diferentes campos? May advirtió con claridad que las asombrosas estructuras, que apenas habían empezado a explorar, no estaban vinculadas de modo intrínseco, exclusivo, con la biología. Se preguntó cuántos cultivadores de otros saberes se sentirían tan desconcertados como él. Puso manos a la obra en lo que imaginó como su artículo «mesiánico», la reseña que Nature publicó en 1976.
El mundo mejoraría, aseguró May, si se daba a todos los estudiantes una calculadora de bolsillo y se les animaba a entretenerse con la ecuación de diferencia logística. Ese cálculo fácil, que detalló cuidadosamente en su artículo de Nature, enmendaría la deformada visión de las posibilidades del mundo que se deriva de la educación científica corriente. Corregiría el modo como la gente concebía todo, desde la teoría cíclica de los negocios hasta la propagación de bulos.
Defendió que debía enseñarse el caos. Había llegado el momento de reconocer que la formación ordinaria de un científico daba una impresión equivocada. Por mucho que se esmerasen las matemáticas lineales, con transformadas de Fourier, funciones ortogonales y regresiones técnicas, le desviaban inevitablemente de su mundo, de abrumadora no linealidad.
«La intuición matemática, que tanto se cultiva, equipa mal al estudiante para enfrentarse con el extravagante comportamiento del más sencillo de los sistemas no lineales discontinuos», escribió May. «No sólo en la investigación, sino también en el orbe cotidiano de la política y la economía, saldríamos ganando si más personas comprendieran que los sistemas no lineales simples no poseen obligatoriamente propiedades dinámicas sencillas».