Se diría posteriormente que James Yorke había descubierto a Lorenz y había bautizado la ciencia del caos. La segunda parte del rumor era verdadera.
Yorke era un matemático al que gustaba de imaginarse como filósofo, aunque fuese peligroso admitirlo profesionalmente. Brillante y de voz suave, se presentaba como admirador algo desaliñado del algo desaliñado Steve Smale. Como a todo el mundo, le costaba comprender a éste, pero, a diferencia de los demás, sabía por qué. A los veintidós años de edad, Yorke ingresó en una institución interdisciplinaria de la Universidad de Maryland, el Institute for Physical Science and Technology (Instituto de Ciencia Física y Tecnológica), que dirigiría más tarde. Pertenecía a los matemáticos que se sentían impelidos a dar fin práctico a sus ideas sobre la realidad. Su informe sobre cómo se propagaba la gonorrea hizo que el gobierno federal alterase su programa nacional para atajar la enfermedad. Prestó testimonio oficial ante el Estado de Maryland, durante la crisis petrolera de los años setenta, afirmando correctamente (pero sin fuerza persuasiva) que el método de limitar con cupos la venta de gasolina sólo lograría que las colas fuesen más largas. En la época de las manifestaciones antibélicas, cuando el gobierno publicó una fotografía aérea con el propósito de mostrar cuán pocas personas hubo alrededor del monumento a Washington en el momento culminante de una de ellas, analizó la sombra que proyectaba la obra pública y demostró que la fotografía había sido tomada media hora después, cuando el gentío se dispersaba.
En el instituto, Yorke disfrutaba de una libertad poco común para trabajar en problemas que se salían de los caminos trillados. Tenía trato frecuente con expertos de todas las disciplinas. Uno de ellos, especialista en dinámica de los fluidos, había encontrado en 1972 el artículo de Lorenz «Deterministic Nonperiodic Flow», redactado nueve años antes y, enamorado de él, regaló copias a todos los que estaban dispuestos a aceptarlas. Yorke recibió una.
El artículo era un ejemplo de la magia que Yorke había buscado, incluso sin saberlo. Ante todo, le produjo un trauma matemático: un sistema caótico que violaba el optimista esquema original de clasificación de Smale. Pero no se reducía sólo a eso, pues contenía un vívido modelo físico, la imagen de un fluido en movimiento. Yorke se hizo cargo al instante de que se trataba de una de las cosas que ansiaba que los físicos vieran. Smale había pilotado las matemáticas hacia tales problemas, pero, como Yorke entendió muy bien, el lenguaje de las ciencias exactas representaba un serio obstáculo para la comunicación. ¡Ojalá en el mundo académico hubiera espacio para un híbrido físico-matemático! Mas no lo había. A pesar de que la obra de Smale sobre los sistemas dinámicos había empezado a henchir el hueco, los matemáticos hablaban todavía un lenguaje y los físicos otro. Como uno de esos últimos, Murray Gell-Mann, comentó en una ocasión:
—Los miembros de la facultad están al corriente de la existencia de un tipo de individuo que mira a los matemáticos como buen físico, y a los físicos como buen matemático. Hacen muy mal al no querer acogerlo entre ellos.
Los criterios de las dos profesiones discrepaban. Los físicos enunciaban teoremas, y los matemáticos, conjeturas. Los objetos que componían su universo eran distintos. También lo eran los ejemplos que aducían.
Smale se sentía dichoso con uno como el siguiente: tómese un número, una fracción entre cero y uno, y dóblese. Prescíndase de la porción entera, la que hay a la izquierda de la coma decimal. Repítase el proceso. Como la mayoría de los números es irracional e impredecible, el procedimiento sólo producirá una impredecible secuencia numérica. Un físico, ante lo que se acaba de exponer, no vería sino una trivial rareza matemática, totalmente vacía de sentido, y demasiado sencilla y abstracta para tener utilidad alguna. No obstante, la intuición decía a Smale que aquella travesura numérica comparecería sin duda en la esencia de muchos sistemas naturales.
El físico concebía como ejemplo legítimo una ecuación diferencial que pudiera escribirse de manera simple. Yorke, al leer el articulo de Lorenz, pese a que estaba enterrado en una revista de meteorología, supo que presentaba un ejemplo que los físicos entenderían. Entregó una copia a Smale, incluyendo su dirección para que se la devolviera. Su colega se maravilló de que un meteorologista hubiese descubierto —diez años antes— un caos del género que él mismo había considerado imposible matemáticamente. Hizo muchas fotocopias de «Deterministic Nonperiodic Flow», y así nació la leyenda de que Yorke había sido el descubridor de Lorenz. Cada copia del artículo que apareció en adelante, en Berkeley, llevó el remitente de Yorke.
Éste pensó que los físicos habían aprendido a no ver el caos. La cualidad lorenziana de la dependencia sensitiva de las condiciones iniciales despunta por doquier en la vida cotidiana. Un hombre sale de su casa por la mañana con un retraso de treinta segundos, un tiesto de flores no se estrella contra su cabeza por cuestión de milímetros y le atropella luego un camión. O, para no dramatizar, pierde un autobús que pasa cada diez minutos, y que enlaza con el tren que ha de tomar, el cual sale cada hora. Las pequeñas perturbaciones de la rutina diaria personal llegan a tener consecuencias abultadas. El bateador que se enfrenta a la pelota arrojada sabe que el mismo lanzamiento no tiene aproximadamente el mismo resultado, porque el béisbol es un deporte de centímetros. Sin embargo, la ciencia… La ciencia era distinta.
Desde el punto de vista didáctico, una buena porción de la física y la matemática era —y es— escribir ecuaciones diferenciales en una pizarra y enseñar a los estudiantes cómo se resuelven. Representan la realidad como un continuo, que cambia sin brusquedad de un sitio a otro y de un tiempo a otro, sin que lo rompan soluciones de continuidad de la clase que fuere. Resolver ecuaciones diferenciales es cosa dura, como lo saben los aprendices de las ciencias. Pero, en el decurso de dos siglos y medio, los científicos han reunido un tremendo acervo de conocimientos sobre ellas: manuales, catálogos y varios métodos para solucionarlas o, como diría el especialista, «encontrar un integral de forma cerrada». No se exagera al afirmar que el vasto quehacer del cálculo diferencial posibilitó casi todos los triunfos prácticos de la ciencia posmedieval; ni al decir que sobresale como una de las creaciones más ingeniosas del espíritu humano en el intento de establecer un diseño del mundo que nos rodea. De manera que, cuando domina esta manera de pensar sobre la naturaleza y se siente a sus anchas con la teoría y la difícil, la ardua práctica, es probable que el científico haya perdido de vista un hecho nada desdeñable. La mayor parte de las ecuaciones diferenciales no pueden resolverse.
—Si se puede escribir la solución de una —dijo Yorke—, necesariamente no será caótica, porque, para expresar esa solución, se han de encontrar invariantes regulares, cosas que se conserven, como el impulso angular. El hecho de que esas cosas abunden permite establecer un resultado. Pero ése es el modo preciso de eliminar la posibilidad del caos.
Los sistemas resolubles se incluyen en los libros de texto. Se portan como Dios manda. Los científicos, ante un sistema no lineal, habrían de sustituir las aproximaciones lineales o buscar otro incierto recurso semejante. Los libros de texto exhibían a los estudiantes los contadísimos no lineales que permitían tales técnicas. No evidenciaban dependencia sensitiva de las condiciones iniciales. Los que albergaban el caos auténtico se enseñaban y aprendían rarísimas veces. Cuando topaba con rasgos como aquéllos —y topaba con ellos—, la gente, por su formación, razonaba con el fin de evitar tales aberraciones. Sólo unas cuantas personas recordaban que también lo eran los sistemas lineales, ordenados y solubles. Sólo unas pocas, para expresarlo de modo distinto, comprendían hasta qué extremo la naturaleza no lineal ocupaba sus entrañas. Enrico Fermi exclamó en una ocasión:
—La Biblia no dice que todas las leyes naturales sean expresables linealmente.
El matemático Stanislaw Ulam ironizó que llamar «ciencia no lineal» al estudio del caos era definir la zoología como «el estudio de los animales no elefantes».
Yorke comprendió. «El primer mensaje es que hay desorden. Los físicos y matemáticos quieren descubrir regularidades. La gente se pregunta para qué sirve el desorden. Sin embargo, ha de conocerlo si aspira a habérselas con él. El mecánico de coches que ignore la suciedad de las bujías no será buen profesional». Tanto científicos como profanos, pensó Yorke, se engañarán en lo que se refiere a la complejidad, si no armonizan adecuadamente con ella. ¿Por qué los inversores insisten en la existencia de ciclos en los precios del oro y la plata? Porque la periodicidad es el comportamiento ordenado más complicado que logran imaginar. Cuando ven una estructura compleja de precios, buscan alguna periodicidad confundida en una mota de barullo accidental. Y los científicos que hacen experimentos, en física, química o biología, no son distintos.
—La gente vio en el pasado la conducta caótica en una infinidad de circunstancias —dijo Yorke—. Efectuaron un experimento físico y éste se portó de manera extravagante. Procuraron enmendarlo o renunciaron a hacerlo. Justificaron el comportamiento caprichoso asegurando que había inconvenientes o que el experimento estaba mal proyectado.
Yorke decidió que el trabajo de Lorenz y Smale enviaba un mensaje que los físicos no escuchaban. Así, pues, escribió un artículo para la revista de más amplia difusión, y más dispuesta a aceptarlo, la American Mathematical Monthly. (Por ser matemático, se sintió impotente para expresar sus ideas de modo que las publicaciones de física consideran aceptable; sólo años más tarde se le ocurrió la estratagema de colaborar con físicos). El artículo sobresalió por méritos propios, pero, en el fondo, su virtud más influyente fue su título, intrigante y malicioso: «Period Three Implies Chaos» (El período tres implica el caos). Sus colegas le aconsejaron que utilizase uno más sobrio, pero él se aferró a un vocablo que llegaría a simbolizar el conjunto —creciente— de la cuestión del desorden determinista. Habló asimismo con su amigo el biólogo Robert May.