Pez famélico y plancton apetitoso. Selva ecuatorial en que gotea la lluvia desde las ramas, con reptiles innominados, aves que se deslizan bajo doseles de frondas, insectos que zumban como electrones en el acelerador de partículas. Zonas heladas donde las ratas de campo y los lémmings proliferan y decaen con puntual periodicidad cada cuatro años, en combate encarnizado con la naturaleza. El mundo ofrece un desordenado laboratorio a los ecologistas, una caldera de cinco millones de especies que se influyen recíprocamente. ¿O son cincuenta millones? Los naturalistas lo ignoran aún.
Los biólogos del siglo XX dotados de aficiones matemáticas forjaron una disciplina, la ecología, que eliminó el ruido y el color de la vida real y trató los grupos de criaturas como sistemas dinámicos. Los ecologistas emplearon las herramientas elementales de la física matemática para describir las mareas y corrientes de la vida. Una especie que se multiplica en un lugar en que el alimento es limitado, varias especies que rivalizan para subsistir, epidemias que se extienden en poblaciones innúmeras: todo podía aislarse, ya que no en los laboratorios, al menos en la mente de los teóricos de la biología.
Los ecologistas estaban destinados a desempeñar una función especial en el nacimiento del caos como ciencia en el decenio de 1970. Usaron modelos matemáticos, pero lo hicieron con plena conciencia de que eran endebles imitaciones del bullidor mundo auténtico. Con harta malicia, la comprensión de sus limitaciones les permitió notar la importancia de ideas que los matemáticos habían considerado rarezas interesantes. Que ecuaciones regulares tuvieran desarrollo irregular fue algo que hizo sonar la voz de alerta entre ellos. Las aplicadas en la biología de la población fueron sencillas réplicas de los modelos empleados por los físicos en el estudio aparcelado del universo. Pero la complejidad de los fenómenos reales que interesaban a las ciencias de la vida superaba cuanto hubiese en un laboratorio de física. Los modelos matemáticos de los biólogos se inclinaban a ser caricaturas de lo real, como los de los economistas, demógrafos, psicólogos y urbanistas, cuando aspiraban a dar rigor a sus exámenes de los sistemas que se modificaban con el tiempo. Los criterios eran distintos. Para un físico un sistema de ecuaciones como el de Lorenz resultaba tan simple, que rayaba en lo transparente. Para un biólogo incluso las ecuaciones de Lorenz eran formidablemente complicadas: tridimensionales, sin cesar variables e intratables desde el punto de vista analítico.
La necesidad creó un modo diferente de actuación en el caso de los biólogos. La aplicación de las descripciones matemáticas a los sistemas reales pedía otro rumbo. El físico, al estudiar uno dado (verbigracia, dos péndulos acoplados por un muelle), comienza por elegir las ecuaciones adecuadas. Por lo común, las busca en un manual; si no figuran en él, las deduce de los principios originales. Sabe cómo funcionan los péndulos y los muelles. A partir de ello resuelve las ecuaciones, si puede. El biólogo, en cambio, jamás conseguiría inferir las idóneas, reflexionando sobre esta o aquella población animal. Tendría que cosechar datos e intentar deducir las que rindieran un output similar. ¿Qué sucede si se coloca un millar de peces en un vivero con una cantidad limitada de alimento? ¿Qué ocurre si se agregan cincuenta tiburones a los que entusiasma devorar dos peces al día? ¿Qué pasa con un virus que mata a determinado ritmo y que se propaga con una rapidez que depende de la densidad de la población? Los científicos idealizaron cuestiones como éstas en busca de fórmulas bien definidas.
Tuvieron éxito a menudo. Los biólogos de la población aprendieron bastantes cosas sobre la historia de la vida, cómo los depredadores y sus presas se influyen mutuamente, y cómo un cambio en la densidad demográfica de un país afecta a la propagación de una enfermedad. Si cierto modelo matemático seguía adelante, llegaba a un equilibrio o se anulaba, los ecologistas barruntaban algo acerca de las circunstancias en que una población o una epidemia haría lo mismo en la realidad.
Una simplificación útil consistía en modelar el mundo en intervalos temporales separados, como una manecilla de reloj que saltase de un segundo a otro en vez de deslizarse a lo largo de ellos. Las ecuaciones diferenciales describen procesos que cambian suavemente en el decurso del tiempo, pero no son fáciles de resolver. Otras más asequibles, las «ecuaciones en diferencias», pueden utilizarse en los procesos que brincan de estado en estado. Por fortuna, muchas especies animales se comportan de modo característico en claros intervalos de un año. Estos cambios suelen ser más importantes que los que ocurren sucesivamente. A diferencia del hombre, muchos insectos, por ejemplo, presentan una sola estación de reproducción, de suerte que sus generaciones no traslapan. El ecologista no necesita saber más que la cifra correspondiente de ese año, para colegir la población de la mariposa lagarta en la primavera que viene, o el número de afectados por una epidemia de sarampión en el próximo invierno. Un facsímil anual no representa sino una sombra de las complicaciones del sistema, pero en muchos casos prácticos esa sombra proporciona al científico toda la información que requiere.
La matemática de la ecología es a la de Steve Smale lo que el Decálogo es al Talmud: un conjunto de reglas útiles para trabajar y, además, nada enrevesado. En la descripción del cambio anual de una población, el biólogo usa un formalismo que entenderá un estudiante de los últimos cursos de la enseñanza secundaria. Supóngase que la población de mariposas lagartas del próximo año depende de la de éste. Imagínese una tabla que catalogue todas las posibilidades específicas: 31.000 mariposas actuales significan 31.000 venideras, y así en adelante. O que se establece como regla la relación entre todas las cifras de este año y todas las del próximo: una función. La población futura (x) es una función (F) de la actual: xpróx= F(x). Como toda función puede representarse con una gráfica, se posee instantáneamente una noción de su forma general.
En un modelo tan simple como el anterior, seguir una población a lo largo del tiempo consiste en tomar una cifra como punto de partida y aplicar la misma función cuantas veces se quiera: para obtener la del tercer año, hay que aplicar la función al resultado que atañe al precedente, etc. Este proceso de iteración funcional proporciona acceso a la historia total de la población: un bucle (loop) de realimentación (feedback), en el que la salida (output) de un año sirve de entrada (input) al siguiente. La realimentación puede salirse de madre, como sobreviene cuando el sonido de un altavoz se filtra en un micrófono y es amplificado al punto en un ruido insoportable. O acarrea estabilidad, como el termostato que regula la temperatura de una habitación: la que excede de un índice prefijado motiva enfriamiento, y la que no llega a él, caldeamiento.
Hay muchos tipos posibles de función. Una visión ingenua de la biología de la población es proponer una función que le aumente cierto porcentaje anual. Será una función lineal −xpróx= rx − y corresponderá al clásico esquema maltusiano del crecimiento demográfico, que no limita la provisión de alimentos, ni la restricción moral. El parámetro r representa la razón del aumento de la población. Convéngase que es 1,1; por lo tanto, si la de este año es 10, la del que viene será 11. Si el input es 20.000, el output será 22.000. O sea, la población crece de continuo, como el dinero dejado para siempre, al interés compuesto, en una caja de ahorros.
Han nacido generaciones desde que los ecologistas comprendieron que habrían de perfeccionar el procedimiento. El que estudiaba peces auténticos en un vivero auténtico tenía que hallar una función que casase con las crudas realidades de la vida, como, por ejemplo, la del hambre o la de la competencia. La proliferación de los peces hace que el alimento escasee. Unos pocos se multiplicarán velozmente. Un majal demasiado nutrido menguará. O también pueden considerarse las cetonias. En plena canícula, uno las cuenta en el jardín y, para evitar complicaciones, ignora los pájaros y las enfermedades propias de los coleópteros; sólo tiene en cuenta la cantidad presupuesta de alimento que requieren. Unas pocas cetonias se multiplicarán; si hay muchas, destruirán las plantas y acabarán por perecer de hambre.
En el supuesto maltusiano de crecimiento sin trabas, la función de aumento lineal siempre se eleva. En busca de mayor realismo, el ecologista pide una ecuación con un término que reduzca el crecimiento, cuando la población se vuelve muy numerosa. La más lógica será aquella función que aumente decididamente cuando la población sea reducida, reduzca casi a cero el crecimiento en los valores intermedios, y se desplome en caso de proliferación denodada. Repitiendo el proceso, el ecologista verá que la población se remansa en su comportamiento a largo plazo, en el que alcanzará presumiblemente un estado estable. Una incursión saludable en las matemáticas dirá al ecologista, más o menos, algo como lo que sigue: Aquí hay una ecuación; aquí hay una variable que representa la tasa de reproducción; aquí hay otra variable que indica el índice de muertes naturales; aquí hay una tercera variable que corresponde a las muertes por hambre o por ataques de depredadores; y, así, la población aumentará a tal velocidad hasta que alcance tal nivel de equilibrio.
¿Cómo se averigua una función como ésa? Muchas ecuaciones pueden servir; quizá la más sencilla sea una modificación de la versión lineal maltusiana: xpróx = rx(1 − x), donde r simboliza una razón de crecimiento que puede situarse más alta o más baja. El nuevo término, 1 − x, mantiene dicho crecimiento dentro de límites, puesto que cuando x aumenta, 1 − x decrece.[1] Cualquiera puede, con una calculadora, elegir un punto de partida y una razón de crecimiento, y efectuar la operación aritmética de la que se derive la población del próximo año.
Varios ecologistas estudiaron, en la década de 1950, variaciones de esa fórmula especial, denominada ecuación de diferencia logística. Por ejemplo, W. E. Ricker la aplicó en Australia a las pesquerías. Los investigadores se percataron de que el parámetro r representaba un rasgo esencial del modelo. En los sistemas físicos de los que tales ecuaciones se tomaban en préstamo, el parámetro correspondía a la cantidad de calor, de fricción o de otra manifestación complicada. En resumen, la cantidad de no linealidad. En un vivero, podía corresponder a la fecundidad de los peces, o sea, a la propensión de la población animal no sólo a la multiplicación súbita, sino también a estallar («potencial biótico» es la expresión ennoblecedora). La cuestión era cómo afectaban tales parámetros distintos el destino definitivo de una población mutable. La respuesta evidente es la de que un parámetro bajo hará que la población ideal acabe en un nivel bajo. Uno más alto la conducirá a un estado estable más elevado. Ello resulta correcto para muchos parámetros, pero no para todos. Parece indudable que, de tarde en tarde, investigadores como Ricker buscaron sin duda algunos aún más altos y que, al hacerlo, tuvieron que ver el caos.
Adolph E. Brotman
Una población se equilibra tras elevarse, excederse en su trayectoria y caer.
Curiosamente, el flujo de números comienza a portarse mal, lo que es fastidioso para quien trabaje con una calculadora mecánica. Aunque no crezcan sin límite, los números no convergen en un nivel constante. Por lo visto, ninguno de aquellos ecologistas tempranos sintió la inclinación o no tuvo el coraje de seguir generando cifras que se negaban a sentar cabeza. Y así, si persistía en saltar adelante y atrás, imaginaron que la población oscilaba alrededor de un equilibrio subyacente. Y éste era lo que importaba. Ninguno pensó que pudiera no haber equilibrio.
Los libros de consulta y los de texto, que trataban de la ecuación logística y de sus primos más abstrusos, por lo común ni siquiera admitían la posibilidad del comportamiento caótico. J. Maynard Smith, en el volumen clásico de Mathematical Ideas in Biology (Las ideas matemáticas en biología), de 1968, proporcionó un criterio normal sobre las posibilidades: las poblaciones suelen permanecer aproximadamente constantes, o bien se mueven, «con periodicidad bastante regular», alrededor de un presunto punto de equilibrio. No quería decir aquello que fuese tanta su ingenuidad que supusiera que las poblaciones reales jamás se portaban de manera caprichosa. Pensó, meramente, que el comportamiento anómalo no tenía relación alguna con la clase de modelos matemáticos que describía. De todas suertes, los biólogos debían emplearlos con cautela. Si empezaban a desmentir el conocimiento que su autor tenía del comportamiento de la población real, siempre cabía justificar la discrepancia con algún rasgo no tenido en cuenta: la distribución de las edades, alguna peculiaridad territorial o geográfica, o la complicación de la existencia de dos sexos.
Más trascendental era la sospecha persistente, escondida en algún rincón de la mente del ecologista, de que la desconcertante serie de números implicaba que la calculadora traveseaba o que no poseía la precisión apetecible. Las soluciones interesantes eran las estables, y el orden, su recompensa. Al fin y al cabo, ya era dura la tarea de acertar con las ecuaciones más aptas y encima resolverlas. Nadie quería malgastar su tiempo en la averiguación del porqué de aquella consecuencia desconcertante de sus esfuerzos, la cual no aportaba estabilidad. Y ningún buen ecologista olvidó nunca que sus ecuaciones eran versiones colosalmente simplificadas de los fenómenos naturales. La única finalidad de la supersimplificación estribaba en obtener regularidad. ¿Quién iba a molestarse para encararse con el caos?