Un modesto enigma cósmico: la gran Mancha Roja de Júpiter, óvalo colosal y giratorio, semejante a una tempestad titánica, que jamás se desplaza y jamás se debilita. Quien vio las imágenes enviadas a través del espacio por el Voyager 2, en 1978, reconocerá el familiar aspecto de la turbulencia a una escala desproporcionada, nada familiar. Era uno de los hitos más venerables del sistema solar: «La Mancha Roja alborotada como un ojo angustiado / En medio de una turbulencia de cejas en ebullición», según la describió John Updike. Pero ¿qué era? Veinte años después de Lorenz, Smale y otros científicos pusieron en marcha una manera nueva de entender los flujos naturales, y el tiempo extramundanal de Júpiter fue uno de los muchos problemas que aguardaban a la alterada percepción de las posibilidades de la naturaleza que había surgido con la ciencia del caos.
Durante tres siglos había sido ejemplo de que cuanto más se conoce menos se sabe. Los astrónomos habían advertido una tacha en el planeta gigante poco después de que Galileo hubiese asestado, por primera vez, sus telescopios en su dirección. Robert Hooke la vio en los años iniciales del siglo XVII. Donati Creti la retrató en la pinacoteca vaticana. Como pincelada de color, la Mancha apenas exigía explicación. Pero los telescopios se perfeccionaron y el conocimiento generó ignorancia. En la pasada centuria se formuló una retahíla de conjeturas que se pisaron los talones. He aquí algunas:
La teoría de la corriente de lava. Científicos de la última parte del siglo XIX imaginaron un gigantesco lago de lava fundida, que brotaba de un volcán. O tal vez la lava manaba del agujero abierto por un planetoide en la fina corteza.
La teoría de la nueva luna. Un científico alemán propuso, en cambio, que la Mancha era una luna a punto de emerger de la superficie del planeta.
La teoría del huevo. Hecho desconcertante: la Mancha se vio como si se desplazara levemente sobre el fondo planetario. Por ello, en 1939, se pensó que era un cuerpo, más o menos sólido, que flotaba en la atmósfera como un huevo lo hace en el agua. Variantes de esta teoría —incluida la noción de una pompa movediza de hidrógeno o helio— se formularon durante décadas.
La teoría de la columna de gas. Otro hecho nuevo: aunque se desplace, la Mancha jamás lo hace a mucha distancia. Por lo tanto, los científicos propusieron, en los años sesenta, que era la parte superior de una columna gaseosa que se alzaba, posiblemente desde un cráter.
Tocó el turno al Voyager. Casi todos los astrónomos creían que el enigma se disiparía tan pronto como pudieran contemplarlo suficientemente de cerca. El vuelo del Voyager suministró un álbum espléndido de datos ignorados, los cuales, sin embargo, no bastaron. Las imágenes que proporcionó la nave espacial en 1978 revelaron vientos potentes y mareas llenas de color. Los astrónomos observaron, con pormenor espectacular, la Mancha como un sistema huracanado de flujo arremolinado, que barría las nubes, encajado en zonas de viento, el cual soplaba de este a oeste y trazaba fajas horizontales alrededor del planeta. Huracán fue la mejor descripción con que se acertó, pero, por varias razones, resultaba inadecuada. Los terrestres obedecen al calor liberado cuando la humedad se condensa en lluvia; tal proceso no impulsa a la Mancha Roja. Los huracanes, como todas las tempestades de la Tierra, giran en dirección ciclónica, contraria al avance de las saetas del reloj en el hemisferio septentrional, y en el mismo sentido que ellas en el meridional: la Mancha es anticiclónica. Y, más importante todavía, los huracanes amainan al cabo de unos días.
Cuando estudiaron las imágenes del Voyager, los astrónomos se percataron también de que el planeta era, en resolución, sólo fluido en movimiento. Se habían habituado a buscar un cuerpo sólido, rodeado de una tenue atmósfera, como la terrestre; pero, si Júpiter poseía un núcleo compacto y firme, debería de tenerlo muy lejos de la superficie. El planeta adquirió de pronto la apariencia de experimento enorme de mecánica de fluidos, y en él se hallaba la Mancha Roja, girando continuamente, sin descanso, imperturbable, pese al caos que la rodeaba.
El fenómeno se convirtió en test proyectivo de la personalidad. Los científicos veían en él lo que sus intuiciones les permitían percibir. Un estudioso de la dinámica de los fluidos, que concibiera la turbulencia como fortuita, accidental, estaba desprovisto de base para comprender la existencia de una isla de estabilidad en medio de ella. El Voyager duplicó lo exasperante del misterio pues mostró rasgos del fluido, tan pequeños, que no podían observarse siquiera con los telescopios más potentes. Aquellos rasgos a escala reducida delataban una rauda desorganización, mareas que aparecían y desaparecían el mismo día, y en ocasiones en menos tiempo. Pero la Mancha seguía indemne. ¿Qué la conservaba? ¿Qué la mantenía en su sitio?
La NASA guarda sus imágenes en archivos, alrededor de media docena, dispersos por los Estados Unidos. Uno está en la Universidad de Cornell. En los primeros años de esta década, tenía su despacho cerca de él Philip Marcus, joven astrónomo y cultivador de las matemáticas aplicadas. Luego de la misión del Voyager, fue uno de los seis científicos estadounidenses y británicos que buscaron el medio de crear un modelo de la Mancha Roja. Libres de la teoría del huracán ersatz (sucedáneo), encontraron símiles más adecuados. Por ejemplo, la corriente del Golfo, que serpea por el Atlántico occidental se retuerce y ramifica de maneras sutilmente reminiscentes. Produce olitas, que se cambian en aros y éstos en anillos, y salen dando vueltas de la corriente principal: forman vórtices lentos, duraderos y anticiclónicos. Otro paralelo se tuvo en el peculiar fenómeno meteorológico llamado «estancamiento». A veces un sistema de altas presiones se sitúa frente a las costas y gira despacio durante semanas o meses, desafiando la usual corriente aérea que va de este a oeste. El estancamiento estropeaba los modelos de previsión global, pero daba algunas esperanzas a los pronosticadores, porque creaba rasgos ordenados de longevidad inusual.
Marcus estudió durante muchas horas las fotografías de la NASA, las vistosas de hombres en la Luna y las de la turbulencia de Júpiter. Como las leyes de Newton rigen por doquier, programó un ordenador con un sistema de ecuaciones fluidas. Con el fin de remedar el tiempo del planeta, había de escribir reglas para una masa de hidrógeno y helio, semejante a una estrella apagada. Júpiter rota con mucha velocidad: cada día suyo dura diez horas terrestres. Su rotación provoca una violenta fuerza de Coriolis, la lateral que empuja a la persona que ande de un lado a otro en un tiovivo, la cual impulsa la Mancha.
Lorenz utilizó su diminuto modelo del tiempo atmosférico de la Tierra para imprimir líneas imperfectas en un papel enrollado; en cambio, Marcus empleó la mayor potencia de su ordenador para reunir extraordinarias imágenes policromas. Ante todo, trazó los contornos. A duras penas veía lo que ocurría. Después hizo transparencias, y por último congregó las imágenes en una película animada. Fue una revelación. En azules, encarnados y amarillos brillantes, el patrón cuadriculado de vórtices giratorios se transformó en un óvalo, que tenía inverosímil semejanza con la gran Mancha Roja, tal como aparecía en el filme que había facilitado la NASA.
—Uno ve a gran escala esa maca, tranquila como una almeja en pleno flujo caótico, a pequeña escala, y ese flujo absorbe energía como una esponja —explicó Marcus—. Se perciben minúsculas estructuras filamentosas sobre un fondo oceánico de caos.
La Mancha es un sistema que se autoorganiza, creado y regulado por las mismas contorsiones no lineales que producen el impredecible tumulto circunstante. Es caos estable.
Siendo estudiante graduado, Marcus había estudiado la física tradicional, resuelto ecuaciones lineales y efectuado experimentos destinados a ajustarse al análisis lineal. Era una existencia segura, porque, en el fondo, las ecuaciones no lineales se resisten a ser solucionadas, y no había motivo para malgastar en ellas el tiempo de un estudiante graduado. El contento formaba parte del programa docente. Mientras mantuviera los experimentos dentro de ciertos límites, bastaría el tratamiento lineal y le recompensaría la contestación esperada. De cuando en cuando, inevitablemente, se entremetía el mundo real, y veía lo que años más tarde comprendió que habían sido síntomas del caos. Se detenía y exclamaba: «¡Eh! ¿Qué es esta especie de pelusilla?». Y le replicaban: «¡Bah! Se trata de un error experimental. No te preocupes».
Pero, a diferencia de la mayoría de los físicos, Marcus llegó a aprender la lección de Lorenz: que un sistema determinista puede producir mucho más que un comportamiento periódico. Sabía buscar el desorden desenfrenado, y sabía también que islas de estructura podían surgir en el desorden. Por consiguiente, aportó al problema de la gran Mancha Roja el conocimiento de que un sistema complejo puede suscitar, a la vez, turbulencia y coherencia. Le era posible trabajar en una disciplina naciente, que creaba la tradición de utilizar el ordenador como instrumento experimental. Y estaba dispuesto a imaginarse como una especie distinta de científico: no, primariamente, como un astrónomo, un perito en dinámica de los fluidos o un cultivador de las matemáticas aplicadas, sino como un experto en caos.