La rata de laboratorio de la nueva ciencia fue el péndulo: emblema de la mecánica clásica, ejemplo de actividad contenida y epítome de regularidad cronométrica. Una pesa en forma de lenteja se halla al cabo de una péndola. ¿Hay algo más distante de la extravagancia de la turbulencia?
Como Arquímedes su baño y Newton su manzana, Galileo tuvo, según la leyenda tan decantada como sospechosa, una lámpara de iglesia, que oscilaba de acá para allá, una y otra vez, sin tregua, enviando un monótono mensaje a su consciencia. Christian Huygens hizo de la predecibilidad del péndulo el medio de marcar el tiempo y puso a la civilización occidental en un camino sin retorno. Foucault, en el Panthéon de París, utilizó uno de veinte pisos de alto para demostrar la rotación terrestre. Todos los relojes de pared y de muñeca (hasta la era del cuarzo vibrador) se fiaron de péndulos de tamaño y configuración variables. En el espacio, exento de fricción, el movimiento periódico se tiene en las órbitas de los cuerpos celestes; pero en la Tierra cualquier oscilación regular se debe a algún pariente del péndulo. Los circuitos electrónicos básicos se describen con ecuaciones que son, puntualmente, las mismas que importan a la lenteja pendular. Las oscilaciones electrónicas son millones de veces más raudas, pero idénticas a él desde el punto de vista físico. No obstante, hacia el siglo XX, la mecánica clásica se reservaba para las aulas y los proyectos rutinarios de ingeniería. Los péndulos decoraron los museos de ciencia y animaron las tiendas de regalos de los aeropuertos en forma de «bolas espaciales» rotantes de plástico. Ningún físico se molestaba en investigarlos.
Sin embargo, ocultaban sorpresas. Se transformaron en piedra de toque, como lo habían sido para la revolución de Galileo. Aristóteles, al observar el péndulo, veía un peso que intentaba dirigirse a la tierra y que se balanceaba por ello con violencia de un lado a otro, porque lo impedía su cuerda. A oídos actuales eso suena a tontería. Para quien ha sido educado en los conceptos clásicos de movimiento, inercia y gravedad, resulta difícil apreciar la consecuente visión del mundo que acompañaba al modo aristotélico de entender el péndulo. El movimiento físico, según Aristóteles, no era ni una cantidad ni una fuerza, sino un cambio, como lo es el crecimiento de un individuo. Un peso que cae busca nada más que su estado más natural, el estado que alcanzará si se le abandona a sí mismo. Dentro de su contexto, la opinión de Aristóteles no era disparatada. En cambio, Galileo, al contemplar un péndulo, percibía una regularidad que podía medirse. Explicarla requería una manera revolucionaria de entender los objetos en movimiento. Galileo aventajaba a los antiguos griegos, pero no en la posesión de datos mejores. Antes bien, su idea de medir con precisión la continuidad de los desplazamientos del péndulo fue la de reunir a algunos amigos que contaran las oscilaciones durante un período de veinticuatro horas: un experimento de trabajo intensivo. Galileo percibió la regularidad porque había formulado ya una teoría que la predecía. Entendió lo que Aristóteles no consiguió comprender: que un objeto móvil tiende a mantenerse en movimiento, que un cambio de velocidad o dirección sólo resulta explicable por una fuerza externa, como la fricción.
Y, tan poderosa era su teoría, que vio regularidad donde no la había. Aseveró que un péndulo de longitud dada no sólo mantiene con precisión el tiempo, sino que lo conserva invariable sin importar cuán amplio o estrecho sea el ángulo de su oscilación. Uno que se balancee con gran amplitud debe recorrer más espacio, pero lo salva con velocidad mayor. O sea, su período es independiente de su amplitud. «Si dos amigos se ponen a contar las oscilaciones, uno las amplias y otro las estrechas, comprobarán que contarán no sólo decenas, sino centenares, sin discordar en una o en una porción de una». Galileo expresó su afirmación en términos experimentales, mas la teoría la hizo convincente, tanto, que se enseña todavía como el evangelio en los cursos de física de las escuelas superiores. Pero es errónea. La regularidad que Galileo observó no pasa de ser una aproximación. El cambio de ángulo del movimiento del peso crea en las ecuaciones una leve no linealidad. Cuando la amplitud es baja, apenas existe error. Pero lo hay, y puede medirse hasta en un experimento tan rudimentario como el que Galileo describe.
Podían despreciarse con facilidad las no linealidades pequeñas. Quienes efectúan experimentos aprenden en seguida que viven en un mundo imperfecto. La búsqueda de la regularidad en los experimentos ha sido fundamental en los siglos transcurridos desde Galileo a Newton. Se buscan cantidades que permanecen inalterables, idénticas, u otras que son cero. Pero eso significa pasar por alto minúsculos defectos, pizcas irregulares, que estropean la lisura del panorama. Si encuentra dos sustancias que un día tienen la proporción constante de 2,001, y de 2,003 al siguiente, y de 1,998 al tercero, será majadero el químico que no busque una teoría justificativa de la proporción perfecta de dos a uno.
Para lograr resultados impecables, también Galileo hubo de despreciar no linealidades de las que tenía conocimiento: la fricción y la resistencia del aire. Ésta es una notoria molestia experimental, una complicación que hay que podar para llegar a la esencia de la nueva ciencia de la mecánica. ¿Cae una pluma tan rápidamente como una piedra? La experiencia con objetos que descienden da respuesta negativa. Que Galileo dejara caer balas de cañón desde la cima de la torre de Pisa es una patraña, la historia de cómo se cambian las intuiciones con la invención de un mundo científico ideal, en el que las regularidades son separables del desorden de la experiencia.
Aislar los efectos de la gravedad en una masa determinada de los efectos de la resistencia del aire fue brillante proeza intelectual. Permitió que Galileo se acercara a la esencia de la inercia y el impulso. A pesar de ello, los péndulos del mundo real hacen exactamente lo que predijo el pintoresco paradigma de Aristóteles. Se detienen.
Al sentar los cimientos del nuevo cambio paradigmático, los físicos comenzaron a enfrentarse con lo que muchos interpretaron como una deficiente educación en sistemas sencillos tales como el péndulo. En los alrededores de este siglo, se reconocieron los procesos disipativos como la fricción y los estudiantes aprendieron a incluirlos en sus ecuaciones. Aprendieron también que los sistemas no lineales acostumbraban ser insolubles, y no se equivocaban, y que propendían a ser excepciones, lo que no era verdad. La mecánica clásica describía el comportamiento de una suma de objetos móviles, péndulos y dobles péndulos, muelles espirales, varas dobladas, y cuerdas tañidas y encorvadas. Las matemáticas se aplicaban a los sistemas fluidos y eléctricos. Casi nadie, en la era clásica, sospechaba que el caos podía agazaparse en sistemas dinámicos si se concedía lo debido a la no linealidad.
Un físico no entendía a fondo la turbulencia o la complejidad a menos que comprendiera los péndulos, y los comprendiera de modo inaudito en la primera mitad del siglo XX. Así que el caos empezó a unir el estudio de los diferentes sistemas, la dinámica pendular se amplió hasta abarcar técnicas refinadas, que iban desde el láser a las conexiones superconductoras de Josephson. Había reacciones químicas de comportamiento pendular, el cual también se mostraba en el latido del corazón. Las inesperadas posibilidades se extendían, escribió un físico, a «la medicina fisiológica y psiquiátrica, la previsión económica, y, acaso, la evolución de la sociedad».
Pensemos en un columpio. Se acelera al bajar y pierde velocidad al subir, y mientras tanto cede algo de rapidez por culpa de la fricción. Recibe un empujón regular, supongamos que de algún mecanismo de relojería. La intuición nos dice que, dondequiera que empiece el balanceo, el movimiento acabará por convertirse en pauta regular —adelante y atrás—, en la que el columpio llegará siempre a la misma altura. Es posible. Pero, por extraño que parezca, el movimiento también puede hacerse inconstante, primero alto, luego bajo, sin jamás convertirse en estado estable y sin jamás repetir puntualmente la pauta de las oscilaciones antes ejecutadas.
Este comportamiento, sorprendente y caprichoso, emana de una desviación no lineal de la corriente de energía en el interior de este oscilador sencillo y fuera de él. El columpio es moderado e impulsado: aquello porque la fricción intenta pararlo y esto porque recibe empuje periódico. Incluso cuando un sistema moderado e impelido está en equilibrio no se halla en equilibrio. El mundo está lleno de ellos, empezando por el tiempo atmosférico, que moderan la fricción del aire en movimiento, el agua y el calor, que se disipa hacia el espacio exterior, y que impulsa el constante empuje de la energía solar.
La impredecibilidad, empero, no fue el motivo de que los físicos y matemáticos tomaran otra vez en serio los péndulos en los años sesenta y setenta. Sirvió sólo de toque de atención. Los que estudiaban las dinámicas caóticas descubrieron que el proceder desordenado de sistemas sencillos actuaba como un proceso creativo. Generaba complejidad: pautas de rica organización, bien estables, bien inestables, ya finitas, ya infinitas, pero provistas siempre de la fascinación de las cosas vivas. Por tal razón, los científicos se dedicaron al estudio de juguetes.
Uno de ellos, vendido con el nombre de «bolas espaciales» o «trapecio espacial», se compone de un par de esferas colocadas en los extremos de una barrita, dispuesta como la tilde de la te sobre un péndulo, con otra esfera, más pesada, como lenteja. Esta bola se balancea, mientras la barrita superior gira libremente. Las tres esferas contienen pequeños imanes, y, una vez iniciado el movimiento, el juguete sigue su marcha, gracias a un electromagneto, alimentado con una pila eléctrica que hay en la base. El aparato percibe el acercamiento de la bola inferior y le propina al pasar un leve impulso magnético. En ocasiones el artificio hace gala de balanceo rítmico continuo; en otras, su movimiento se vuelve caótico, pues cambia de modo constante y siempre asombroso.
Otro juego común es el llamado péndulo esférico, cuya libertad le permite oscilar en cualquier sentido. Tiene pequeños imanes alrededor de la base. Son ellos los que atraen la pesa, cuando el péndulo se para, habrá sido capturada por uno. El propósito del juego consiste en provocar la oscilación y adivinar qué imán la apresará. Aunque haya sólo tres imanes, situados en triángulo, resulta imposible vaticinar el movimiento del péndulo. Oscilará durante un rato entre A y B, se mudará luego a B y C, y después, cuando parece detenerse en C, regresará a A. Supóngase que un científico estudia sistemáticamente el comportamiento de este pasatiempo, trazando un diagrama, como sigue: Elige un punto de partida; sujeta la pesa sobre él y la suelta; colorea el punto de rojo, azul o verde, según el imán que se apodere de la pesa. ¿Qué aspecto tendrá el gráfico? Habrá en él regiones rojas, azules o verdes compactas, como es de esperar, regiones en las que la pesa se balanceará concretamente hacia un imán dado. Pero también puede haber unas en que los colores se mezclen con infinita complicación. Junto a un punto rojo, por muy cerca que se mire, por mucho que se agrande el diagrama, habrá puntos verdes y azules. El destino de la pesa es imposible de adivinar.
Un estudioso de la dinámica creerá, por tradición, que escribir las ecuaciones de un sistema equivale a entender éste. ¿Hay forma mejor de captar sus rasgos esenciales? En el caso de un columpio o de un juguete, las ecuaciones enlazan el ángulo, velocidad, fricción e impulso motor del péndulo. Pero, a consecuencia de las migajas de no linealidad latentes en tales ecuaciones, el estudioso sufrirá la impotencia de no poder contestar la pregunta práctica más fácil sobre el futuro del sistema. Un ordenador resolverá el problema con la simulación, calculando en un abrir y cerrar de ojos cada ciclo. Mas la simulación acarrea un problema propio: la minúscula imprecisión incluida en cada cálculo se impone velozmente, porque se trata de un sistema con dependencia sensitiva de las condiciones iniciales. No tarda mucho en desaparecer la señal y lo único que queda es ruido parásito.
¿De veras? Lorenz había encontrado impredecibilidad, pero también pauta. Otros descubrieron asomos de estructura en comportamientos aparentemente casuales. El ejemplo del péndulo podía desdeñarse, pero quienes no lo hicieron hallaron un mensaje provocativo. Comprendieron que, en algún sentido, la física entendía a la perfección los mecanismos básicos del movimiento pendular, pero no podía ampliar tal entendimiento a un plazo más largo. Las piezas microscópicas eran de claridad meridiana; el comportamiento macroscópico quedaba envuelto en el misterio. La tradición de considerar localmente los sistemas —aislando los mecanismos y sumándolos después— comenzaba a quebrarse. En lo que concernía a los péndulos, fluidos, circuitos electrónicos y lásers, el reino de las ecuaciones fundamentales no se presentaba ya como la especie de conocimiento idóneo.
Durante el transcurso de la década de 1960, hubo científicos que realizaron descubrimientos paralelos al de Lorenz, por ejemplo, un astrónomo francés al analizar las órbitas galácticas y un ingeniero eléctrico japonés al modelar circuitos electrónicos. Pero el primer intento deliberado y coordinado de comprender cómo difería la conducta global de la local se debió a los matemáticos. Entre ellos figuró Stephen Smale, de la Universidad de California, en Berkeley, célebre por haber descifrado los problemas más esotéricos de la topología pluridimensional. Un físico joven, durante una conversación superficial, le preguntó en qué trabajaba. La respuesta le dejó atónito: «En osciladores». Era absurdo. Los osciladores —péndulos, muelles o circuitos eléctricos— eran cosas que los físicos dejaban atrás al principio de su formación. Demasiado fáciles. ¿Por qué un gran matemático estudiaría física elemental? Discurrieron los años antes de que el joven se diera cuenta de que Smale se ocupaba de osciladores no lineales, caóticos, y que veía en ellos cosas que los físicos no habían aprendido a ver.