El historiador de la ciencia Thomas S. Kuhn describe el experimento perturbador que un par de psicólogos efectuó en el decenio de 1940. Dejaban que los sujetos echaran una fugaz ojeada a naipes de la baraja francesa, uno cada vez, y se les pedía que lo nombrasen. Había trampa, como se supondrá. Algunas cartas eran erróneas. Por ejemplo, un seis de picas rojas o una reina de diamantes negros.
A ritmo veloz, los sujetos salían bien de la prueba. Nada había más sencillo. No parecían advertir la existencia de anomalías. Cuando se les mostraba un seis de picas rojas, anunciaban, ora «seis de corazones», ora «seis de picas». Comenzaron a vacilar cuando se les enseñaron a intervalos más espaciados. Notaron que había algo raro, pero no estaban seguros de qué era. Alguno decía que había notado algo anómalo, como, verbigracia, un corazón negro ribeteado de encarnado.
Por fin, al hacerse más lenta la exhibición, la mayor parte de los sujetos alcanzó a distinguir la realidad. Vio los naipes falsos y efectuó la enmienda mental para no incurrir en equivocaciones. Pero no todos. Algunos experimentaron una sensación de desconcierto que les acarreó auténtico dolor.
—No conseguí entender ese palo, sea cual fuere —dijo uno—. Ni siquiera me pareció un naipe. Ignoro ahora de qué color es, y si se trata de una pica o un corazón. Incluso no estoy seguro de cómo es una pica. ¡Cielo santo!
Los científicos profesionales, a los que se presentan vistazos breves e inciertos de las actividades de la naturaleza, están asimismo indefensos y expuestos a la angustia y la confusión cuando se enfrentan con algo incongruente. Y la incongruencia, si cambian su manera de ver, posibilita los progresos más trascendentales. Tal es el argumento de Kuhn, y la historia del caos sugiere lo mismo.
Las ideas de Kuhn sobre cómo trabajan los científicos y cómo sobrevienen las revoluciones despertaron tanta hostilidad como admiración cuando las publicó por primera vez, en 1962. Desde entonces no se ha apagado la controversia. Clavó una aguja aguda en la opinión tradicional de que la ciencia progresa por acumulación de conocimientos, de que cada hallazgo se suma al precedente, y de que nuevas teorías emergen cuando lo requieren nuevos hechos experimentales. Deshinchó el parecer de que la ciencia es el proceso ordenado de formular preguntas y acertar con respuestas. Hizo resaltar el contraste entre el volumen de lo que hacen los científicos, esforzándose en los problemas, legítimos y bien entendidos, de sus disciplinas, y el trabajo excepcional, heterodoxo, que provoca las revoluciones. Logró, de manera nada casual, que los científicos dejaran de parecer racionalistas perfectos.
De acuerdo con la tesis de Kuhn, la ciencia corriente consiste sobre todo en operaciones de limpieza. Los experimentalistas ejecutan versiones modificadas de experimentos efectuados muchas veces anteriormente. Los teóricos añaden un ladrillo aquí, retocan una cornisa allí, en una pared de teoría. Apenas podría ser de otra forma. Si todos hubieran de comenzar desde el principio, poniendo en tela de juicio los supuestos fundamentales, se verían en un apuro para llegar al nivel de refinamiento técnico imprescindible que lleva a las obras útiles. En la época de Benjamin Franklin, el puñado de sabios que intentaba comprender la electricidad podía seleccionar sus principios básicos. Más aún, tenía que hacerlo. Un investigador quizá pensara que la atracción era lo principal del efecto eléctrico, y que la electricidad era algo así como un «efluvio» que brotaba de la materia. Otro tal vez la concibiera como un fluido, transportado por material conductor. Aquellos científicos hablaban casi con igual facilidad tanto al lego como entre ellos mismos, porque no habían llegado a la situación en que se aceptara un léxico especializado, compartido por ellos, para referirse a los fenómenos que estudiaban. En contraste, un estudioso de la dinámica de los fluidos, en el siglo XX, no avanza en el conocimiento de su disciplina si no adopta un cuerpo de terminología y técnica matemática. A cambio de ello, renuncia, inconscientemente, a casi toda la libertad necesaria para cuestionar los fundamentos de su saber.
Ocupa el centro de la concepción de Kuhn la visión de la ciencia normal como la tarea de resolver problemas, la clase de problemas que el estudiante conoce desde el instante en que abre los libros de texto. Son los que definen un estilo aceptado de consecuciones que guía a la generalidad de los científicos durante los estudios universitarios, la tesis doctoral y la redacción de artículos para las revistas adecuadas; el estilo que forja las carreras académicas. «En condiciones normales, el investigador científico es no un innovador, sino un desentrañador de rompecabezas, y los rompecabezas en que se concentra son precisamente aquellos que cree definibles y resolubles dentro del ámbito de la tradición científica existente», escribió Kuhn.
Hay, después, revoluciones. Una ciencia nace de otra que ha llegado a un callejón sin salida. Con frecuencia la revolución tiene carácter interdisciplinario: sus descubrimientos centrales se deben a menudo a personas que salvan las fronteras establecidas de sus especialidades. Los problemas que obsesionan a esos teóricos no se reconocen como líneas legítimas de investigación. Se rechazan sus propuestas de tesis doctorales o se niega la publicación de sus artículos. Los propios teóricos no están seguros de reconocer una respuesta si la encontraran. Aceptan riesgos en sus carreras. Unos pocos librepensadores, que trabajan a solas, incapaces de explicar cuál es su meta, temerosos de revelar a sus colegas lo que hacen… Es la imagen romántica que anida en el meollo del esquema de Kuhn, y eso ha acontecido en la realidad, en repetidas ocasiones, durante la exploración del caos.
Cuantos científicos se volvieron a él en fecha temprana pueden hablar de desaprobación o de hostilidad declarada. Los estudiantes graduados fueron apercibidos de que pondrían sus carreras en un aprieto, si componían tesis emparentadas con una disciplina no sancionada, en la que sus mentores no eran expertos. Un físico atómico, al enterarse de la nueva matemática, podía entretenerse con ella motu proprio, atraído por su belleza, por su belleza y dificultad, pero jamás sería lo suficientemente osado para hablar de ello a sus compañeros. Los profesores más entrados en años creían que sufrían algo semejante a una crisis propia de la edad madura, cuando se aventuraban en un linaje de investigación que muchos de sus colegas interpretarían mal o que les agraviaría. Pero, al propio tiempo, experimentaban la excitación intelectual que se deriva de lo verdaderamente nuevo. Incluso la sentían los profanos, los que armonizaban con la tendencia. Para Freeman Dyson, del Institute for Advanced Study, las noticias del caos fueron «como una descarga eléctrica» en el decenio de 1970. Otros imaginaron que, por primera vez en su vida profesional, presenciaban un cambio paradigmático, una transformación en el modo de pensar.
Quienes reconocieron el caos desde el principio se debatieron en la agonía de cómo dar forma publicable a sus pensamientos y hallazgos. La tarea era ambigua: demasiado abstracta para los físicos y demasiado experimental para los matemáticos, por ejemplo. Algunos abarcaron lo revolucionario de la naciente ciencia gracias a la dificultad de comunicar las nuevas ideas y a la feroz resistencia que oponían las huestes tradicionalistas. Las nociones someras se asimilan; las que obligan a la gente a reorganizar su imagen del mundo provocan hostilidad. Joseph Ford, del Georgia Institute of Technology (Instituto Tecnológico de Georgia), citó a Tolstoi: «Sé que la mayor parte de los hombres, incluidos los que se encuentran a sus anchas ante problemas enrevesadísimos, en raras ocasiones aceptan la verdad más sencilla y evidente, si les obliga a confesar la falsedad de las conclusiones que se han deleitado en exponer a sus colegas, que han enseñado a otros y que han urdido, hilo tras hilo, en la textura de sus vidas».
Muchos científicos tradicionales se enteraron sólo de modo vago de la ciencia que despuntaba. Varios, que cultivaban la dinámica de los fluidos, se resintieron activamente. De momento, las pretensiones de quienes defendían el caos tuvieron un timbre disparatado y acientífico. Y se apoyaba en matemáticas que parecían inconvencionales y arduas.
A medida que los especialistas del caos proliferaron, algunos departamentos pusieron mala cara a aquellos eruditos descarriados; otros pidieron más. Ciertas revistas establecieron reglas no escritas contra el sometimiento al caos; otras, en cambio, vieron el día exclusivamente para tratar de él. Los caoticistas o caólogos (palabras como éstas sonaron) comparecieron con frecuencia desproporcionada en las listas anuales de plazas pensionadas y premios importantes. Un proceso de difusión académica había situado, mediados los años de 1980, a especialistas del caos en cargos influyentes dentro de las administraciones universitarias. Se fundaron centros e institutos para especializarse en «dinámicas no lineales» y «sistemas complejos».
El caos se ha transformado no sólo en teoría, sino en método; no sólo en un canon de creencias, sino en una forma de hacer ciencia. Ha creado una técnica privativa en el empleo de ordenadores, la cual no exige la enorme velocidad de los Crays y Cybers: prefiere terminales modestos, que permiten la interacción flexible. Se ha convertido en una ciencia experimental para investigadores y matemáticos, en la que el ordenador sustituye los laboratorios repletos de tubos de ensayo y microscopios.
—Para el matemático es un masoquismo trabajar sin imágenes —dijo un perito en el caos—. ¿Cómo verá la relación entre el movimiento y esto? ¿Cómo desarrollará la intuición?
Algunos llevan a cabo su trabajo negando explícitamente que se trata de una revolución; otros aprovechan el vocabulario de Kuhn de mudanzas paradigmáticas, con el fin de describir las alteraciones que presencian.
Los primeros artículos sobre el caos recordaron, en cuanto al estilo, la época de Benjamin Franklin, puesto que regresaron a los principios originales. Kuhn comenta que las ciencias establecidas dan por supuesto una masa de conocimientos, la cual sirve en la investigación como punto de partida para todos. Para no aburrir a sus colegas, los científicos comienzan y terminan rutinariamente sus publicaciones con cosas esotéricas. Contrastaron con ello los artículos sobre el caos, aparecidos en los últimos años de la década de 1970, por su tono evangélico, desde los preámbulos a las peroraciones. Proclamaban credos desconocidos y solían concluir con frases estimulantes. Estos resultados se manifiestan como algo emocionante y sumamente provocativo. Principia a dibujarse una imagen teórica de la transición a la turbulencia. El corazón del caos es accesible para las matemáticas. El caos presagia el porvenir de modo indiscutible. Mas, para aceptar el futuro, hay que renunciar a buena parte del pasado.
Nuevas esperanzas, estilos nuevos y, más importante aún, nueva forma de ver. Las revoluciones no se declaran paulatinamente. Una interpretación de la naturaleza reemplaza a otra. Se entienden los antiguos problemas bajo una luz hasta entonces ignorada y otros se reconocen por primera vez. Sucede algo que es como si toda una industria cambiase todos sus útiles para fabricar productos novedosos. Como lo describe Kuhn: «Es algo así como si la comunidad profesional hubiese sido transportada de repente a otro planeta, en el que los objetos familiares se contemplasen de forma diferente y a ellos se sumasen, al propio tiempo, otros desconocidos».