El descubrimiento de Lorenz fue un accidente, uno más en la hilera que se remontaba a Arquímedes y su baño. Lorenz no era de los que chillaban eureka. La casualidad no le llevó sino al lugar en que siempre había estado. Se dispuso a explorar las consecuencias de su hallazgo, y a averiguar qué significaba para el modo cómo la ciencia entendía los flujos o corrientes en todo género de fluidos.
Si se hubiera contentado con el efecto de la mariposa, imagen de lo predecible cediendo al puro azar, no hubiera hecho sino dar pésimas noticias. Pero vio más que azar en su modelo del tiempo: una fina estructura geométrica, orden disfrazado de casualidad. Como era en el fondo matemático con el pergeño de meteorologista, comenzó a llevar una vida doble. Escribió artículos de meteorología estricta. También escribió artículos estrictamente matemáticos, con una pequeña dosis, apenas engañadora, de tiempo como prefacio. Por último, los prefacios desaparecieron del todo.
Se dedicó cada vez más al aspecto matemático de los sistemas que jamás alcanzaban estabilidad, sistemas que casi se repetían, pero que nunca lo hacían. El mundo entero sabía que el tiempo era uno de ellos: aperiódico. Abundan en la naturaleza: poblaciones animales que se multiplican y reducen casi con regularidad, o epidemias que vienen y se van con puntualidad fascinante. Si el tiempo llegase en una ocasión a un estado idéntico a otro anterior, en que cada racha y cada nube fuesen exactas a las precedentes, podría presumirse que se repetiría en adelante sempiternamente y el problema de los pronósticos sería trivial.
Lorenz comprendió que debía de haber un eslabón entre la resistencia del tiempo a ser como antes y la incapacidad de los meteorólogos para predecirlo: un vínculo entre la aperiodicidad y la impredecibilidad. No era fácil acertar con ecuaciones sencillas que produjeran la aperiodicidad que buscaba. Al pronto, su ordenador propendió a encastillarse en ciclos repetitivos. Mas, probando diferentes clases de complicaciones menores, Lorenz tuvo al fin éxito cuando introdujo una ecuación, que varió la cantidad de calentamiento de este a oeste, correspondiente a la variación real entre la manera como el sol calienta la costa oriental de Norteamérica, por ejemplo, y el modo como caldea el océano Atlántico. La repetición se esfumó.
El efecto de la mariposa no era accidental, sino necesario. Razonó que, supuesto que las perturbaciones leves continuaran siéndolo, en lugar de crecer como una cascada progresiva a través del sistema, cuando el tiempo se aproximara arbitrariamente a un estado por el que ya hubiese pasado, seguiría estando arbitrariamente próximo a las pautas que obedecía. Desde el punto de vista práctico, los ciclos serían predecibles y acabarían por no interesar. Para producir el rico repertorio del verdadero tiempo terrestre, su bella multiplicidad, ¿se podía ansiar algo mejor que el efecto de la mariposa?
Éste adquirió nombre técnico: dependencia sensitiva de las condiciones iniciales. Esta clase de dependencia no era una noción desconocida. Existía en el folklore anglosajón:
Por un clavo, se perdió la herradura;
Por una herradura, se perdió el caballo;
Por un caballo, se perdió el jinete;
Por un jinete, se perdió la batalla;
Por una batalla, se perdió el reino.
Tanto en la ciencia como en la vida, es harto conocido que una cadena de sucesos puede encaramarse a un punto crítico que abultará los cambios insignificantes. Pero el caos denotaba que tales puntos se hallaban por doquier. Se difundían. En sistemas como el tiempo atmosférico, la dependencia sensitiva de las condiciones iniciales era consecuencia inevitable de cómo las escalas pequeñas se entrelazaban con la grande.
Los colegas de Lorenz estaban atónitos de que hubiese remedado tanto la aperiodicidad, como la dependencia sensitiva de las condiciones iniciales, en su versión de juguete del tiempo: doce ecuaciones, calculadas reiteradamente, con despiadada eficiencia mecánica. ¿Cómo surgía tal plétora, tal impredecibilidad —tal caos—, de un simple sistema determinista?