Edward Lorenz y el jugete del tiempo atmosférico

El sol batía desde un cielo que las nubes jamás habían encapotado. Los vientos recorrían una tierra lisa como el cristal. Nunca llegaba la noche, y nunca el invierno sucedía al otoño. Jamás llovía. El tiempo atmosférico simulado en el nuevo ordenador de Edward Lorenz cambiaba lenta, pero seguramente, a lo largo de un mediodía constante y seco, como si el mundo se hubiera convertido en Camelot o en una versión sobremanera benigna del sur de California.

El tiempo real se ofrecía a Lorenz por la ventana: la bruma matinal envolvía el solar del Massachusetts Institute of Technology (Instituto de Tecnología de Massachusetts), y las nubes bajas, procedentes del Atlántico, rozaban los tejados. Bruma y nubes que nunca se mostraban en el modelo de su ordenador. El aparato, un Royal McBee, espesura de cables y tubos de vacío, ocupaba un desmesurado espacio en la oficina de Lorenz; emitía un ruido singular e irritante, y se estropeaba, más o menos, cada semana. No poseía ni la velocidad ni la memoria precisas para rendir una simulación realista de la atmósfera y los océanos terrestres. Y, a pesar de ello, Lorenz creó, en 1960, un tiempo de juguete que fascinó a sus colegas. La máquina señalaba cada minuto el paso de un día, imprimiendo una hilera de números en un papel. Quien sabía leer las cifras notaba que un viento occidental predominante fluctuaba del norte al sur, y de nuevo al norte. Ciclones digitalizados rotaban despacio en torno de un globo terráqueo idealizado. Corrió la voz de ello por el departamento. Los demás meteorologistas, en compañía de los estudiantes graduados, apostaban sobre lo que haría el tiempo de Lorenz. Como por arte de ensalmo, jamás acontecía una cosa dos veces del mismo modo.

Lorenz se divertía con el tiempo, lo cual no es requisito previo en la investigación meteorológica. Paladeaba su mutabilidad. Apreciaba las pautas que apuntaban y desaparecían en la atmósfera: familias de mareas y ciclones, que obedecían siempre a reglas matemáticas, aunque nunca se repitiesen. Mientras las contemplaba, creía ver algo semejante a una estructura en las nubes. Había temido que estudiar la ciencia del tiempo fuese como fisgar en un muñeco de resorte con la ayuda de un destornillador. Y entonces se preguntaba si la ciencia lograría introducirse en su magia. El tiempo atmosférico contenía algo inexpresable con promedios. La temperatura máxima diaria en Cambridge (Massachusetts) promedia en junio los 24 °C. El número de días lluviosos en Riad (Arabia Saudí) es de diez anuales por término medio. Se trataba de estadísticas, y nada más. Lo esencial estribaba en cómo cambiaban las pautas atmosféricas en el transcurso de las horas, es decir, precisamente lo que Lorenz había capturado en su Royal McBee.

Era el dios de aquel universo maquinal, libre de elegir a su capricho las leyes de la naturaleza. Luego de cierta cantidad de tanteos y equivocaciones, nada divinos, escogió doce. Fueron reglas numéricas: ecuaciones que expresaban los nexos entre la temperatura y la presión, y entre la presión y la velocidad del viento. Comprendió que ponía en práctica las normas de Newton, instrumentos apropiados para una deidad relojera, capaz de crear un mundo y de mantenerlo en marcha durante la eternidad. No sería menester otra intervención, gracias al determinismo de los principios físicos. Los autores de tales modelos daban por supuesto que, desde el presente al futuro, las reglas del movimiento tendían un puente de certeza matemática. Entiende las leyes y entenderás el cosmos. Aquélla era la filosofía que se escondía detrás de un modelo del tiempo atmosférico en un ordenador.

Si imaginaron a su Creador como un benévolo no intervencionista, contento de permanecer entre bastidores, los filósofos del siglo XVIII tal vez concibieron a alguien como Lorenz. Era un meteorólogo de especie singular. De faz cansada como la de un agricultor yanqui, el notable brillo de sus pupilas le daba el aire de estar riendo aun cuando no lo hiciera. En contadas ocasiones hablaba de sí y de su trabajo, pues prefería escuchar. A menudo se perdía en un reino de cálculos o de ensoñación, en que sus colegas no lograban penetrar. Sus amigos más íntimos pensaban que la mayor parte de sus horas discurrían en un espacio exterior remoto.

De muchacho había sido entusiasta del tiempo, hasta el extremo de que no perdía de vista el termómetro de máxima y mínima, con el fin de registrar los altibajos de la temperatura exterior a la casa paterna, en West Hartford (Connecticut). Pero, en el interior de ella, dedicaba aún más horas a la solución de problemas y pasatiempos matemáticos, a veces con la colaboración de su padre. En cierta ocasión, toparon con uno muy complicado, que, como comprobaron, no tenía solución. Aquello era admisible, le explicó el autor de sus días: uno puede siempre resolver un problema demostrando que no puede solventarse. El juicio agradó a Lorenz, como le agradaba la pureza de las matemáticas, y cuando se graduó en el Dartmouth College, en 1938, pensó que su porvenir estaba en ellas. No obstante, mediaron las circunstancias en forma de la segunda guerra mundial, y le llevaron a trabajar como diagnosticador del tiempo para el cuerpo aéreo del ejército. Finalizada la contienda, decidió atenerse a la meteorología, investigar su teoría y abrirse camino en sus matemáticas. Cobró renombre con la publicación de una obra sobre cuestiones ortodoxas, tales como la de la circulación general de la atmósfera. Y, en el ínterin, siguió meditando sobre el pronóstico del tiempo.

Tales previsiones eran menos que una ciencia para los meteorologistas sesudos. Las enjuiciaban como una actividad adocenada desempeñada por técnicos, quienes requerían alguna intuición para prever el tiempo del día siguiente con la observación de los instrumentos y las nubes. Pura conjetura. En centros como el MIT (Massachusetts Institute of Technology), la meteorología miraba con buenos ojos los problemas que tenían solución. Lorenz comprendía lo criticable de la predicción del tiempo tan bien como cualquier prójimo, no en balde la había ejercido en pro de los pilotos militares, pero abrigaba por ella mucho interés: un interés matemático.

De la misma suerte que los meteorologistas desdeñaban los pronósticos, casi todos los científicos serios desconfiaban, por aquellas calendas, de los ordenadores. Aparatos semejantes no se concebían como auxiliares de la ciencia teórica. Por ello, la simulación numérica del tiempo era materia espuria. Pero la ocasión no podía ser más propicia para ello. La previsión meteorológica había esperado dos siglos una máquina que repitiera millares de cálculos, una y otra vez, por fuerza bruta. Sólo un ordenador podía hacer efectiva la promesa newtoniana de que el mundo se desplegaba con orientación determinista, sujeto a leyes como los planetas y predecible como los eclipses y mareas. En hipótesis, un ordenador permitiría que los meteorologistas llevaran a cabo lo que los astrónomos habían efectuado con lápiz y regla de cálculo: averiguar con procedimientos matemáticos el futuro de su universo desde sus condiciones iniciales y las leyes físicas que guían su evolución. Las ecuaciones que escribían el movimiento del aire y del agua eran tan bien conocidas como las referentes a los planetas. Los astrónomos no habían conquistado la perfección y jamás la conseguirían, no en un sistema solar trabajado por la gravedad de nueve planetas, decenas de lunas y miles de asteroides; pero los cálculos de la moción planetaria eran tan precisos, que la gente se olvidaba de que se trataba de pronósticos. Bastaba que un astrónomo dijese: «El cometa Halley reaparecerá por aquí dentro de setenta y seis años», para que pareciese un hecho, no una profecía. Previsiones numéricas deterministas trazaban cursos exactos para naves espaciales y misiles. Entonces, ¿por qué no para los vientos y nubes?

El tiempo atmosférico, aunque colosalmente más complicado, se atenía a las mismas leyes. Tal vez un ordenador, de potencia suficiente, fuese la inteligencia suprema que había imaginado Laplace, filósofo, matemático y astrónomo del siglo XVIII, en quien prendió la fiebre newtoniana de manera paradigmática. «Tal inteligencia —escribió— abarcaría en la misma fórmula los movimientos de los cuerpos más gigantescos del cosmos y los del átomo más imperceptible; para ella no habría nada incierto, y así el futuro como el pasado estarían ante sus ojos». En estos días de la relatividad de Einstein y de la incertidumbre de Heisenberg, el optimismo de Laplace resulta casi grotesco; mas buena parte de la ciencia moderna persigue el mismo sueño. Implícitamente, la misión de muchos científicos del siglo XX —biólogos, neurólogos, economistas— ha sido desmontar sus universos en los átomos más escuetos para que se sometan a sus reglas. Se ha aplicado en todas esas ciencias una especie de determinismo newtoniano. Los padres de la actual informática pensaron siempre en Laplace, y la historia de ésta y la historia del pronóstico han andado entremezcladas desde que John von Neumann diseñó sus primeras máquinas en el Institute for Advanced Study (Instituto de Estudios Avanzados), en Princeton (Nueva Jersey), en la década de 1950. Von Neumann reconoció que los modelos del tiempo serían tarea ideal para un ordenador.

Hubo siempre algo muy pequeño, tan pequeño, que los científicos se olvidaron por lo común de su existencia, algo latente en un rincón de sus filosofías como una cuenta impagada. Las medidas jamás serían perfectas. Los que marchaban bajo la bandera de Newton agitaban otra cuyo lema venía a ser más o menos: Dados un conocimiento aproximado de sus condiciones iniciales y la comprensión de la ley natural, puede calcularse el comportamiento aproximado de un sistema. Esta presunción ocupa el corazón filosófico de la ciencia. Como un teórico tenía la afición de decir a sus alumnos:

—La idea básica de la ciencia occidental es que no debemos considerar la caída de una hoja de un planeta de otra galaxia, cuando queremos explicar el movimiento de una bola en una mesa de billar de la Tierra. Puede prescindirse de las influencias mínimas. Hay una convergencia en el modo como ocurren las cosas, y pequeñas influencias arbitrarias no se hinchan hasta tener grandes efectos arbitrarios.

Desde el punto de vista clásico, estaba bien justificada la creencia en la aproximación y la convergencia. Era eficaz. Un error nimio en fijar la posición del cometa Halley en 1910 causaría sólo un minúsculo error al predecir su llegada en 1986, error que continuaría siendo insignificante en el futuro durante millones de años. Los ordenadores recurren a la misma creencia al guiar a las naves espaciales: un input aproximadamente exacto rinde un output aproximadamente exacto. Los pronosticadores económicos recurren al mismo proceder, bien que su éxito sea menos aparente. También lo hicieron los precursores en la previsión global del tiempo atmosférico.

Lorenz lo había reducido a los términos más elementales con su primitivo ordenador. Pero, línea tras línea, los vientos y las temperaturas que surgían en el papel parecían portarse de forma muy terrestre. Respondían a su intuición bien amada sobre el tiempo, su presentimiento de que se repetía, mostrando pautas familiares en las que la presión subía y bajaba, y la corriente aérea se alteraba hacia el norte y hacia el sur. Descubrió que cuando una línea iba de arriba abajo sin un salto, habría después un salto doble, y se dijo: «Es la clase de regla que resultaría útil a un pronosticador». Sin embargo, las repeticiones jamás eran idénticas. Había una pauta, con perturbaciones. Un desorden ordenado.

Lorenz inventó un rudimentario género de gráficas con el fin de que las pautas se apreciasen sin dificultad. Hizo que la máquina, en lugar de las habituales líneas de dígitos, señalara cierto número de espacios en blanco seguidos de la letra a. Seleccionaba una variable, quizá la dirección de la corriente aérea. Paulatinamente las aes recorrían el papel, moviéndose adelante y atrás en una trayectoria sinuosa, que marcaba una larga serie de colinas y valles, representativos de cómo el viento occidental oscilaba al norte y al sur a través del continente. Su regularidad, los ciclos reconocibles que aparecían y reaparecían, aunque nunca de la misma manera, estaban dotados de un poder fascinante, hipnótico. El sistema se portaba como si revelase despacio sus secretos al pronosticador.

En un día invernal de 1961, Lorenz tomó un atajo con el deseo de examinar una sucesión de modo más prolijo. Para no comenzar desde el principio, empezó a medio camino de ella. Copió los números directamente de la impresión anterior, pensando conseguir que la máquina funcionase según las condiciones iniciales, y se dirigió al vestíbulo para librarse del ruido y tomar una taza de café. Regresó una hora después y se encontró algo inesperado, algo que plantó la simiente de una ciencia desconocida.