Nuevas creencias, nuevas definiciones

Hace veinte años Edward Lorenz reflexionaba sobre la atmósfera, Michel Hénon sobre las estrellas y Robert May sobre el equilibrio de la naturaleza. Benoît Mandelbrot era un matemático desconocido de la IBM, Mitchell Feigenbaum un estudiante no graduado del City College neoyorquino y Doyne Farmer un muchacho que crecía en Nuevo México. La inmensa mayoría de los científicos practicantes compartía un cuerpo de creencias acerca de la complejidad. Y creían en ellas con tanta fe, que no necesitaban expresarlas verbalmente. Sólo más tarde fue posible decir qué eran y someterlas a examen.

Los sistemas simples se comportan de manera simple. Un artilugio mecánico como el péndulo, un pequeño circuito eléctrico o una población idealizada de peces en un estanque… Mientras estos sistemas pudieran reducirse a unas pocas leyes, bien entendidas y totalmente deterministas, su conducta a largo plazo sería estable y predecible.

El comportamiento complejo implica causas complejas. Un aparato mecánico, un circuito eléctrico, una población de animales en libertad, una corriente fluida, un haz de partículas, una tormenta, una economía nacional, en fin, cualquier sistema visiblemente inestable, impredecible o anárquico, tenía que obedecer a multitud de componentes independientes o estar sometido a influencias externas esclavas del azar.

Diferentes sistemas se comportan de manera distinta. El neurobiólogo que dedicaba su carrera a estudiar la química de las neuronas humanas, sin saber algo de la memoria o la percepción; el diseñador aeronáutico que utilizaba los túneles de pruebas para solventar problemas aerodinámicos, sin entender la matemática de las turbulencias; el economista que analizaba la psicología de las decisiones de compra, sin adquirir la destreza de pronosticar las tendencias a largo plazo, todos esos científicos y muchos más, convencidos de que los componentes de sus disciplinas eran diferentes, aceptaban como cosa lógica que habían de ser asimismo distintos los sistemas complicados, consistentes en miles de millones de esos componentes.

Ahora bien, eso ha cambiado en la actualidad. En veinte años, físicos, matemáticos, biólogos y astrónomos han establecido ideas variantes, sustitutivas. Los sistemas simples motivan comportamiento complejo. Los sistemas complicados causan comportamiento sencillo. Y, lo que es más importante, las leyes de la complejidad tienen validez universal, y se despreocupan de los detalles de los átomos constitutivos de un sistema.

El cambio no tuvo trascendencia inmediata para la multitud de científicos practicantes, fuesen físicos atómicos, neurólogos o matemáticos. Siguieron trabajando en las cuestiones que les planteaba la investigación en el seno de sus disciplinas. Pero sabían de algo llamado caos, y que algunos difíciles fenómenos habían sido explicados, y que de pronto otros parecían exigir nuevas explicaciones. Quien estudiaba las reacciones químicas en el laboratorio, las poblaciones de insectos en un experimento de campo, en el término de tres años, o las variaciones de las temperaturas oceánicas, no podía justificar del modo tradicional la presencia de fluctuaciones u oscilaciones inesperadas, es decir, ignorándolas. Para algunos aquello representó quebraderos de cabeza. Por otra parte, desde el punto de vista práctico, estaban al corriente de que había dinero del gobierno federal y de las industrias para facilitar la investigación de aquella ciencia de índole vagamente matemática. Creció en ellos la comprensión de que el caos ofrecía una forma reciente de manejar antiguos datos, olvidados en los cajones del escritorio, porque eran demasiado caprichosos e incoherentes. Pensaron cada vez con más convicción que el encajonamiento estanco de la ciencia oponía un obstáculo a su labor. Percibieron con acuidad que, con el decurso del tiempo, se intensificaba la inutilidad de estudiar las partes, haciendo salvedad del todo. Para ellos el caos era la desaparición del programa reduccionista en la ciencia.

Incomprensión; resistencia; enojo; aceptación. Quienes más habían luchado en favor de la causa del caos sufrieron todo aquello. Joseph Ford, del Georgia Institute of Technology, recordó que había dado una conferencia, en la década de 1970, a un grupo de especialistas en termodinámica, durante la cual mencionó que había comportamiento caótico en la ecuación de Duffing, modelo, bien conocido en los libros de texto, de un oscilador sencillo sometido a fricción. La existencia de caos en aquella ecuación era para Ford algo curioso, una de las cosas que sabía que eran ciertas, aunque transcurrieron varios años antes de que se proclamase en Physical Review Letters. Fue como si hubiese afirmado a una cohorte de paleontólogos que los dinosaurios tenían plumas.

—¿Qué pasó cuando dije aquello? ¡Santo cielo! Los presentes se pusieron a brincar. Todo fue: «Mi papá se divirtió con la ecuación de Duffing, y mi abuelito se divirtió con la ecuación de Duffing, y nadie, ¡nadie!, encontró eso de lo que usted habla». Esperaba que se opusieran a la noción de que la naturaleza es complicada. Lo que no entendí fue tanta hostilidad.

Cómodamente instalado en su oficina de Atlanta, mientras el sol invernal agonizaba en el exterior, Ford bebía gaseosa en una jarra descomunal, en la que se había pintado, con brillantes colores, la palabra «caos». Su colega Ronald Fox, más joven, narró su conversión, poco después de haber comprado para su hijo un ordenador Apple II, en una época en que el físico que se respetase no adquiría tales máquinas para trabajar con ellas. Había oído que Mitchell Feigenbaum había descubierto leyes universales, que guiaban el comportamiento de las funciones de realimentación, y decidió escribir un programa corto para contemplar el comportamiento en la pantalla del Apple. Lo vio plasmado en ella: bifurcaciones en forma de horca y líneas estables que se rompían en dos, luego en cuatro y después en ocho; aparición del mismísimo caos y, dentro de él, asombrosa regularidad geométrica.

—En un par de días, se rehace todo lo de Feigenbaum —aseveró Fox.

Algunos científicos jugaron con aquellos programas durante cierto tiempo y los abandonaron. Otros no resistieron su atractivo. Fox perteneció a los que, teniendo conciencia de los límites de la ciencia lineal clásica, no los olvidaron. Sabía que se había acostumbrado a eliminar los problemas difíciles no lineales. El físico, en la práctica, acaba siempre por decir: He aquí una cuestión que me llevará al manual de las funciones especiales, que es el último lugar al que deseo ir, y estoy tan seguro como que he de morir que no recurriré a una máquina. Soy demasiado refinado para hacerlo.

—La imagen general de la no linealidad llamó la atención a mucha gente, despacio al principio y luego con rapidez progresiva —dijo Fox—. Todos los que la miraban obtenían algún fruto. Ahora volvemos a los problemas encontrados, cualesquiera que sean las ciencias que cultivemos. Hubo un punto en que renunciamos, porque se volvían no lineales. Al presente, sabemos cómo examinarlos, y por eso los rescatamos del olvido.

»Si un área crece de pronto, hay que atribuirlo a que un núcleo de personas siente que les ofrecerá algo, o que, si modifican sus investigaciones, serán muy bien recompensadas. El caos es para mí sueño. Promete que, si se entra en el juego, tal vez se haga saltar la banca.

No obstante, no hubo coincidencia de pareceres en cuanto al nombre y la definición que había que darle.

Philip Holmes, barbicano matemático y poeta de Cornell, procedente de Oxford: Las complicadas, aperiódicas y atractivas órbitas de ciertos sistemas dinámicos (por lo común hipodimensionales).

Hao Bai-Lin, físico de China, que coleccionó muchos artículos históricos sobre el caos en un volumen de consulta: Una especie de orden sin periodicidad. Y: Campo de investigación que se extiende con rapidez y en el que matemáticos, físicos, hidrodinámicos, ecólogos y muchos otros han efectuado importantes contribuciones. Y: Clase ubicua y recientemente reconocida de fenómenos naturales.

H. Bruce Stewart, experto en matemáticas aplicadas en el Brookhaven National Laboratory (Laboratorio Nacional de Brookhaven) de Long Island: Comportamiento recurrente y, en apariencia, debido al azar en un sistema determinista simple (de regularidad semejante a la de un reloj).

Roderick V. Jensen, de la Universidad de Yale, físico teórico que explora la posibilidad del caos cuántico: El comportamiento irregular, imprevisible, de sistemas dinámicos deterministas no lineales.

James Crutchfield, del colectivo de Santa Cruz: Dinámica con entropía métrica positiva, pero finita. La traducción matemática es: Comportamiento que produce información (amplía pequeñas incertidumbres), pero que no es absolutamente impredecible.

Y Ford, que se proclama apóstol del caos: Dinámica libre al fin de las cadenas de orden y predecibilidad… Sistemas liberados para explorar al azar cada una de sus posibilidades dinámicas… Estimulante variedad, riqueza de elección, plétora de oportunidades.

John Hubbard, al examinar las funciones iterativas y la infinita frondosidad fractal del conjunto de Mandelbrot, consideró que el de caos era nombre de poca monta para describir su trabajo, puesto que implicaba azar. A su juicio, el mensaje imperioso consistía en que los procesos sencillos producían en la naturaleza magníficos edificios de complejidad sin azar. En la no linealidad y la realimentación se tenían los instrumentos necesarios para descifrar y desplegar estructuras tan ricas como el cerebro humano.

Para otros científicos, como Arthur Winfree, que exploraban la topología global de los sistemas biológicos, el de caos era nombre insuficiente por lo angosto. Daba a entender los sistemas muy sencillos, los diagramas unidimensionales de Feigenbaum y los atractores extraños bidimensionales y tridimensionales (y una fracción) de Ruelle. El caos hipodimensional, presentía Winfree, era un caso particular. Le interesaban las leyes de la complejidad de múltiples dimensiones, y estaba convencido de que existían. Gran parte —demasiada— del universo parecía más allá del ámbito del caos hipodimensional.

La revista Nature publicó un debate abierto y constante sobre si el clima de la Tierra seguía un atractor extraño. Los economistas procuraron reconocerlos en las tendencias del mercado de valores, pero hasta entonces habían fracasado. Los peritos en dinámica esperaron usar las herramientas del caos para explicar la turbulencia en su plenitud. Albert Libchaber, que ya formaba parte de la Universidad de Chicago, puso su elegante estilo experimental al servicio de la turbulencia, creando una caja de helio líquido miles de veces más grande que la minúscula de 1977. Nadie supo si tales experimentos, que liberaban desorden fluido en el espacio y el tiempo, encontrarían atractores sencillos. Como expresó el físico Bernardo Huberman:

—Si usted metiera una sonda en un río turbulento y dijese: «Miren, aquí hay un atractor extraño hipodimensional», nos quitaríamos el sombrero con respeto y miraríamos.

El caos simbolizaba el conjunto de ideas que persuadía a aquellos científicos de que eran miembros de una empresa común. Todos, físicos, biólogos, matemáticos, etc., creían que los sistemas simples, deterministas, podían generar complejidad; que los excesivamente enrevesados para las matemáticas tradicionales obedecían a leyes sencillas; y que, en cualquiera de los campos que cultivaban, su tarea esencial consistía en comprender lo complejo.