MUCHOS científicos tuvieron la generosidad de guiarme, informarme e instruirme. La contribución de algunos será evidente para el lector; pero muchos otros, no citados en el texto o mencionados sólo de paso, me ayudaron igualmente, poniendo a mi disposición su tiempo y su inteligencia. Abrieron sus archivos, registraron su memoria, debatieron entre sí y apuntaron formas de pensar en una ciencia que me eran indispensables. Varios leyeron el manuscrito original. Mi investigación sobre el tema de este libro necesitó de su paciencia y su honradez.
Deseo expresar mi reconocimiento a mi editor, Daniel Frank, cuya imaginación, sensibilidad e integridad aportaron a estas páginas más de lo que puedo expresar. Dependí de Michael Carlisle, mi agente literario, quien me concedió su apoyo, tan certero como entusiástico. En el New York Times, Peter Millones y Don Erikson me auxiliaron de manera decisiva. Entre las personas que colaboraron con ilustraciones figuran Heinz-Otto Peitgen, Peter Richter, James Yorke, Leo Kadanoff, Philip Marcus, Benoît Mandelbrot, Jerry Gollub, Harry Swinney, Arthur Winfree, Bruce Stewart, la familia Fereydoon, Irving Epstein, Martin Glicksman, Scott Burns, James Crutchfield, John Milnor, Richard Voss, Nancy Sterngold y Adolph Brotman. También estoy agradecido a mis padres, Beth y Donen Gleick, que no sólo me educaron correctamente, sino también corrigieron el libro.
Goethe escribió: «Tenemos el derecho de esperar de quien se propone ofrecernos la historia de una ciencia que nos informe de cómo se conocieron gradualmente los fenómenos de que trata, y de lo que se imaginó, conjeturó, se supuso o pensó sobre ellos». Es «asunto aventurado —continuó— pues, en tal empresa, el escritor anuncia de modo tácito al principio que se propone iluminar unas cosas y dejar otras en la sombra. Sin embargo, el autor ha disfrutado durante el cumplimiento de su quehacer…».