PRÓLOGO

Llovía en todo el hemisferio norte de la Tierra.

Cuarenta minutos antes de que el último episodio de «Supermente» fuera programado para ser enviado por todo el sistema solar a través de los canales abiertos, Sir Randolph Mays apareció en la Broadcasting House de Londres con el agua chorreando de su Burberry, surgido de la noche para insistir en que el principio del episodio tenía que ser regrabado.

Llamado apresuradamente a su club, situado a dos calles de distancia, donde estaba cenando, un desaliñado y frenético director de programas se enfrentó a la celebridad interplanetaria.

—Sir Randolph, no puede estar hablando en serio. Ya tenemos cargado el chip terminado para su transmisión automática.

Mays extrajo unos papeles encuadernados en azul de su amplia bolsa de piel y los blandió en su enorme mano derecha.

—Permítame dirigir considerablemente su atención a la sección treinta y tres, párrafo dos, de nuestro contrato —respondió; siempre hablaba como si estuviera subrayando las palabras clave—. Allí están detalladas las sanciones que deberá pagar la British Broadcasting Corporation en el caso de que no se me garantice un control absoluto y total sobre el montaje del contenido de la serie.

—Bueno, sí, pero también acordó usted entregar un chip terminado con una antelación predeterminada, según un guión previamente aprobado por nosotros. —El director no necesitaba comprobar el contrato; la cláusula era estándar. Permitió que sus bifocales con montura de acero pasadas de moda resbalaran hacia abajo por su nariz para poder mirar más seriamente a Mays—. Eso ya lo ha hecho usted. Y la antelación ha dejado de ser, esto, predeterminada.

—Pueden ustedes contrademandar. Sin embargo, si sopesa las sanciones especificadas en el contrato, lo que mi infracción me costará a mí como opuesto a lo que su infracción les costará a ustedes…, creo que estará de acuerdo conmigo en que una simple sustitución de los dos primeros minutos del programa de esta noche es la solución preferible. —Mays era un hombre delgado de boca amplia, cuyas enormes manos parecían hachear el aire mientras hablaba, rebanando cada palabra remarcada.

—Necesitaré un momento para…

—Aquí está el guión cronometrado para la nueva sección. Todas las imágenes de remplazo están en este chip.

El director se subió las bifocales.

—Bueno…, déjeme ver, entonces.

Al cabo de cinco minutos Mays era conducido a un estudio de inserción, donde se sentó ante a una pantalla mate, mirando de frente a una diminuta videocam, y leyó media docena de líneas de narración con su voz de inconfundibles inflexiones.

Cinco minutos más tarde era acomodado en una sala de montaje insonorizada y miraba por encima del hombro de un montador de vídeo que había acudido apresuradamente.

El montador era un joven delgado y pálido de brillante y ensortijado pelo castaño que le llegaba a los hombros. Tras unos momentos de pulsar teclas con sus delicados dedos, dijo:

—Todo preparado, señor. El master viejo en el uno, el chip del inserto en el dos, lectura no sincro en el canal treinta, alimentación al nuevo master en el tres.

—Me gustaría ver si podemos hacerlo en tiempo real. Dar vida al chip, por así decir.

—De acuerdo, señor. Usted me dirá.

—Cuando usted quiera. Empiece por el dos.

En el monitor de pantalla plana apareció una imagen, familiar pero aún majestuosa, de las nubes de Júpiter que llenaban la pantalla, girando en una intrincada mezcolanza de amarillos y naranjas y rojos y pardos…, y, en primer plano, el diminuto y brillante destello de una rápida luna.

—Leyendo —dijo Mays.

El montador tecleó de nuevo; la voz grabada de Mays, una especie de ronco semisusurro lleno de reprimida urgencia, llenó la insonorizada sala.

La luna de Júpiter Amaltea. Desde hace más de un año, el objeto más inusual de nuestro sistema solar…, y la clave a su enigma central.

La imagen se amplió. Amaltea se acercó con rapidez y se reveló como una irregular masa de hielo de varias docenas de kilómetros de largo, con su eje mayor apuntado hacia el cercano Júpiter. Demasiado pequeña para sentir el pandeo y la tensión internos de las fuerzas de marea y el calor de la fricción resultante —demasiado pequeña para retener una atmósfera—, Amaltea estaba sin embargo rodeada por una tenue bruma que arrastraba tras ella, hecha jirones por una invisible cellisca de radiación dura.

—Una buena imagen —observó el montador.

Mays se limitó a gruñir. Aquella imagen era precisamente la razón por la que había insistido en revisar el inicio del programa; era una grabación de un satélite de reconocimiento clasificado de la Junta de Control Espacial que Mays había adquirido hacía menos de veinticuatro horas, a través de métodos de los que no quería hablar. El montador, con una larga experiencia en montar programas de noticias sobre investigación, comprendió la naturaleza del gruñido de Mays y no añadió nada.

La cada vez más ampliada imagen de vídeo mostraba ahora que sobre la superficie de Amaltea, oscurecidas por la bruma que se aferraba a ella, centenares de resplandecientes erupciones lanzaban materia al espacio. La voz grabada prosiguió: Los géiseres de hielo de Amaltea no tienen ninguna explicación natural.

—Corte al uno —dijo Mays.

La imagen de la pantalla cambió bruscamente a Amaltea tal como había sido conocida durante el pasado siglo: un oscuro trozo de roca sembrado de gravilla de 270 kilómetros de largo, con unas pocas manchas de hielo y nieve esparcidas. Desde las primeras imágenes enviadas por las expediciones robot en el siglo XX, Amaltea ha sido considerada como un asteroide capturado, ordinario e inerte.

La escena se disolvió, y ahora la imagen en la pantalla plana fue una vista de las profundidades dentro de la capa de nubes de Júpiter, tal como fue grabada por la expedición Kon-Tiki del año anterior. En el centro de la pantalla, una gigantesca criatura flotante, como una de las medusas de muchos brazos de la Tierra pero varios órdenes de magnitud más grande, pacía tranquilamente en sus nubosos pastos. Claramente visible a un lado de su inmensa bolsa de gas había unas marcas peculiares, el diseño en forma de tablero de ajedrez de un dispositivo de radio de exploración de bandas.

Cuando las medusas que nadan en las nubes de Júpiter fueron alteradas por la nave investigadora Kon-Tiki, prosiguió la voz grabada, iniciaron lo que algunos han llamado un «coro celestial».

—Cruce al dos —dijo Mays.

La pantalla se disolvió a otra de las recién adquiridas imágenes ilícitas de Mays, un radiomapa en colores falsos de las nubes de Júpiter vistas desde la órbita de Amaltea: círculos concéntricos de brillantes manchas rojas que señalaban fuentes de radio se extendieron sobre las más pálidas líneas gráficas como ondulaciones en un estanque o los anillos concéntricos de un ojo de buey.

Durante seis días cantaron su radiocanción directamente hacia Amaltea, empezando cuando esa luna se alzó sobre el horizonte y deteniéndose cuando se hundió de nuevo. El séptimo día descansaron.

De nuevo la superficie de Amaltea: vista desde cerca, una columna de espuma se erguía muy alta sobre la resbaladiza superficie. El orificio del géiser estaba velado por zarcillos de bruma.

Seguro que no es ninguna coincidencia que estos inmensos géiseres parezcan brotar de pronto por todas partes sobre Amaltea exactamente en el momento en que las medusas dejan de cantar. Hasta ahora, Amaltea ha expelido más de un tercio de su masa total. A cada hora que pasa se encoge más.

—Inserte mi imagen ante la cámara —ordenó Mays. En el minuto o dos que llevaban trabajando juntos, Mays y el montador habían establecido ya una fácil sincronía; el montador había pulsado las teclas casi antes de que Mays hablara.

La imagen del propio Sir Randolph apareció, limpiamente insertada en una esquina inferior de la pantalla: el enorme géiser blanco parecía gravitar detrás de él, vagamente amenazador. Tres años antes, pocas personas hubieran reconocido el rostro que miraba desde la pantalla, y que en la vida real se miraba a sí mismo por encima del hombro del técnico. Apuesto en su tiempo, aquel rostro se había ido volviendo pálido y delgado a través de medio siglo de desengaños con la naturaleza humana, pero no traicionaba ningún cinismo, y detrás de aquellos ojos grises que miraban bajo las caídas cejas grises una chispa de fe parecía quemar ardiente en el cerebro de Mays.

Muchos otros acontecimientos al parecer no relacionados culminan en la pequeña Amaltea, acontecimientos que ocurren en lugares tan alejados como la infernal superficie de Venus, la otra cara de la luna de la Tierra, los desiertos de Marte…, y no el menor de ellos en una espléndida propiedad en los campos de Somerset, en Inglaterra. Ésas y otras coincidencias imposibles serán el tema del programa de esta noche, la conclusión de nuestra serie.

Mays y el montador pronunciaron a coro las familiares palabras: «Arriba la música. Títulos de crédito», y el montador rio quedamente ante sus reflejos idénticos. La música creció. Los títulos y créditos estándar fueron apareciendo en la pantalla, sobreimpuestos a escenas de anteriores episodios de «Supermente».

Los dos hombres se pusieron en pie. El montador se estiró para aliviar la tensión de sus brazos.

—Lo tenía usted cronometrado hasta la décima de segundo, señor —dijo con satisfacción—. Voy a llevar esto a Control. Estaremos en el aire en diecisiete minutos. ¿Quiere verlo desde la sala de control?

—No, me temo que tengo otra cita —dijo Mays—. Gracias por su colaboración.

Con estas palabras salió de los pasillos de la Broadcasting House y se sumergió de nuevo en la lluviosa noche sin decir otra palabra a nadie, como si realmente hiciera este tipo de cosas cada día.