LA LUNA DE DIAMANTE
EPÍLOGO, POR ARTHUR C. CLARKE

Ya describí, en el epílogo a Venus Prime IV: El encuentro con Medusa, la historia de mi fascinación de toda la vida con el más grande de todos los planetas. Sólo desde 1979, sin embargo, se ha descubierto —con deleitada sorpresa de los astrónomos— que las maravillas de Júpiter igualan a las de sus muchos satélites.

En 1610, Galileo Galilei orientó su recién inventado «tubo óptico» al planeta Júpiter. No se sorprendió de ver que —al contrario que las estrellas— mostraba un disco perceptible, pero durante el transcurso de las siguientes semanas hizo un descubrimiento que echó por tierra la imagen medieval del universo. En esa imagen del mundo, todo —incluidos el Sol y la Luna— giraba en torno de una Tierra central. Pero Júpiter tenía cuatro débiles destellos de luz que giraban a su alrededor. La Tierra no era el único planeta con una luna. Para hacer las cosas aún peores: Júpiter tenía no uno, sino cuatro compañeros. No es de extrañar que algunos de los más intransigentes colegas de Galileo se negaran a mirar a través de su diabólico invento. De todos modos, argumentaron, si los satélites de Júpiter eran tan pequeños, en realidad no importaban y al diablo con ellos…

Hasta el siglo XIX, las cuatro lunas «galileanas» —Ío, Europa, Ganimedes y Calisto— no fueron más que puntos sin rasgos definidos incluso a través de los más poderosos telescopios. Sus movimientos regulares (en períodos que iban de unas meras 42 horas para Ío hasta 17 días para la distante Calisto) en torno de su gigantesco amo las convirtieron en una fuente de constante deleite para generaciones de astrónomos, aficionados y profesionales. Un buen par de modernos binoculares —rígidamente sostenidos— permiten verlos con facilidad, puesto que giran de un lado para otro a lo largo del plano ecuatorial de Júpiter. Normalmente serán visibles tres o cuatro, pero en raras ocasiones Júpiter aparecerá como sin ninguna luna como hubieran deseado los oponentes de Galileo, puesto que los cuatro satélites estarán eclipsados por el planeta, o pasando por delante de su superficie sin ser apreciados.

No había ninguna razón para suponer, antes de que se iniciara la Era Espacial, que los cuatro satélites galileanos fueran muy diferentes de nuestra propia Luna: es decir, desiertos sin aire llenos de cráteres donde nunca se movía nada excepto las sombras arrojadas por el distante sol. De hecho, esto resultó ser cierto para el satélite más externo, Calisto: se halla tan saturado de cráteres de todos los tamaños que simplemente no hay espacio para nada más.

Éste fue casi el único resultado no sorprendente de las misiones Voyager de 1979, indudablemente las de mayor éxito en la historia de la exploración espacial. Porque las tres lunas interiores revelaron ser completamente distintas de Calisto, y las unas de las otras.

Ío está salpicada de volcanes —los primeros activos descubiertos jamás más allá de la Tierra—, que arrojan vapores sulfurosos a un centenar de kilómetros hacia el espacio. Europa es una helada masa de hielo de polo a polo, cubierta por una intrincada red de fracturados cráteres. Y Ganimedes —más grande que Mercurio, y no mucho más pequeña que Marte— es la más extraña de todas. Gran parte de su superficie parece como si hubiera sido arañada por gigantescos peines, que han dejado múltiples surcos que recorren miles de kilómetros. Y hay curiosos pozos de los que emergen rastros que muy bien podrían haber sido hechos por caracoles del tamaño de un estadio olímpico.

Si desean saber ustedes más sobre esos extraños cuerpos, les remitiré a los numerosos y espléndidamente ilustrados volúmenes que fueron inspirados por las misiones Voyager. Stanley Kubrick y yo nunca soñamos, mediados los sesenta, que menos de una docena de años más tarde estaríamos viendo primero planos de los lugares a los que planeábamos enviar nuestros astronautas: creíamos que tal conocimiento no estaría disponible hasta al menos el 2001. Sin los Voyager, nunca hubiera podido escribir Odisea dos. Gracias, NASA y Laboratorio de Propulsión a Chorro.

Además de su cuarteto de lunas de tamaño casi planetario, las sondas espaciales Voyager descubrieron que Júpiter tiene también anillos tipo Saturno —aunque son mucho menos espectaculares— y al menos una docena de satélites más pequeños. Como corresponde a un gigante así, es un minisistema solar por derecho propio, cuya exploración puede tomar muchos siglos…, y muchas vidas.

El relato corto Júpiter V, la génesis de esta novela, tiene lugar en un satélite que fue descubierto por un astrónomo de ojo agudo, E. E. Barnard, allá en 1892. Bautizado oficialmente ahora como Amaltea, durante mucho tiempo se creyó que Júpiter V era la luna más cercana a Júpiter, pero los Voyager detectaron otros satélites más pequeños y más cercanos aún. Puede haber docenas, o centenares, o miles más; algún día tendremos que responder a la pregunta: «¿Cuán pequeño puede ser un trozo de roca y ser calificado todavía como una luna?»

Escrito en 1951, y más tarde publicado en la antología Alcanza el mañana, Júpiter V es una de las pocas historias cuyos orígenes puedo rastrear con exactitud. Su primera inspiración (explícitamente mencionada en la versión original) fue la maravillosa serie de ilustraciones astronómicas de Chesley Bonestell aparecidas en un número de 1944 de la revista Life.[1] Reproducidas más tarde en el volumen recopilado por Willy Ley La conquista del espacio (1949), debieron hacer que miles de personas se dieran cuenta por primera vez de que los demás planetas y satélites del sistema solar eran lugares auténticos, que algún día podíamos llegar a visitar.

Las ilustraciones de Chesley —cuando fueron publicadas en La conquista del espacio— inspiraron a legiones de jóvenes cadetes del espacio, y a éste quizás un poco menos joven. Poco sabía yo entonces, por acuñar una frase, que un día colaboraría con Chesley en un libro acerca de la exploración de los planetas exteriores (Beyond Júpiter [1972]: ver el epílogo a Venus Prime IV: El encuentro con Medusa). Cuánto me alegré de que Chesley —que murió, aún en plena fiebre de trabajo, a la edad de 99 años— viviera para ver la realidad detrás de su imaginación.

El segundo antecedente de Júpiter V fue algo más sofisticado. En 1949, durante mi último año en el King’s College de Londres, mi instructor de matemáticas aplicadas, el doctor G. C. McVittie, dio una conferencia que causó una indeleble impresión en mí. Era sobre el aparentemente poco prometedor tema de la teoría de las perturbaciones, es decir, lo que le ocurre a un cuerpo en órbita si alguna fuerza externa altera su velocidad. Por aquellas fechas, nada podía parecer menos práctico; hoy es la base de la industria de los satélites de comunicaciones, que maneja muchos miles de millones de dólares, y de todas las misiones de citas en el espacio.

Las conclusiones que «Mac» ilustró en la pizarra fueron sorprendentes, y a menudo contraintuitivas; ¿quién hubiera pensado que una forma de hacer que un satélite fuera más aprisa era frenarlo para que bajara su órbita? Durante las siguientes décadas utilicé la teoría de las perturbaciones en un cierto número de otros relatos además de Júpiter V, y desempeña un papel vital, aunque de una forma muy diferente, en los finales tanto de 2010 como de 2061.

En marzo de 1989, la Real Sociedad Astronómica, de la que el doctor McVittie ha sido durante mucho tiempo miembro destacado, dio un simposio especial en memoria suya, y yo me apresuré a comunicar a sus organizadores su valiosa contribución a mi propia carrera.

Pero volviendo a Júpiter V…, Amaltea. En 1951 me sentía completamente seguro de poder hacer cualquier cosa que deseara, porque era inconcebible que pudiéramos ir a echarle una buena mirada de cerca durante este siglo. Sin embargo, ésa fue precisamente una de las hazañas realizadas por las misiones Voyager.

Bueno, quizá no una buena mirada, pero la ligeramente borrosa imagen del Voyager, aunque tomada desde varios miles de kilómetros de distancia, hizo pedazos por completo mi descripción: «Había débiles líneas entrecruzadas en la superficie del planeta, y de pronto mis ojos captaron todo su esquema. Porque era un esquema; aquellas líneas, cubrían el Cinco con la misma exactitud geométrica que las línea de latitud y longitud dividen el globo de la Tierra…»

No estoy preocupado por ella: la auténtica Amaltea parece aún más extraña. Tiene un delicado tono rosáceo…, probablemente como resultado de haber sido rociada con el polvo de azufre lanzado por el cercano Ío. Y tiene un par de prominentes puntos blancos simétricos, que tienen el inquietante aspecto de un par de prominentes ojos.

Quizá sean eso precisamente. Deberíamos de saberlo cuando la Galileo llegue allá en 1995…

ARTHUR C. CLARKE

23 de octubre de 1989