En la base de Ganimedes habían estado siguiendo atentamente todos aquellos acontecimientos. Una nave de la Junta Espacial —un viejo y crujiente remolcador— había sido lanzada en un intento de rescate de la expedición Forster que, por el hecho de haber dejado de comunicar (a aquellas alturas todo el mundo sabía eso), debía de tener con toda seguridad problemas.
Pero la llameante partida del plateado huevo tomó a todos los observadores por sorpresa. En Ganimedes, en la Tierra, en todos los mundos habitados, vieron ponerse en marcha los titánicos motores. Vieron la semilla de una luna moverse contra el poderoso abrazo de Júpiter. Siguieron su rumbo, con la seguridad de que se dirigiría fuera del sistema solar, hacia las más distantes estrellas.
Primero fue con sospecha, luego con incredulidad, finalmente con maravilla, que al fin creyeron en la evidencia de sus propios ordenadores.
En Ganimedes, el comandante observaba con una hosca e inescrutable expresión. Demasiado tarde había seguido el rastro del último de los prophetae, el último topo dentro de la delicada presencia de la Junta Espacial en la orilla del Océano sin Orillas. Cualquier cosa que aquellos lastimosos mercenarios conspiradores del Espíritu Libre tuvieran que decirle carecía de valor frente al futuro que se desplegaba ante ellos.
En la Tierra, Ari y Jozsef observaron también el espectáculo. Las lágrimas brotaban de los ojos de Ari, lágrimas de alegría y rabia, de que aquello estuviera ocurriendo, de que su hija hubiera ayudado a que ocurriera…, y de que ella hubiera sido excluida de todo el asunto.
Porque lo que quedaba de Amaltea —su brillante núcleo, la «nave-mundo», la luna de diamante— no se encaminaba hacia un destino en algún lugar de la constelación de la Cruz. Se encaminaba a una cita con la Tierra.