—Le tenemos cogido, Sir Randolph. Supongo que habrá estado escuchando.
—Sí.
McNeil y Groves recogieron a Mays una hora después de que Forster les dijera que lo recuperaran; estaba a sólo veinte kilómetros más arriba, y le localizaron sin demasiados problemas rastreando el radiofaro de su traje, que habían dejado intacto cuando inutilizaron su sistema de comunicaciones. Su exposición a la radiación no sería peor que la de sus rescatadores.
—No fue necesario hacer el viaje largo después de todo. La señorita Mitchell valoraba demasiado su vida —dijo Groves.
—Sí, bueno…, es una persona de buen corazón. Hay que reconocerle eso.
—Pero me temo que ha sacudido usted un poco la fe que le tenía.
Mays no respondió.
De los dos tripulantes, el rápido y pequeño Tony Groves era el más inclinado a jugar a Mercurio, el psicólogo; tenía la impresión de que algo había desaparecido en Sir Randolph Mays, alguna oscura fuerza de resistencia, porque regresó con ellos muy apáticamente del cielo color bronce dominado por Júpiter.
Se le ocurrió al navegante sugerir al profesor Forster, ese famoso racionalista, que ahora era un buen momento para interrogar a Mays más a fondo. Quizás el periodista-historiador estuviera dispuesto a admitir, si no la totalidad, sí algo parecido a la desnuda verdad sobre sí mismo.
Pero primero tenían que volver al Michael Ventris, un punto de luz apenas visible sobre el resplandeciente globo de plumón de Amaltea, que estaba cruzando virtualmente la noche al tiempo que cambiaba de forma visible contra el fondo de las fijas estrellas.
Incluso mientras observaban, sumergiéndose a toda velocidad hacia el satélite con el impulso de los sistemas de maniobra de sus trajes, el aspecto de Amaltea cambiaba. Los últimos restos del cascarón helado se fundían en agua caliente, y los últimos restos de agua caliente hervían y se evaporaban en un momento. Una bruma de vapor que se disipaba rápidamente abandonaba la superficie, como el pañuelo de seda de un prestidigitador alzándose con exquisita gracia para revelar…
… lo que habían sabido que estaba allí pero no podían ver con sus propios ojos antes de ahora, la nave espacial con su superficie como un espejo, el mundo que era una nave espacial. La luna de diamante.
Justo entonces, la voz de Jo Walsh llenó sus trajes.
—Angus, Tony, volved aquí tan rápido como podáis. Tenemos una emergencia en nuestras manos.
—¿Qué ocurre, Jo?
—Dad todo el gas que podáis, muchachos. Haced sangrar el del señor Mays también si es necesario. Parece que el vecindario se está volviendo crítico, si nuestros informadores saben de qué demonios están hablando.
Y en la cabina de pilotaje del Ventris:
—… traed al Ventris a la cala ecuatorial uno-ochenta. No puedo estar segura, pero creo que tenemos sólo unos veinte minutos para conseguir esto —estaba diciendo la voz de Sparta por los altavoces.
—Veinte minutos —exclamó en voz baja Marianne. Miró a su alrededor como si alguien pudiera salvar la situación. Pero Forster y la capitana estaban contemplando la vacía videoplaca como si mediante su fuerza de concentración pudieran ver a Sparta en ella. Hawkins se mordía el labio y miraba impotente a Marianne. Incluso Blake, cuyo impulso normal en las emergencias era salir y arremeter contra algo, permanecía lúgubremente allí, inactivo.
—Todavía faltan McNeil y Groves, inspectora Troy —dijo Forster.
—¿Mays? —les llegó la voz de Sparta por el enlace.
—Sí, está con ellos.
—¿Están en contacto?
—La capitana Walsh acaba de darles instrucciones de que se apresuren todo lo posible, pero estimamos que están quizás a unos quince minutos de nuestra posición actual.
En la cabina de pilotaje del Ventris hubo silencio por un momento, hasta que la voz de Sparta dijo de nuevo por el radioenlace:
—Ustedes tendrán que entrar en la cala ahora. Ellos tendrán que hacerlo cuando lleguen.
—Su combustible de maniobra… —empezó a decir Marianne.
La voz de Sparta prosiguió:
—No parece haber otra opción aquí; mi sentido de la situación es que la… «nave-mundo» ha entrado en una especie de cuenta atrás automatizada. Y que hemos superado ya el punto de no retorno.
—Pero, inspectora Troy…
—Lo siento, señor, permítame un momento… —Walsh interrumpió la respuesta de Forster con su diplomática firmeza de capitana, que bajo su educado barniz no parecía una contradicción—. Voy a alertar a los hombres y a poner en acción la nave. Usted y la inspectora Troy podrán seguir con su discusión dentro de un momento.
Se comunicó rápidamente con el ordenador del Ventris —representaba algo más de trabajo que lo habitual poner en marcha la nave sin la ayuda del ingeniero—, y lo programó para que se encaminara al ecuador de la luna de diamante.
—Será mejor que se sujete, señor. Blake, por favor, ocupe el sillón del ingeniero. Señorita Mitchell, señor Hawkins, vayan abajo, por favor. Átense para rumbo de ajuste.
Un momento más tarde los cohetes de maniobra entraron en acción como obuses, con la suficiente intensidad y fuerza como para proporcionarles dolor de cabeza. El Ventris se curvó limpiamente hacia dentro, hacia el agujero negro que incluso entonces se abría en espiral en el lado de la resplandeciente «nave-mundo».
McNeil miró a Groves. Acababan de ser puestos al corriente por Walsh a través de los enlaces de sus trajes.
—¿Alguna ayuda, señor navegante?
—Bueno, señor ingeniero, acabo de efectuar una estimación preliminar en mi manga —se palmeó la placa del ordenador en el antebrazo de su traje—, y nos pone en una situación un tanto apurada. Para poder efectuar el cambio de vector tenemos que ahorrar todo el combustible que tenemos. Pero si ahorramos todo el que tenemos, vamos a llegar, oh, un poco tarde.
—Entonces, ¿no podemos ajustar el vector delta?
—Ésa es una forma de decirlo sucintamente.
—¿Alguna recomendación?
Dentro de su traje, Groves se encogió visiblemente de hombros.
—Yo diría: Lancémonos como murciélagos salidos del infierno y esperemos que alguien piense en algo antes de que se nos agote el gas.
McNeil miró de soslayo a su cautivo.
—Supongo que tiene usted derecho al voto, Mays. Aunque eso no quiere decir que debamos contar con él.
—No importa —dijo Mays—. No tengo nada que añadir.
De modo que pusieron en marcha sus impulsores, y se lanzaron hacia la luna de diamante.
El Ventris entró en la enorme cúpula explorada originalmente por Forster y Troy con el submarino Manta. Su catedralicio espacio era una filigrana de tinta y plata, trazada con una fina punta de aguja de acero…, porque estaba lleno de vacío ahora, no agua, y su intrincada arquitectura estaba severamente iluminada por la luz de Júpiter que entraba desde fuera.
Desde el suelo un puñado de brillantes mecanismos, flexibles y vivos como tentáculos, saltaron hacia arriba para aferrar al Ventris y atraerlo hacia dentro. Lo giraron al tiempo que lo arrastraban, de modo que finalmente quedó tendido de costado, firmemente sujeto en una masa de sorbientes zarcillos como un pez que hubiera caído en poder de una anémona.
El Ventris quedó alineado de tal modo que se hallaba paralelo al eje de la «nave-mundo», apuntando en dirección de lo que habían llamado el polo sur. En la cabina de pilotaje, la débil gravedad existente tendía a atraer a sus ocupantes hacia una pared en vez de hacia el suelo, pero la fuerza era tan ligera que la sensación no era tanto como caer que como derivar de lado en una lenta corriente.
—El Manta tiene combustible —dijo Blake a Walsh—. Podría conducirlo hacia ellos y abandonarlo luego, usar el gas de mi traje para ayudarles a entrar.
—Lo siento, Blake —dijo ella con voz seca—. Agotarías el traje de tu gas y más aún solamente igualando vuestras trayectorias.
—Insisto en efectuar el intento —dijo Blake, con toda la furiosa dignidad que pudo reunir.
—Me niego a sufrir cuatro bajas en vez de tres.
—Capitana…
—Si hubiera la más ligera posibilidad… —Walsh estaba rígida; dos de sus compañeros de hacía mucho tiempo, sus más viejos amigos, estaban entre los hombres que se proponía abandonar—, pero no la hay. Comprueba las cifras si quieres. Por favor, demuéstrame que estoy equivocada.
Forster —atado en su sillón y meditando, el rostro entre las manos— había permanecido apartado de la disputa. Ahora alzó su triste mirada a Blake.
—Haga lo que sugiere la capitana, Blake. Compruebe las cifras.
—Señor, el ordenador usa sus propias estimaciones del combustible. Sugiero… Digo que están bajos.
—O altos —respondió rápidamente Walsh.
—Compruebe las cifras, Blake —insistió Forster—. Deje la masa de Mays fuera del cálculo.
Walsh miró a Blake sin decir nada. Le estaba pidiendo que cargara con el peso.
—Lo siento, Jo. Profesor —murmuró Blake—. No voy a decir que lamenté ver que tomaban esa decisión por ellos mismos. Pero…
Walsh se volvió hacia la consola y tecleó manualmente números en el ordenador; no era el tipo de cosa que uno le decía que hiciese la máquina en modo voz. Los números volvieron, y las trayectorias potenciales fueron desplegadas gráficamente.
Walsh y los demás contemplaron la placa.
—Bien —dijo la capitana—, esperemos que, cuando se les ocurra la idea, sean menos escrupulosos que yo.
—¿De qué está hablando? —preguntó Marianne. Ella y Bill Hawkins llegaban en aquel momento a la cabina de pilotaje.
Forster no la miró, pero habló con voz fuerte y llana.
—Con el combustible de Mays, pero sin su masa, McNeil y Groves tienen una posibilidad de volver aquí antes del límite de tiempo dado por la inspectora Troy.
—Una posibilidad que disminuye rápidamente —gruñó Walsh.
Marianne captó con rapidez.
—¿Quiere que abandonen a Randolph? —dijo.
—Me gustaría que lo hicieran. —Forster la miró directamente—. Pero dudo que lo hagan.
Marianne hubiera podido expresar ultraje u horror. Pero no lo hizo.
En dirección hacia Júpiter, Tony Groves dijo:
—Acabamos de pasarlo, compañero. El punto de no retorno.
—Lo cual significa que si nadie acude a nuestro rescate, seguiremos esta trayectoria para siempre —dijo McNeil.
—Me temo que sí.
Por un momento los comunicadores de sus trajes se llenaron únicamente con la estática de Júpiter; luego Mays dijo:
—Tienen el combustible de mi traje. Simplemente líbrense de mí. Quizá así aún puedan salvarse.
—Éste no es el tipo de cosa que se hace habitualmente —dijo Groves.
—Y, por supuesto, usted es el tipo de hombre que siempre hace las cosas habituales —respondió Mays con despecho.
—Creo que está intentando provocarnos, Angus —dijo Groves.
—No le servirá de nada. Todo eso ya es déjà vu para mí —dijo McNeil—. Seguro, mata a ese tipo molesto y puede que vivas un poco más. Luego intenta vivir con ello.
Groves hizo chasquear la lengua.
—Pregunto, ¿cuál es el chiste?
—Averígualo, chico listo.
Siguieron surcando el espacio, con los cohetes de sus trajes empujándoles hacia la luna de diamante que ahora casi llenaba su cielo…, sabiendo que no tendrían forma de detenerse, o siquiera de darse la vuelta, cuando la alcanzaran.
—Francamente —dijo Mays—, en realidad no me importa si ustedes dos viven o mueren. Pero me gustaría hacer una declaración antes de que yo muera.
—Estamos escuchando —dijo McNeil.
—No a ustedes dos. A…, a Forster, supongo. A esa mujer, Troy, o como se haga llamar estos días.
McNeil ajustó el comunicador de su traje.
—¿Todavía puede captarnos, profesor?
La respuesta llegó tan clara que Forster hubiera podido estar en el traje contiguo al de ellos.
—Estaba escuchando, Angus. Diga lo que tenga que decir, Sir Randolph.
Mays suspiró profundamente y sorbió una buena cantidad de frío aire de su traje.
—Mi nombre no es Randolph Mays —dijo—. Puede que me conozca usted por otros nombres: William Laird, Jean-Jacques Lequeu. No soy ninguno de ellos. Mi nombre no importa.
—Eso es cierto, su nombre no importa —dijo Sparta, y su voz sonó tan cerca como si estuviera dentro de su cabeza…, y para él el sonido de aquella voz debió de ser como el sisear de un saurio, porque había sido lo bastante estúpido como para creer que ella no le conocía realmente—. Creyó usted que había matado a mis padres. Creyó que me había creado a mí. Pero nada de lo que hizo usted significó ninguna diferencia. Nada de ello importó, señor Nemo. Ni siquiera usted.
—Queremos oír lo que tenga usted que decir —se apresuró a decir Forster.
—Bien, lo oirán —dijo Mays con voz débil—. La maldita mujer tiene razón: ya no importo. Pero nosotros los prophetae no estamos locos. Nosotros preservamos el Conocimiento, el Conocimiento que la hizo lo que es…, que nos trajo a todos nosotros a este lugar.
Cometimos horribles crímenes en nombre del Conocimiento.
Quizá consideren extraño que yo pueda admitir esto de una forma tan llana. Los pensadores convencionales —la mayoría de la gente— creen que el crimen osado, el criminal ultrajante, el hombre o la mujer que asesina inocentes a sangre fría, los despedaza con alguna anónima bomba o los siega con una ametralladora, sin haberlos visto nunca antes, sin saber absolutamente nada de ellos, un asesino implacable así, como opuesto al sociable asesino de esposas o al carnicero de niños, no puede estar poseído por una conciencia. Qué lamentable error.
Mays se deslizaba solo por el espacio, recitando su macabro soliloquio mientras la brillante masa de la «nave-mundo» se expandía a un lado. McNeil y Groves estaban solos también, a una cierta distancia…, no por ningún sentido de intimidad o decoro, sino porque lo habían soltado y, en el transcurso de varios cientos de metros, él simplemente había derivado lejos. Los tres trajes espaciales habían agotado el combustible de maniobra; el hombre derivaba y giraba sobre sí mismo al azar, a veces mirando a los otros, a veces contemplando el vacío espacio, o la superficie de espejo de la cosa que había sido Amaltea, o el abrumador caldero de nubes de Júpiter.
Nosotros los prophetae sabíamos bien lo que hacíamos. Nos dolían aquéllos a los que sacrificábamos. Los antiguos primitivos que rezaban por las almas de los ciervos que comían no eran más devotos que nosotros.
Cometimos horribles crímenes y mantuvimos nuestro buen humor, como habían hecho durante milenios aquéllos que vinieron delante de nosotros. Al final, creíamos, la suma de la historia y el destino de la Humanidad nos exculparía; hombres y mujeres nos bendecirían.
Ninguno de nosotros esperaba vivir eternamente, y si unos pocos —o muchos— inocentes tenían que morir antes de que llegara el Paraíso, todo sería para mejor, porque así el Paraíso llegaría mucho antes, y muchos más se beneficiarían en el futuro.
Y así, en nombre del Conocimiento, para acelerar el día en el que el Pancreator regresaría, hicimos otro intento de dar vida al Emperador de los Últimos Días, el festín de los dioses. La creamos a ella.
O, como mis colegas y contemporáneos insisten en recordarme, yo la creé a ella. Pero no puedo aceptar todo el crédito. Sus padres —esos sutiles y mentirosos húngaros— me la vendieron. Bajo mi dirección, se efectuaron algunas modificaciones. Ella se negó a cooperar. Ella, esta niña, conocía mejor el Conocimiento que los caballeros y los ancianos, insinuó. Lástima que yo no tuviera éxito en desembarazarme de mi fracaso.
Después de que escapara, sólo transcurrieron un puñado de años antes de que nos mostraras que siete mil años de Conocimiento eran, por decirlo suavemente, incompletos. Las tablillas venusianas revelaron que nuestras traducciones eran erróneas, en especial nuestra traducción de la placa marciana. No habría ninguna señal del mundo natal en la Crux. El Doradus, el apoyo principal de lo que tenía que ser nuestro asalto final, fue echado por la borda por ese estúpido de Kingman.
La monstruosa mujer siguió adelante, golpeándonos en nuestras más secretas fortalezas…, yo mismo estuve a la distancia del ancho de un cabello de morir en sus manos. Luego Howard Falcon, que tenía que haber sido el nuevo Emperador, fracasó en despertar el Pancreator en Júpiter; el llamado mundo de los dioses era sólo un mundo de animales elefantinos. Ninguno de nosotros había previsto el significado de Amaltea; no había una sola palabra al respecto en el Conocimiento. Nuestros planes y nuestro orgullo fueron arrojados al polvo.
Nosotros los caballeros y ancianos de los prophetae —aquéllos de nosotros que sobrevivimos— perdimos al fin nuestro valor. Nos enfrentamos a la amarga verdad, que todo aquello por lo que habíamos trabajado y en lo que creíamos era un error. No habíamos ganado privilegios en virtud de nuestros falsos secretos; si el Paraíso venía a la Tierra, nosotros no estaríamos entre los elegidos.
Me negué a entrar en el pacto de suicidio con los demás. Me maldijeron, pero al final les hice el servicio de esparcir sus cenizas por el espacio.
Para mí quedaban tres cosas. Miraría al rostro del Pancreator. Traería la muerte a la terrible mujer que había ayudado a crear. Luego moriría yo también. Con este fin resucité la útil personalidad de Sir Randolph Mays e hice todo lo que saben y pueden suponer.
He visto al Pancreator. Lo que ustedes llaman el Embajador es el ser para el que siete mil años de mi tradición me habían preparado. Ni siquiera estaba preparado para la inevitable decepción. Él, o ella, o lo que sea, no es una cosa horrible, pero tampoco es un dios.
Al fin Mays guardó silencio. Si había terminado, había calculado muy bien su discurso, porque los tres hombres a la deriva estaban pasando tan cerca de la «nave-mundo» como era probable que llegaran a hacerlo. No estaban a más de medio kilómetro de la aún abierta entrada de la cala ecuatorial en la que se había instalado el Ventris, pero eran incapaces de detenerse o desviar su impulso hacia delante.
Mays no pudo resistirse a añadir un último y superfluo comentario:
—Mis esperanzas de venganza también se han visto frustradas. Al menos no me sentiré engañado respecto a mi propia muerte.
—Piense de nuevo, Nemo. —Sparta hizo pedazos cualquier dignidad que hubiera podido quedar aferrada, como un moho, a la autocompasión de Mays—. El Embajador tiene un nombre. Thowintha es muchas cosas, el piloto de la nave entre ellas, pero no lo que usted ha decidido llamar el Pancreator. —Se echó a reír, una risa profunda y gutural—. Y usted todavía no está muerto.
Un segundo más tarde los tres hombres la comprendieron. De la cavidad de la enorme cala, tres finos tentáculos plateados, casi invisibles, emergieron y tantearon rápidamente su camino a través del espacio. Se movían certeramente, con la rapidez de una serpiente de cascabel, como movidos por su propia percepción e inteligencia.
—Ahhh…, ¡cuidado aquí! —exclamó McNeil, cuando uno de los tentáculos se cerró sobre su pierna y tiró de él boca abajo.
—¡Eh! —gritó Groves casi al mismo tiempo, un alegre grito de muchacho; un tentáculo lo había sujetado por el brazo.
Mays se limitó a gruñir sorprendido cuando el tercer tentáculo se enrolló en su cintura.
De inmediato las fibras plateadas se tensaron, aunque actuaron un poco como un sedal que ha atrapado a una presa y al que se le da carrete. La diferencia total de velocidad entre la nave y los hombres era la de una piedra lanzada a un pozo en la Tierra, y los hábiles tentáculos no tenían intención de desmembrar a sus presas tensándose bruscamente al máximo. Pero al cabo de trescientos metros los tres hombres estaban virtualmente inmóviles con respecto a la nave; entonces empezaron a ser arrastrados hacia ella.
La tranquila voz de Sparta llegó a los comunicadores de sus trajes:
—Seréis depositados dentro de la compuerta del Ventris…, está abierta para vosotros. Tendréis muy poco tiempo para prepararos para la aceleración, unos pocos segundos como máximo. No os paréis a quitaros los trajes, simplemente dirigíos a la sala de oficiales y tendeos en el suelo. No puedo decir cuántas g vamos a recibir. Considerad cualquier retraso como algo potencialmente fatal.
Los tentáculos parecían tener un muy preciso conocimiento de cuánta aceleración y deceleración podía esperarse que soportara un cuerpo humano sin causarle heridas serias. Tiraron brusca y rápidamente, se pusieron rígidos a un par de docenas de metros de la cala, y arrastraron a los hombres a través de la abertura en el momento en que la cúpula empezaba a entretejerse y a cerrarse de nuevo. Uno al lado del otro, los tres hombres cruzaron la cúpula justo en el momento en que se cerraba sobre ellos con un restallido, con sólo un poco más que la altura de sus cascos sobre sus cabezas.
El Ventris parecía ridículamente pequeño allá donde yacía dentro de la cala de un kilómetro de ancho. Al cabo de un segundo los tentáculos como látigos habían metido a los tres hombres por la abierta compuerta de la bodega del equipo del Ventris —uno, dos, tres, fueron depositados y soltados—, y los tentáculos se retiraron restallantes fuera de su vista. Incluso Randolph Mays, que tan recientemente había recitado su propia oración fúnebre, se deslizó con rapidez por la doble escotilla y buscó un lugar plano donde tenderse.
El mundo empezó a moverse antes incluso de que se hubieran puesto de rodillas. Pero Sparta —que seguramente sabía lo que estaba haciendo y únicamente había tenido la intención de hacer que se apresuraran— había exagerado las maravillosas capacidades de la Cultura X. Ni siquiera la nave alienígena tenía la capacidad de trasladarse —un elipsoide de treinta kilómetros de largo lleno de agua— con una aceleración instantánea de una gravedad terrestre.
No, la increíble columna de fuego que brotó de su polo «norte», apuntando directamente a Júpiter, movió la «nave-mundo» lentamente al principio, sólo lo suficiente para que el suelo de la sala de oficiales del Ventris pareciera de pronto más un suelo que una pared. De hecho, al cabo de unos pocos segundos, Angus McNeil se puso en pie para instalarse más confortablemente, se soltó el casco y lo retiró de su cabeza y se quitó el traje.
Se movió prematuramente. Cuando se había quitado la parte superior, la «nave-mundo» estaba acelerando a una g; cuando había conseguido bajarse la inferior a la altura de media pierna se movía a cinco, y ya no pudo soportar su rápidamente creciente peso. Se dejó caer en el acolchado suelo y permaneció tendido allí, con su peso aplastando la tela.
La voz de Sparta llegó a los cascos de Tony Groves y del hombre que se había hecho llamar Randolph Mays.
—Se me ha hecho entender que la aceleración seguirá aumentando durante cinco minutos más y luego cesará. Por entonces estaremos ya camino de nuestro destino.
Groves, el navegante, obligó a que su aplastado pecho proporcionara el aire suficiente para formular la pregunta.
—¿Cuál será éste, inspectora?
—No lo sé. Sin embargo, tengo la impresión de que vamos a conocer al Pancreator de Sir Randolph después de todo.
En el puente de la «nave-mundo» —lo que los exploradores habían confundido por la galería de arte—, la pequeña Sparta y el gran Thowintha estudiaban los brillantes murales vivos y a través de ellos cartografiaban su rumbo. Flotaban cerca el uno del otro, girando y deslizándose por las aguas del espacio de control, comunicándose con los bancos de sus miríadas de ayudantes, como si se conocieran los unos a los otros desde hacía mil millones de años y estuvieran danzando en el agua para celebrar su largo tiempo pospuesta reunión.
Pero, incluso mientras danzaba con el alienígena, un acontecimiento inimaginable que había imaginado incontables veces en sus sueños, pensó en Blake, su auténtico compañero…
Meditaba en la bodega del Ventris. Pensaba que debía estarse haciendo viejo, muy viejo. Y era cierto, había cambiado: cuanto más viejo se hacía, más cercano a un adulto responsable se volvía. En todo aquel viaje no había hallado ninguna excusa para volar nada.