24

En las profundidades de las oscuras aguas del núcleo de Amaltea, Sparta nadaba sin luz, deslizándose por el frío con la misma fuerza que un delfín pero con menos esfuerzo, tan fácil y rápidamente como un pez.

Para ver no necesitaba luz en el llamado espectro visible, porque podía ver con toda facilidad las emanaciones infrarrojas de los tejidos cristalinos de la gran nave; por todas partes, las columnas y paredes transmitían el vibrante calor de su invisible corazón interno. Una cálida luz pulsaba en torno de ella con el profundo latido de ese corazón.

Incluso en el espectro visible las aguas estaban literalmente vivas; a su alrededor destellaban galaxias de diminutas cosas vivas. La plenitud de Amaltea, animales azules y púrpuras y sorprendentemente naranjas.

Sparta era una con ellos, sin el engorro de la lona y el metal, sin necesidad de oxígeno embotellado. A medida que avanzaba desnuda por el agua, oscuras y henchidas ranuras se abrían a ambos lados de su pecho, desde debajo de su nuez de Adán hasta los extremos de sus omoplatos; el agua penetraba en ella y pulsaba de nuevo fuera a través de los pétalos de carne que se abrían entre sus costillas, piel blancoazulada en el exterior, rizada con pulsantes branquias en el interior que, a longitudes de onda más largas, hubieran revelado su intensa rojez henchida de sangre.

Aunque había pasado muchas más horas explorando la nave alienígena que todos los demás miembros del equipo Forster junto, ni siquiera ella había visto más que una fracción del conjunto. Millones —millones al menos— de criaturas inteligentes habían habitado en su tiempo aquellas vacías grutas y corredores; millones sobre millones de otros animales y plantas, billones sobre billones de criaturas unicelulares, incontables como las estrellas en las galaxias, habían llenado los innumerables nichos de su acuosa ecología. Se había formado una imagen clara de quiénes eran, de lo que habían sido, de por qué habían vivido de la forma que lo habían hecho, de a dónde habían ido y qué habían hecho. Todavía le faltaba mucho para saber cómo lo habían hecho.

Sin embargo, a cada minuto que nadaba sola en la oscuridad aprendía más, porque el colorido plancton y las medusas y los ctenóforos, incluso las anémonas que revestían las paredes en algunas partes de la nave, todos cantaban una rítmica canción codificada en el bombear de sus estómagos y corazones, el latir de sus tentáculos y alas. La nave tan grande como un mundo era también un mundo tan coordinado y con tanta finalidad como una nave, una nave hecha no de titanio y aluminio y acero —o no exclusivamente— sino de calcio y fósforo y carbono y nitrógeno e hidrógeno y oxígeno también —y cuarenta o cincuenta otros elementos en porcentajes significativos—, reunidos en incontadas variedades de moléculas, en proteínas y ácidos y grasas, algunos de ellos tan simples como gases, algunos enormes y entrelazados sobre sí mismos más allá de una inmediata comprensión. Había formas familiares allí, ADN y ARN y ATF y hemoglobina, queratina y carbonato de calcio y así sucesivamente, los materiales del núcleo terrestre y la célula terrestre, los huesos terrestres y las conchas terrestres. Y había moléculas jamás vistas todavía, pero que no parecían tan extrañas allí, no parecían tan ilógicas. Había todo lo que un ser vivo necesitaba para elaborar una capa en torno a sí mismo, resistente y viva, una brillante envoltura de mucosa lo bastante resistente como para soportar las profundidades del vacío. O para ir desnudo en las cálidas y ahora someras aguas.

Sparta inhaló las criaturas mientras nadaba —y comió una buena cantidad de ellas—, que es como conocía tales cosas. A ellas no les importaba; individualmente carecían de mentes. Saboreándolas y oliéndolas, casi sin su voluntad, hileras completas de fórmulas químicas aparecieron en la pantalla de su mente. Almacenó toda la información que podía analizar —en absoluto todo, porque sus medios de análisis dependían casi completamente de la estereoquímica, de la adaptación de sus papilas gustativas y sensores olfativos a las formas de las moléculas presentadas a ellos, de que, en el denso tejido del ojo de su alma, fueran clasificados y comparados contra lo ya conocido.

Así aprendió cosas sobre la «nave-mundo» y —si no su finalidad— su organización.

Los equipos del profesor Forster habían explorado a lo largo de dos ejes, uno ecuatorial y otro polar, y habían generado mapas de las dos limitadas regiones en forma de cono de su exploración, demostrando que la nave estaba construida a capas, una dentro de la otra. Forster las había dibujado como globos elipsoides sucesivos. Sparta sabía que la nave era a la vez más simple y más sofisticada que eso; era más bien como una espiral, como la concha de un nautilo, pero no tan fácil de calcular. El volumen de cada espacio externo subsiguiente desde el centro no se incrementaba en una simple secuencia de Fibonacci, como la suma de sus dos valores precedentes, sino de acuerdo con una curva de dimensión fractal. Sin embargo, se había desarrollado según reglas que, si no completamente predecibles en su producción de detalle, sí lo eran en su resultado, en su corte.

Nunca había nadado los quince kilómetros hacia abajo hasta el centro de la nave. Su cuerpo se hubiera visto imperturbado por las presiones y temperaturas; como los leones marinos o las grandes ballenas, había construido en sí misma los mecanismos del corazón y los vasos sanguíneos que necesitaba para forzar el oxígeno a su cerebro y órganos a esa profundidad. Sabía que el motor de todo lo que había acontecido desde que la expedición de la Kon-Tiki entrara en las nubes de Júpiter estaba centrado aquí. La energía que había fundido Amaltea y la inteligencia que había ordenado la resurrección de la nave a la vida estaban centradas aquí. El potencial de todo lo que aún faltaba por llegar estaba centrado aquí.

Pero ella no había tenido el tiempo de hacer el viaje. Algo en el Conocimiento la mantenía lejos del lugar. El Conocimiento, este desgarrado álbum de recortes de enigmas, había revelado mucho a medida que se desenrollaba por sí mismo en su memoria, pero dejaba casi tanto sin revelar.

Regresó una y otra vez a la cámara dentro del Templo de Arte donde el Embajador descansaba en estasis. Había sido atraída de vuelta a la inmensa estatua no sólo por su curiosidad natural y su apreciación de ella, sino a causa de su expectación…

Thowintha había permanecido solo en la cantante oscuridad durante un centenar de miles de incontados circuitos de sol, sin soñar.

No fue la oscuridad lo que primero se disolvió; eso vino más tarde. Lo que vino primero fue que la unicidad del mundo formó un borde…, porque, como dicen las miríadas de criaturas, el borde de la unicidad es el tiempo.

Hubo un latir como de un gran corazón. Thowintha estaba lejos de hallarse despierto, o siquiera vivo como estaban vivas las miríadas de criaturas, pero la unicidad del mundo había formado un modo de saber algo de sí mismo: su gran corazón latía y Thowintha, inconscientemente, supo que estaba latiendo. El mundo estaba marcando su tiempo.

A continuación hubo un latir dentro y un latir fuera, y no eran lo mismo. De hecho, Thowintha era la forma del mundo de marcar su tiempo y —en la quietud de ese mundo— Thowintha marcaba también un tiempo separado. Así, la oscuridad empezó a disolverse.

Los ojos de Thowintha se hicieron transparentes a la luz que se filtraba por las paredes del mundo, latiendo con el corazón del mundo. Las paredes no eran negras, aunque su luz no viajaba lejos a través de la aguas. Más brillantes que las estrellas en el cielo eran las miríadas de criaturas que llenaban las dulces aguas.

Thowintha no se movió, no necesitaba moverse, sólo aguardar y saborear las deliciosas aguas. Había todo tipo de cosas disueltas en las aguas. En las aguas había vida y el recuerdo de la vida. En las aguas había el estado de las cosas.

El mundo estaba despertando como se suponía que debía hacerlo: en esto había alegría, como había predicho el primer designio. Los más peligrosos circuitos del sol, temidos con razón por los delegados que habían venido después —porque cuando vieron el estado de las cosas en los mundos naturales se sintieron sumidos en el pesar— habían sido soportados por las miríadas de criaturas. Ahora sus representantes, aquéllos que habían sido designados, habían llegado. Todo iba bien.

Habían llegado. Su olor estaba en el agua, un olor aceptable —de hecho, un olor espléndido—, pero nada de lo que había sido predicho por los primeros designados. Porque esas criaturas no respiraban agua.

No importaba. La naturaleza de esas criaturas —pensadores abstractos, constructores de máquinas y cuidadores de la vida, contadores de historias— había sido descubierta por los segundos designados. Lo que parecía sorprendente a Thowintha era cuán pocos de ellos eran. ¡Había tan poco sabor a ellos en el agua! ¡Había tan poca variedad! Su número era menor que un puñado de tentáculos.

¿Dónde estaban sus grandes naves? ¿Por qué las miríadas de criaturas de los mundos naturales no acudían en miles y millones para ocupar los espacios que habían sido preparados para ellos? Porque el mundo había sido establecido para ellos cuando se vio que la gran obra había fracasado, que los mundos naturales iban a fallar. Los segundos designados, que vinieron después, habían dicho que todavía había esperanza, que todo podía ir bien aún, que ellos llegarían, tras desarrollar esa capacidad para el pensamiento abstracto, no sólo para construir máquinas sino para cuidar de la vida, para contar historias, sin lo cual sería impensable conducirlos hacia delante… Pero el momento había llegado. El mundo estaba despierto y pronto se movería. Si ésos eran todos los que iban a ir con él, que así fuera.

En el agua cerca de Thowintha saboreó a uno de ellos ahora, el que acudía más a menudo. Por el latir de tres corazones, por el marcado del tiempo, Thowintha supo que era el momento de intercambiar historias.

Tras nadar largas horas sola en la oscuridad repleta de vida, Sparta había empezado a comprender profundamente el lugar que el Conocimiento había ocupado en los mitos y leyendas de la Edad del Bronce, de los que tantas religiones contemporáneas habían descendido. Supo por qué tantos héroes habían pasado una parte tan grande de su tiempo bajo el mar. Supo por qué el Génesis describía el Cielo y la Tierra, en un principio, como «vacíos y sin forma; y la oscuridad cubría la superficie del océano», y por qué «el Espíritu de Dios separó las aguas».

Porque la palabra hebrea que los escribas del rey Jacobo tradujeron como «separar era merahepeth, «procrear». En un principio el Espíritu de Dios procreó, como las águilas procrean o el salmón procrea, ya sea encima o debajo de las aguas…

Sparta se deslizaba blanca por los corredores del Templo del Arte, donde las paredes brillaban cálidas y nebulosas de resplandeciente vida hormigueaban apretadas. Llegó a la cámara interior. El Embajador descansaba allí sobre su pedestal, sin ningún cambio, sin el menor asomo visible de vida, y mucho menos de consciencia. Pero por el sabor del agua ella sabía que no era así. Los ácidos que habían bañado sus células en estasis se estaban dispersando, fuera de su sistema.

Flotó ante el Embajador en el agua, con su corto pelo liso vacío de color, agitándose suavemente en la corriente, con sus branquias abriéndose y cerrándose tan graciosamente como el ondular del varec en la lenta marea.

Estás despierto. Expelió aire —tomado prestado de sus branquias, almacenado en sus pulmones— a través de su boca y nariz y cliqueteó en lo más profundo de su garganta, hablando en el lenguaje conocido por aquéllos que lo habían reconstruido como el lenguaje de la Cultura X.

Un sólo clic resonó en el agua a su alrededor. .

¿Cómo te llamas?

Soy el mundo viviente.

¿Cómo quieres que me dirija a ti?

Los sonidos que llegaron de vuelta fueron un hueco resonar, como gongs de madera golpeados bajo el agua. En este cuerpo, la forma de dirigirse a mí es Thowintha.

¿Tú eres Thowintha? El volumen del cuerpo de Sparta era una cuarta parte del del Embajador, por mucho que lo intentaba, era incapaz de reproducir con exactitud el sonido del nombre.

Puedes llamarnos Thowintha. Nosotros no nos llamamos a nosotros mismos así, pero comprendemos que tú posees una impresión distinta…, otra perspectiva. ¿Cómo te llamas tú?

Nosotros…, toda nuestra raza, nos llamamos a nosotros mismos humanos. En este cuerpo, la mayoría de los que me conocen me llaman Ellen Troy. Otros me llaman Linda Nagy. Yo me llamo a mí misma Sparta.

Nosotros te llamaremos Designada.

¿Por qué me llamaréis así?

Eres como los otros humanos que han venido aquí, y a aquéllos que observamos antes, pero también eres diferente. Has aprendido formas de hacerte a ti misma más parecida a nosotros. Sólo puedes haber aprendido esas formas de los designados: así, eres una designada.

Por favor, explícame eso. Sparta emitió una impaciente secuencia de clics y silbidos. Quiero conocer vuestra impresión.

Nos contaremos unos a otros muchas historias. Te contaremos todo lo que podamos de lo que ocurrió antes de que os visitáramos por última vez. Tú puedes contarnos todo lo que ha ocurrido desde entonces. Con cada frase, el agua fluía dentro y fuera del manto del Embajador; la vida ondulaba por todo su cuerpo. Habrá más tiempo más tarde. Pero ahora queda poco tiempo. ¿Dónde están los otros?

Están en nuestra nave, en el espacio cercano.

Entonces deseas que sean destruidos. El impasible «rostro» del Embajador no mostró ningún asomo de aprobación o desaprobación mientras derivaba sutilmente libre del resplandeciente pedestal y el nido de agitados microtúbulos que lo habían mantenido unido a la nave. Quieres venir con nosotros sola.

¡No! Un clic reverberante. No deben sufrir ningún daño.

Entonces todos deben venir. Hay poco tiempo. Muy pronto no habrá nada de tiempo.

Se lo diré. Si me muestras cómo.

Ven conmigo y te lo mostraremos.

Las compuertas de la bodega del equipo del Michael Ventris se abrieron lentamente. Marianne fue la primera en entrar, seguida por Blake. Retiró el casco de su cabeza antes de echar a andar corredor arriba hacia la atestada cabina de pilotaje.

Llegó con fuego en su corazón y fuego en sus ojos, necesitaba sólo de un hacha manchada de sangre para cumplir con su papel de Clitemnestra. Sus primera palabras, sin embargo, no fueron para Forster, que flotaba expectante ante ella, sino para Bill Hawkins.

—Tú podrías haberles detenido —dijo, furiosa—. O al menos haberlo intentado. Tú querías que él muriera.

Él miró directamente a aquellos feroces ojos.

—No, Marianne, no es cierto. Y no morirá.

—Porque yo cedí —dijo ella—. Evidentemente él no. Si no hubiera hecho que él me dijera dónde ocultó la estatua, hubiera ido a la muerte por sus principios. Actuó como un hom…, como un adulto. Pero , Bill…

—Habrá tiempo para las recriminaciones más tarde, señorita Mitchell —interrumpió Forster antes de que ella empezara a decir las palabras más duras—. Tenemos otros asuntos que arreglar.

—Aquí está —dijo ella, y empujó un gráfico a él. Era un burdo esbozo de mapa de una sección del Templo del Arte, con una X que marcaba el lugar—. Esto es lo mejor que puedo hacer.

—Será suficiente —dijo Forster, con una breve mirada. Se lo pasó a Blake—. Blake, creo que indicó usted que deseaba ocuparse de esto.

—Sí, señor. —Blake tomó el gráfico y abandonó de inmediato la cabina de pilotaje.

—Bien, ahora que hemos terminado con esto —Forster se dirigió hacia el sillón de Fulton y se inclinó y rebuscó en un saco de lona debajo de la consola. Se enderezó con una botella de cristal con las etiquetas medio despegadas, llena con un líquido ámbar oscuro. Uno de sus atesorados Napoleón—, ¿por qué no nos relajamos y tomamos una copa para olvidar todas esas cosas desagradables?

—¿Una copa? —El ultraje de Marianne tenía una fuerza casi palpable. Señaló el indicador del tiempo sobre la consola detrás de Forster—. ¿Se ha vuelto loco? ¡Randolph debe estar cayendo ya a medio camino de Júpiter!

El profesor Forster la miró desaprobadoramente.

—La falta de paciencia es un fallo común en los jóvenes —dijo, y sus palabras sonaron extrañas procedentes de su juvenil apariencia—. No veo ninguna razón para apresurarnos.

Marianne enrojeció hasta un color cereza pero luego se puso rápidamente pálida de nuevo; un auténtico miedo echó temporalmente a un lado su furia.

—Usted prometió… —susurró.

En la expresión de Bill Hawkins, la amenaza fue remplazada por la ansiedad.

—Profesor, usted me dijo… Bueno, no veo ninguna utilidad en prolongar esto.

Al ver sus emociones, Forster se dio cuenta de que tal vez había ido un poco demasiado lejos; ya había tenido su pequeño chiste, después de todo.

—Puedo decirle en este mismo momento, señorita Mitchell…, Bill lo sabe ya, y es por eso por lo que está justamente furioso conmigo…, que Randolph Mays no está en más peligro del que estamos nosotros. Podemos ir a recogerle en cualquier momento que queramos.

—Entonces, usted me mintió —dijo ella al instante.

—No. En absoluto. Mays le ha mentido repetidamente, pero lo que yo le dije era la verdad. De acuerdo, usted se precipitó a conclusiones equivocadas. Lo mismo le ocurrió a Bill, hasta que se lo expliqué…, su ultraje en beneficio de usted, y de Mays, fue completamente genuino, y dudo que hubiéramos podido contenerle de no haberle convencido de que estábamos diciendo la verdad.

—¿Qué es todo esto? —preguntó ella…, y añadió en un siseo—: Si es que está dispuesto a cortar esa cháchara autoglorificadora.

Pese a sí mismo, Forster se retrajo.

—Sí, bueno… Cuando dije que un cuerpo emplearía noventa y cinco minutos en caer de aquí a Júpiter, omití, no accidentalmente, lo confieso, un elemento importante de la frase. Hubiera debido añadir: «un cuerpo en estado de reposo con respecto a Júpiter». Pero nosotros no estamos en reposo con respecto a Júpiter. Sir Randolph comparte nuestra velocidad orbital, que es aproximadamente, hum, de veintisiete kilómetros por segundo.

Ella era rápida incluso cuando las ideas resultaban extrañas, así que la fuerza moral de su furia se vio ligeramente minada por la sospecha de lo que Forster iba a decir a continuación; lo mejor que podía hacer era mostrar su desprecio hacia la autosatisfacción del hombre.

—Al diablo con los números. ¿Quiere ir, por el amor de Dios, al fondo del asunto?

—Hum, sí, de acuerdo. —Sorprendentemente, ahora parecía casi apocado—. Lo lanzamos completamente fuera de Amaltea, hacia Júpiter. Pero la velocidad extra que le proporcionamos era algo trivial; todavía sigue moviéndose prácticamente en la misma órbita que antes. Lo más que puede hacer, dice el ordenador, es derivar un centenar de kilómetros hacia dentro. En una revolución, doce horas o así, volverá exactamente al mismo sitio donde empezó. Sin que nosotros tengamos que hacer nada en absoluto.

Marianne clavó sus ojos en el profesor. Para los demás que observaban en la cabina de pilotaje, Walsh y Hawkins, no había ninguna duda en el significado del intercambio de miradas: Forster estaba avergonzado de sí mismo pero se mostraba desafiante, porque creía que lo que había hecho era algo necesario; Marianne estaba aliviada pero frustrada e irritada de haber sido engañada.

—Es por eso por lo que no me dejó hablar con él —dijo—. Randolph es lo bastante listo como para darse cuenta de que no corre ningún peligro. Me lo hubiera dicho.

—Por eso no podía dejarle hablar con él, sí —admitió Forster—. En cuanto a su sofisticación hacia la mecánica orbital, yo mismo la advertí sobre eso. De hecho, Sir Randolph estaba tan confiado en su habilidad a este respecto que no dudó en arriesgar la vida de usted sin el menor remordimiento.

Ella se volvió hacia Hawkins.

—Tú lo sabías.

Hawkins le devolvió con firmeza su acusadora mirada.

—Lo que el profesor no te ha dicho, Marianne, es que Mays intentó matarnos a todos. Y te convirtió a ti en su cómplice. No lo lograsteis por sólo unos minutos: nos gaseasteis. Luego él situó la nave en una órbita de deriva hacia el cinturón de radiación.

La sangre huyó del rostro de Marianne, pero dijo:

—¿Y eso qué? Los efectos de la radiación son curables. —Sus palabras brotaron con más desafío del que sentía—. Tengo un conocimiento de primera mano de ese hecho también.

—Siempre que haya alguien despierto para administrar la cura. Vosotros dos dosificasteis el narcótico para mantenernos inconscientes durante largo tiempo, demasiado para salvarnos a nosotros mismos cuando despertáramos. Te mantuvo a ti con vida para que apoyaras su historia…, pero se aseguró de que en realidad no fueras testigo de nada.

Marianne miró fijamente a Hawkins, y su rostro se frunció lentamente con el horror de lo que él estaba diciendo. Giró su vacilante mirada hacia el profesor.

—Entonces…, ¿por qué se molestaría en ocultar la estatua?

—No se molestó, por supuesto —dijo Forster—. Le di su mapa a Blake para que lo guardara a buen recaudo con el resto de las pruebas contra él. Mays le contó una historia para que usted lo enviara de vuelta aquí a la Ventris. Todo fue idea suya, Marianne. Usted es la parte culpable; el inocente Sir Randolph Mays nunca lo hubiera hecho por sí mismo. O eso hubiera dicho a la Junta Espacial.

—Si usted lo sabía, ¿por qué ha representado toda esta comedia? —preguntó Marianne.

—Para que usted lo supiera también —dijo Forster con voz suave.