Sparta se alzó desnuda de la espuma, alta entre la lechosa bruma, al duro vacío, con su piel reflejando la difusa y cobriza luz de Júpiter.
Había algo extraño en el Ventris, que no se hallaba donde ella lo había dejado y estaba aparentemente desierto, con todas sus luces encendidas, brillando como un mediodía…
Que algo iba mal no era una sorpresa. Había olido el regreso del Manta a las aguas del núcleo y había acudido a investigar. En el desierto corredor había encontrado su traje espacial vacío, roto y desgarrado, con las últimas burbujas de sus vaciadas reservas de oxígeno rezumando por la gran brecha. Alguien, imaginando que ella estaba dentro del traje —una posición muy razonable—, había intentado matarla.
¿A quién más ese alguien había intentado matar?
Sparta alcanzó la compuerta de la bodega del equipo del Ventris y entró. Se había dirigido sujetándose a la unidad de maniobra tomada de su traje espacial; la dejó al lado de la escotilla pero no se molestó en desprenderse del traje de burbujas de plateada mucosa que se aferraba a su piel. Brillante como una crisálida, debía parecer apenas humana a cualquier observador casual mientras avanzaba por las vacías bodegas y corredores, se abría camino a través de la nave…, hasta llegar al módulo de la tripulación.
Allá se encontró con una escena espectral. Josepha Walsh estaba echada fláccida en su sillón de aceleración en la cabina de pilotaje, con Angus McNeil colgando medio fuera de su propio sillón al otro lado de la cabina. Tony Groves estaba en el compartimiento dormitorio que se había visto obligado a compartir con Randolph Mays, limpiamente rodeado por sus sujeciones de sueño. En el compartimiento frente al suyo, Hawkins estaba similarmente envuelto en su red. Blake y el profesor Forster descansaban ligeramente en el suelo de la sala de oficiales; parecía como si estuvieran jugando una amistosa partida de ajedrez. Sparta nunca había visto a Forster jugar al ajedrez.
Mays y Marianne Mitchell no estaban, como tampoco estaba la cápsula del Crucero Lunar en la que habían llegado tan precipitadamente.
Las personas inconscientes en el Ventris estaban vivas, con todos sus signos vitales firmes: respiración regular, recio latir de sus corazones y todo lo demás…, pero habían sido masivamente dosificados con anestésico. Sparta se inclinó para absorber muestras de su aliento a través de la delgada membrana que la aislaba del mundo exterior. Se permitió que una bocanada reveladora de la droga se difundiera a través de la mucosa protectora; su fórmula química se desplegó en la pantalla interna de su mente. Era un narcótico benigno del tipo que pronto se desvanecería, sin dejar apenas huella. Al final todos despertarían, tras dormir profundamente durante quizá tres o cuatro órbitas de Júpiter, sin siquiera resaca.
Empleó unos momentos en comprobar el estado de la nave. La primera anomalía era obvia: el escudo antirradiación estaba bajado de nuevo, después de que Walsh y McNeil hubieran jurado que lo habían reparado. Pero al ojo casual no había ninguna otra cosa rara.
Las púas INP se deslizaron de debajo de sus uñas, perforando la brillante película que las envolvía; insertó las púas en las puertas del ordenador y dejó que el hormigueante flujo de datos fluyera directamente a su cerebro. Nada fuera de lo ordinario que ver u oír allí, pero entre los enmarañados datos y extraños aromas…, algo fuera de lo normal, algo metálico, amargo y cobrizo como chupar una moneda de un penique o una acre bocanada de potasio…, bajo los horneados olores de la normalidad.
Ah, ahí, ahí en el control del sistema de maniobra… Todo tan normal como podía ser, y sólo el más ligero asomo de una fuga en una válvula…, un gotear de combustible, soplando bajo presión a través de —¡una notable mala suerte!— un trío de boquillas externas, situadas de tal modo en el casco que el Ventris estaba siendo empujado muy lentamente hacia toda la fuerza del flujo de radiaciones que soplaba más allá de Amaltea.
Una vez en ese cinturón, y sin ningún escudo de radiación que la protegiera, un simple par de órbitas de Júpiter se ocuparían de toda la tripulación. Incluso con todos los antirradiológicos de los que disponían, cuando despertaran ya sería demasiado tarde para salvarse a sí mismos.
Sparta no se tomó tiempo para pensar qué hacer. Corrigió primero los problemas posicionales de la nave. Luego se dirigió sin apresurarse a la clínica y abrió su bien equipado armario farmacéutico. Visitó a la dormida tripulación siguiendo el orden de su necesidad, e inyectó a cada uno de ellos lo que había determinado que sería suficiente para despertarlos con toda seguridad…, aproximadamente un día antes de lo que el hábil saboteador había planeado.
Randolph Mays hizo volar el Manta hasta las inmediaciones del Ventris y lo estacionó en el vacío. El Ventris no parecía haberse movido tanto como hubiera esperado, pero tales cosas eran casi imposibles de juzgar a simple vista. Nave y submarino y satélites giraban en torno a Júpiter en órbitas que se ajustaban constantemente a medida que Amaltea se consumía hirviendo hacia la nada a unos pocos metros a sus pies.
Flotó al interior de la bodega del equipo a través de sus compuertas, abiertas al espacio como él las había dejado. Amarró el Manta y salió cautelosamente de él. Cruzó con cuidado las escotillas internas, sellándolas tras él a fin de no alterar las condiciones de las cosas dentro, manteniendo su traje espacial puesto.
No era que temiera nada de la tripulación; estaban tranquilamente dormidos, hasta la eternidad.
Derivó por el corredor de la nave, mientras dentro de su casco su respiración amplificada resonaba en sus oídos.
Pasó los compartimientos dormitorio. Hawkins estaba inconsciente, envuelto en sus sujeciones de sueño; el pequeño Tony Groves estaba aún dormido en el suyo, en el compartimiento que él y Mays habían compartido.
En la sala de oficiales, Forster y Redfield estaban inclinados sobre el tablero de ajedrez, y parecían haber derivado sólo unos pocos centímetros de como él los había dejado.
Arriba en la cabina de pilotaje…, Walsh inerte en su sillón, McNeil medio colgado del suyo. Nada en la gran consola distinto de como lo había dejado.
Encima de la cabina de pilotaje había un espacio de almacenamiento y tanques de combustible de los sistemas de maniobra y una escotilla superior que la expedición raras veces usaba, prefiriendo la más conveniente esclusa a través de la bodega del equipo. Mays no era un hombre descuidado; comprobó esos espacios de nuevo. Nadie allí tampoco.
Recorrió a la inversa la nave, volviendo a pasar delante de los dormidos hombres. Todo estaba en su lugar. Mays había escrito los guiones de muchos programas de misterio en su vida, pero ninguno era tan perfecto como éste. El testimonio de Marianne…, todas las pruebas físicas…, hasta el último detalle confirmarían su versión especial de la verdad.
Había llegado justo al fondo del corredor cuando captó una presencia, el atisbo de una sombra a lo largo de la pared del corredor. ¿Alguien a sus espaldas? Giró en redondo…
—¿Por qué no dice algo más, Sir Randolph?
Forster le estaba clavando duramente el dedo índice en el pecho, y el impacto era como el de un bate de béisbol.
—Acerca de lo que sintió cuando nos gaseó a todos. Acerca de por qué creyó que debía sabotear los sistemas de comunicaciones. Acerca de lo que ha sido de su…, de la señorita Mitchell.
Mays estaba rodeado —más bien apretadamente, dadas las escasas dimensiones del habitáculo de una nave espacial— por la gente a la que había gaseado. Todos ellos. Sus argumentos legalistas no tenían el menor efecto…
… pero no era su propósito cambiar la opinión de nadie, como todos ellos comprendían. Su propósito era que sus afirmaciones quedaran grabadas en los registros de la nave —ahora que funcionaban de nuevo, evidentemente— y ganar tiempo.
—Usted saboteó las comunicaciones, profesor —dijo en voz muy alta—, no yo. Marianne y yo tomamos las medidas que creímos necesarias para escapar.
—¿Escapar de qué?
—Nos tomará un poco más de lo que le tomará a usted quizá, pero podemos regresar a Ganimedes sin su ayuda. Hemos establecido contacto con la Junta Espacial. Están de camino.
—¿Les han enviado un mensaje por radio desde la cápsula? —estalló Bill Hawkins. Había olvidado, o nunca había aprendido, que la primera regla de una negociación es no mostrar nunca sorpresa.
—Sí, mediante un gran esfuerzo conseguí reparar el equipo de comunicaciones de la cápsula —dijo Mays con una sonrisa que mostró una amplia boca y unos grandes dientes—. Aunque yo no intentaría contactar con Marianne, si fuera alguno de ustedes. Le he dado instrucciones de que ignore cualquier voz que no sea la mía. Hasta que todos nosotros hayamos llegado a un acuerdo.
—¿Alguno aquí cree que ella está realmente del lado de este sinvergüenza? —exclamó Hawkins con voz angustiada. Se apartó el fláccido pelo rubio de delante de sus ojos tan vigorosamente que derivó casi hasta el otro lado de la habitación.
—Bill —murmuró incómoda Josepha Walsh—, dejemos ese tipo de cosas para más tarde, ¿te parece?
Hawkins se apartó angustiado, incapaz de soportar la impávida complacencia de Mays. Hawkins no podía saber que, debajo de su tranquilo exterior, Mays era un hombre desesperado. ¿Era Troy la causante de aquello? ¡Él la había matado!
Forster, mientras tanto, había estado estudiando a su adversario.
—Bien, aquí le tenemos con nosotros de nuevo. Así que simplemente iremos a buscar a la señorita Mitchell y… los mantendremos a ambos cautivos, como diría usted, hasta que volvamos a Ganimedes…, o hasta que llegue la Junta Espacial. Lo que ocurra primero. Luego dejaremos que la burocracia se encargue del resto.
—Estupendo. Y nunca encontrarán el Embajador, por supuesto.
Las cejas de Forster se alzaron.
—¿Nunca encontraremos el Embajador?
—Una vez tomé las imágenes fotográmicas que deseaba, lo cambié de lugar. —Mays hizo una pausa justo el tiempo suficiente para dejar que la noticia calara—. Oh, exagero. Con tiempo suficiente, puede que lo encuentren de nuevo. Pero le aseguro que no va a ser fácil.
—Dígame, ¿cuál es la finalidad de todo eso? —preguntó educadamente Forster.
—Mi estimación de la situación no ha cambiado desde la última vez que hablamos, profesor —dijo Mays—. Usted nos ha retenido a mí y a mi asociada, la señorita Mitchell, ilegalmente incomunicados. —Se estaba convirtiendo en su palabra favorita—. Todo lo que he hecho ha sido en mi… en nuestra defensa. Simplemente quiero comunicar la noticia de este extraordinario descubrimiento. Proclamo que es nuestro derecho.
Forster enrojeció lentamente.
—Sir Randolph —dijo ácidamente—, usted no sólo es culpable de intento de asesinato, sino que es un redomado fullero, y como tal no siento el menor deseo de tratar con usted.
—¿Qué se supone que significa eso, señor? —inquirió alegremente Mays.
—Se lo diré en pocas palabras. Tony. Blake. Usted; Bill. Vengan conmigo.
Se agruparon en el corredor, fuera de la escotilla que conducía a la bodega del equipo…, en el mismo lugar en el que Mays y Marianne habían complotado su caída.
—Quiero ir con Blake —dijo Hawkins, acalorado, tras oír el plan de Forster—. No hay ninguna razón por la que no pueda ir.
—La hay, Bill, y voy a explicársela. Comprendo sus sentimientos. Pero si hace usted lo que sugiero, tendrán muchas más posibilidades de, hum…, conseguir lo que desea.
Así fue como enviaron a Blake solo.
Blake pilotó el Manta hasta menos de una docena de metros del solitario Crucero Lunar. Incluso en medio de la lechosa bruma lo halló con relativa facilidad gracias a su signatura en el radar.
Blake llevaba su traje espacial sellado y, tras prepararse para el acontecimiento dejando la escotilla del Manta abierta, se deslizó fuera del aparato y se empujó suavemente a través de la blanca noche hacia la requemada y negra cápsula. Sintió una momentánea oleada de simpatía hacia la solitaria joven de allí dentro que, pese a las afirmaciones de Mays, no podía ver el exterior, no podía oír nada, no sabía que su cápsula estaba incluso ahora derivando fuera de una estrecha zona de seguridad contra la radiación que disminuía rápidamente.
Mays podía haberlo planeado de esa forma, pensó Blake; podía desear que se friera. Podía desear no dejar ninguna piedra desenterrada.
Aplicó un acoplador acústico al casco.
—Marianne, aquí Blake. ¿Puede oírme?
—¿Quién es? —La voz estaba llena de fuerza, y de miedo.
—Blake Redfield. Puesto que su comenlace no funciona, estoy aquí como intermediario. Para las negociaciones, supongo que las llaman ustedes. Lo que diga usted puede ser oído en el Ventris.
—¿Dónde está usted?
—Inmediatamente fuera de la cápsula. He aplicado un acoplador acústico a su casco. Transmite a través del radioenlace del manta al Ventris.
—¿Qué planea hacer usted? ¿Dónde está Randolph?
—Yo no voy a hacer nada. Cualquier cosa que le ocurra a Sir Randolph es entre usted y el profesor Forster.
—No les diré dónde está la estatua —dijo ella, desafiante.
—Lo que usted diga. Yo no entro en eso; tendrá que hablar con el profesor. Voy a volver al submarino.
—Señorita Mitchell, ¿me oye? —La voz de Forster entró en el enlace, fuerte y clara—. Sir Randolph nos ha explicado lo que ha hecho, Marianne. Todos nosotros tenemos la intensa sensación de que toda esta… complicación es absolutamente innecesaria. Les hemos tratado a ambos como colegas, y como tales les seguimos considerando. Tan sólo hemos pedido que Sir Randolph obedezca las reglas más básicas de conducta inteligente y ética.
—¿Significa eso que está usted dispuesto a dar por zanjado el asunto? —preguntó Marianne—. Espero que así sea. Empiezo a sentirme tan… aburrida.
—Señorita Marianne, me gustaría que le diera usted a Redfield permiso para remolcar su cápsula de vuelta aquí al Ventris. Dentro de muy poco tiempo es probable que tengamos que mover nuestra nave. Estoy preocupado por su seguridad.
—No les diré dónde está la estatua —insistió ella—. No a menos que Randolph me diga que lo haga.
—Él no va a hacerlo voluntariamente —señaló el profesor.
—Bien… —Su suspiro fue casi audible a través del enlace de sonido—. No.
—Es evidente que no me toma usted en serio —dijo Forster firmemente—. En consecuencia, he preparado una demostración algo más drástica… para indicarle que yo al menos estoy hablando en serio. A fin de conseguir lo que se proponía, Sir Randolph nos ha expuesto a usted y al resto de nosotros a un extremo peligro. Ahora es su turno.
—¿Qué quiere decir con esto? —respondió ella. Intentó sonar meramente cautelosa, aunque su aprensión era evidente en su voz.
—No estoy seguro de lo que sabe usted de mecánica celeste, pero si su ordenador de a bordo funciona, estoy convencido de que confirmará lo que voy a decirle.
—Simplemente indique lo que quiere decir con todo esto, por favor.
—Estoy intentando inculcarle cuál es nuestra curiosa, de hecho nuestra precaria situación. Si su videoplaca funcionara…, bien, he aquí otro déficit sobre el que tal vez desee preguntarle a Sir Randolph cuando le vea la próxima vez…, sólo hubiera tenido que mirarla para recordarse a sí misma lo cerca de Júpiter que estamos. Y creo que no necesito recordarle que Júpiter tiene con mucho el más intenso campo gravitatorio de todos los planetas.
Ella guardó silencio por un momento. Luego dijo:
—Adelante, siga.
Él estaba alerta al filo de su voz, y siguió con menos condescendencia:
—Usted, y nosotros, y lo que queda de Amaltea, estamos orbitando Júpiter en algo más de doce horas. Un teorema bien conocido afirma que si un cuerpo cae de una órbita al centro de atracción de otro cuerpo, necesitará cero coma uno siete siete de un período para efectuar la caída. En otras palabras, cualquier cosa que caiga de aquí a Júpiter alcanzará el centro del planeta en poco más de dos horas. Como dije antes, su ordenador, si funciona, le confirmará esto.
Hubo una larga pausa antes de que Marianne dijera de nuevo:
—Adelante, siga —con una voz que parecía vacía de toda expresión.
—Una caída al centro de Júpiter es por supuesto un caso teórico. Cualquier cosa dejada caer desde nuestra altitud alcanzará la atmósfera superior de Júpiter en un tiempo considerablemente más corto. —Cuando ella no respondió de inmediato, Forster añadió, un poco maliciosamente—: Espero no estarla aburriendo.
—Hum —dijo Marianne; luego—: Simplemente siga.
—Hemos calculado el tiempo en este caso, y es aproximadamente de una hora y treinta y cinco minutos. Usted ha trabajado con nosotros el tiempo suficiente, señorita Mitchell, como para darse cuenta de que la masa de Amaltea hierve y se evapora y de que la luna se encoge debajo de nosotros, que lo que en un principio era un campo gravitatorio débil se ha vuelto en considerablemente más débil. El ordenador nos dice que la velocidad de escape es ahora tan sólo de unos diez metros por segundo. Cualquier cosa arrojada a esta velocidad nunca volverá a caer. Supongo que su propia experiencia le confirmará la verdad de eso.
—Sí, por supuesto. —Su voz no reveló impaciencia, porque era rápida, y era muy probable que viera ya adonde quería ir Forster.
—Iré al grano. Nos proponemos llevar a Sir Randolph a dar un pequeño paseo por el espacio, hasta que se halle en el punto sub-Júpiter…, es decir, inmediatamente debajo de Júpiter. Le hemos desconectado la unidad de maniobra de su traje. Nosotros podemos manejarla, pero él no. Vamos a lanzarle, esto, hacia delante. Estaremos preparados para recuperarle con el Ventris tan pronto como usted nos proporcione las directrices detalladas de la situación actual de la estatua, que el propio Sir Randolph nos asegura que tiene usted.
Marianne dudó, luego dijo:
—Quiero hablar con Randolph.
—Lo siento, eso es imposible.
Blake, a la escucha, pensó que la ansiosa anticipación de Forster era casi demasiado evidente; éste era el momento que había estado aguardando.
—¿Está Bill en la cabina de pilotaje? —preguntó ella, oh, tan suavemente.
—¿Hawkins? Hum, en realidad sí…
—Quiero hablar con él.
—Bueno, si usted…, si insiste.
Hawkins se acercó al enlace. Su voz era frenética y destilaba culpabilidad y miedo.
—He objetado a esto, Marianne. Presentaré una protesta formal, lo prometo. Pero Forster se muestra inflexible. Él…
Forster le interrumpió furioso.
—Ya basta de esto, Hawkins. Y no más digresiones, señorita Mitchell. Después de lo que le he dicho, estoy seguro de que apreciará usted que el tiempo es vital. Una hora y treinta y cinco minutos pasarán rápidamente, pero si pudiera observar usted lo que está ocurriendo en Amaltea, estaría de acuerdo en que tenemos poco tiempo más que ése en el que confirmar cualquier información que usted decida darnos.
—Esto es un bluff —dijo Marianne.
Blake se sintió alarmado. Aquello no iba de acuerdo con el plan.
Entonces ella prosiguió:
—No le creo a usted en absoluto. Su tripulación no le dejará hacer eso.
Blake se relajó. Marianne intentaba mostrarse dura, y estaba haciendo un buen trabajo, pero el horror y la incredulidad se entremezclaban debajo de sus palabras.
El profesor emitió un expresivo suspiro.
—Lástima. Señor McNeil, señor Groves, por favor tomen al prisionero y procedan según las instrucciones.
El solemne «¡Sí, señor!» de McNeil fue una clara voz de fondo.
—¿Qué va a hacer usted ahora? —preguntó Marianne.
—Sir Randolph y nuestros dos amigos van a ir a dar un pequeño paseo —dijo Forster—. Lástima que no pueda verlo usted por sí misma.
Ése era el momento de Blake; intervino excitado:
—Profesor, ¿qué impide a Marianne pensar que todo esto es una farsa colosal? Ha aprendido a conocerle bien durante los últimos días…, después de todo usted salvó su vida, y ella no cree que sea usted capaz de matar realmente al tipo, de arrojarlo a Júpiter. Y aunque usted sí lo fuera, ella sabe que Angus y Tony…, seguro que no cree que ellos lo hicieran. —Una pausa—. ¿Correcto, Marianne?
Ella no dijo nada.
Blake prosiguió:
—Bien, probablemente imagina haber visto la verdad a través del bluff, y que nosotros estamos quedando como unos estúpidos.
—¿Qué sugiere usted? —dijo Forster.
—Creo que deberíamos permitir que saliera de esa lata y lo viera por sí misma. Sabe que no estamos interesados en cogerla…, de ser así, a estas alturas yo hubiera podido remolcarla todo el camino de vuelta al Ventris. Y ella nunca hubiera llegado a saberlo.
Esa sugerencia tardó unos cuatro segundos en calar…, algo más del tiempo que necesitó Marianne para sellar su casco. Todos los cierres explosivos de la escotilla de la cápsula saltaron a la vez, y la cuadrada escotilla salió dando volteretas directa hacia el cielo. La masiva cápsula en sí retrocedió y derivó lentamente hacia atrás mientras Marianne se asomaba a la abierta escotilla.
Evidentemente, había llegado ya a la decisión de que el Crucero Lunar era una reliquia inútil del juego anterior. El nuevo juego sería jugado aquí en el vacío; no importaba quién ganara o perdiera, el que fuera a casa lo haría en el Ventris, si no en un cúter de la Junta Espacial.
Miró a su alrededor, y observó el enrollado cordón umbilical que conectaba el enlace acústico en la cápsula al Manta, que derivaba a unos pocos metros de distancia —el rostro de Blake era visible a través del hemisferio, pero apenas le dirigió una mirada—, y observó también el distante y brillante reflejo del Michael Ventris flotando por encima de la resplandeciente bruma. La enorme curva de Júpiter se alzaba por encima de todo, tiñendo los zarcillos de bruma de color rosado carne con su luz de fondo.
Tres figuras blancas como muñecos estaban abandonando en aquel momento la abierta compuerta del Ventris.
—Ha salido, profesor —dijo Blake.
—Ahora que no está usted escudada en la cápsula, señorita Mitchell, ¿puede oírme por el comunicador de su traje?
—Sí. Le oigo.
—Si usa usted la placa visora de aumento de su casco, podrá comprobar que Angus y Tony no están arrastrando con ellos un traje vacío. Estarán encima del horizonte en un minuto, pero podrá ver usted a Sir Randolph cuando inicie su, esto… ascenso.
Marianne no dijo nada, pero alzó la mano y bajó el visor sobre su placa facial.
El tiempo pareció detenerse entonces. El éter permaneció en silencio. Forster no dijo nada; Marianne no dijo nada sino que se limitó a contemplar el espacio; Blake permanecía en el Manta sin decir nada tampoco, al parecer estudiándose las uñas, dejando deliberadamente a Marianne fuera de su curiosa mirada.
Ella mantuvo silencio. ¿Aguardaba a ver hasta cuán lejos estaba dispuesto a llegar el profesor?
El difuso horizonte de Amaltea estaba ridículamente cerca. Marianne hizo un pequeño gesto involuntario que alteró su equilibrio; había visto los chorros del sistema de maniobra de McNeil y Groves hacerse más delgados, finas líneas rectas contra la tela de fondo naranja de Júpiter. Se reequilibró rápidamente, a tiempo para ver las tres figuras ascender en el espacio.
Mientras observaba, se separaron. Dos de ellas deceleraron y empezaron a caer de vuelta. El otro siguió ascendiendo impotente hacia la ominosa masa de Júpiter.
—Morirá —susurró Marianne—. Lo ha arrojado usted al cinturón de radiación.
Forster no dijo nada —quizá no la había oído—, de modo que Blake tomó a su cargo aliviar aquel horror en particular.
—Nos ocuparemos de eso en la nave. Disponemos de las enzimas necesarias para eliminar las células muertas, reparar las dañadas. Usted sabe por experiencia propia que incluso una exposición de doce horas no lo matan a uno si recibe el tratamiento adecuado.
—Doce horas…
—Sí —dijo Blake, no sin un asomo de satisfacción—. Mays sabía eso cuando hizo que ustedes dos se estrellaran. Contaba con nosotros para que salváramos sus vidas. Y lo hicimos. —Casi inmediatamente, Blake lamentó sus palabras. No era el momento de desanimar su simpatía por Mays.
La voz de Forster llegó a través del enlace.
—Espero no necesitar remarcarle la urgencia de la situación. Como dije, el tiempo de caída de nuestra órbita a la atmósfera superior de Júpiter es de unos noventa y cinco minutos. Pero, por supuesto, si uno aguarda aunque sólo sea la mitad de ese tiempo…, puede ser demasiado tarde.
Marianne flotaba allí en el espacio, los brazos separados de su cuerpo, la cabeza inclinada hacia atrás, y Blake pensó que incluso en su obvia angustia, enfundada en un abultado traje espacial, era una imagen de dignidad y gracia natural. Observándola, Blake suspiró. Sintió pena por ella. Y por Bill Hawkins. El amor lleva a la gente a las peores situaciones.