Quinta parte
JÚPITER CINCO MENOS UNO

22

En Ganimedes, una semana antes

La altura del comandante, sólo ocasionalmente notable en Manhattan, hacía imposible no reparar en él en los corredores y pasillos del Océano sin Orillas, donde su cabeza de pelo gris muy corto se alzaba por encima del mar de brillante pelo negro mientras se abría camino entre la multitud. No hacía ninguna concesión a la seguridad excepto llevar un traje civil poco llamativo en vez de su uniforme azul. La seguridad era la menor de sus preocupaciones.

Halló el «Café de los Estrechos» y a Luke Lim en él, sentado en su mesa habitual al lado de la pared acuario. La atención del comandante se vio momentáneamente dividida entre Lim, el joven chino de aspecto más siniestro que jamás hubiera encontrado —pero, tras seguirlo durante días, ya se había acostumbrado a eso—, y lo que ciertamente era el pez más feo que jamás hubiera visto, mirando por encima del hombro del tipo. El comandante casi sonrió, pensando que quizá Lim se sentía atraído hacia esta mesa debido a que el pez era aún más feo que él.

El comandante se dirigió directamente hacia allí.

—Luke Lim —dijo con su cascajosa voz—. Soy el que le llamé.

—Eh, me ha reconocido, me siento impresionado. ¿No le parecemos todos iguales? —Lim sonrió sardónicamente, mostrando unos enormes dientes amarillos.

—No. Éste no es un lugar seguro, señor Lim. Sabemos que la propietaria, la señora Wong, ha informado de detalles de sus encuentros con Blake Redfield a Randolph Mays.

—Oh, Dios mío, esa odiosa señora Wong. —Lim lanzó una ceja en órbita—. ¿Ha causado algún daño?

—Quizás usted pueda ayudarme a evaluarlo. Pero deberíamos hablar en algún otro lugar.

Lim se encogió de hombros.

—Siempre que pague usted.

Cuando abandonaron el restaurante, Lim sugirió que se detuvieran un momento en su casa, que estaba cerca; deseaba recoger su guitarra. El comandante estudió suspicazmente el interior de los aposentos de Lim, esperando lo peor; las paredes eran sólidas, recubiertas con estanterías de libros y revistas en una mezcla de lenguajes europeos y chinos, y había de todo, desde clásicos orientales y occidentales hasta pornografía oriental y occidental. El mobiliario soldado a mano ocupaba demasiado del escaso espacio, y había juguetes de alta tecnología en diversos estadios de montaje en los rincones y sobre las mesas, que parecían servirle indiscriminadamente a Lim como escritorios, bancos de trabajo, encimeras de cocina y mesas para comer. Brillantes pósters rojos y dorados en la pared pedían la independencia de Ganimedes del Consejo de los Mundos; en ellos, los oficiales de la Junta Espacial eran pintados como facinerosos de redondos ojos y botas hasta las rodillas.

Lim y el comandante compraron brochetas de cerdo a la barbacoa con salsa de soja a un vendedor en los corredores y se dirigieron a los jardines de hielo, abriéndose camino por mojados y resbaladizos escalones hasta el fondo de un cañón artificial, donde un arroyo se deslizaba a los pies de gigantescas esculturas talladas en el antiguo y duro hielo de Ganimedes. Allí estaban el feroz Kirttimukha, la rotunda Ganesha, la sanguinaria Kali, el sonriente Kwan-yin, y una hueste de otros seres sobrenaturales de quince metros de altura que gravitaban sobre los transeúntes que pasaban por su lado, bajo un negro y helado «cielo» a seis pisos de altura, profundamente tallado con un enorme y retorcido dragón de la lluvia.

Los dos hombres se sentaron en un banco al lado del humeante arroyo. Lim cogió su guitarra de doce cuerdas y pulsó un pasable solo del Concierto de Aranjuez, mientras el comandante hablaba en una voz muy baja que sonaba como piedras en la marea:

—… a través de Von Frisch. Mays estableció contacto con la Compañía de la Luna Naciente. Hace dos días Mays y la mujer, Mitchell, emprendieron el crucero estándar. Hace doce horas su cápsula se desvió del sendero programado. Parece que se estrellaron en Amaltea.

—¿Parece? —Lim pulsó un enérgico acorde en el antiguo y honorablemente desgastado instrumento clásico, con una expresión que era una exagerada máscara de incredulidad.

—No sabemos si sobrevivió alguien. —El comandante enfocó su mirada color zafiro sobre Lim—. En pocas palabras: hemos perdido la comunicación con la expedición de Forster. —Lo cual era cierto, aunque había habido una última y desconcertante comunicación de Forster tras el accidente…, pero no tenía nada que ver con Mays o Mitchell, y el comandante no tenía intención de mencionársela a Luke Lim o a nadie que tuviera ninguna necesidad de saberlo.

—¿Qué están haciendo al respecto?

—Nada. La Junta Espacial ha hecho pública una historia pantalla, afirmando que hemos establecido contacto con ellos, y que Mays y Mitchell están sanos y salvos y recuperándose de algunas heridas menores. Luego ya nos comeremos la historia si tenemos que hacerlo.

Lim pulsó fuertemente las cuerdas de la guitarra y le miró con ojos brillantes, muy abiertos e incrédulos.

—¡Aieee, toda esta basura burocrática! ¿Por qué mentir, hombre?

—Trummy-trumm.

La mandíbula del comandante se encajó.

—En primer lugar, no tenemos ningún cúter a mano. Un pequeño fallo o, como diría usted, basura burocrática. Nos llevará dos días llegar a Amaltea en uno de los vehículos locales. Y… —alzó una mano para detener el desdén de Lim— segundo, la Junta Espacial no se lleva tan bien como eso con los indoasiáticos. No puede acudir a ellos en busca de ayuda y comprensión. Parece que creen que no somos más que un puñado de racistas de ojos azules que miran sobre todo por los intereses norcontinentales.

Lim miró fijamente a los ojos azules del comandante mientras desgranaba un intrincado arpegio de reminiscencias moriscas en el antiguo y suave instrumento.

—Sí, algunos de nuestros tipos más locamente radicales han susurrado ocasionalmente algunas palabras de este tipo en mi oído.

—No queremos decir que sea algo totalmente infundado. El asunto es —el comandante era normalmente muy bueno en ocultar la incomodidad, pero ahora la reveló en el ligero temblor de las aletas de su nariz— que no siento deseos de exponerme al ridículo, quiero asegurarme personalmente de que no hay ningún cúter a mano para acudir en rescate de Forster. No quiero tentar el que nadie fuerce la decisión.

Lim empezaba a ver cuál era esa decisión. Trummy-trummy-trummy-trumm.

—Así que Sir Randolph-Orgullo-de-Inglaterra-Mays ha ido a estrellarse por voluntad propia en el último lugar en que ustedes querrían verle, con una chica sexy blanca norteamericana con él. Pero le aseguro que no está jugando nuestro juego —Trummy-trumm—. Si nosotros estuviéramos intentado forzar la decisión, hubiéramos estrellado a esa Miss Océano sin Orillas de este año de trenzas ala de cuervo y pezones púrpuras. —Lim consideró el asunto por un momento, mientras el comandante aguardaba con paciencia. Pickety-pickety-pic—. Y yo con ella —dijo Lim al fin, con un corto asentimiento de la cabeza. Tunc-ca-trumm.

El comandante intentó ocultar su decepción…, Lim se negaba a ser serio.

—Usted era el agente de Forster aquí —dijo, cambiando de tema—. Usted arregló la venta del submarino europano. No creemos que Von Frisch llegara a decir nunca nada de eso a Mays. Sin embargo, sabemos que manipularon el asunto de Luna Naciente…, probablemente Von Frisch les vendió los códigos del Crucero Lunar. Así que, ¿por qué no les vendió también la información acerca del submarino?

Lim gruñó. Strummm…, strummm

—Quizá debido a mi dinero…, el de Forster en realidad. Le ofrecí a Von Frisch una bonificación de un dos por ciento si mantenía la boca cerrada.

—¿Por qué no le dijo a Forster eso? —Las palabras rasparon en la garganta del comandante.

—No creí que él tuviera que pagar. —Lim parecía mohíno, como si hubiera juzgado tristemente mal a uno de sus colegas; sus dedos pulsaron tristes melodías introspectivas—. ¿Von Frisch nunca chismorreó? No parece en absoluto propio del tipo.

El comandante no dijo nada.

Finalmente Lim suspiró y pareció relajarse. Dejó de tocar de pronto y puso su guitarra a un lado con un hueco y discordante sonido.

—¿Por qué yo, comandante? ¿Por qué confía en mí con toda esta información que puedo utilizar, si fuera un animal político, para echar a la maldita Junta Espacial de encima de nuestros hombros?

—Bueno, ésta es una conversación que puede negarse.

—¿Cómo sabe que no llevo una chipgrabadora en mi pendiente?

Pero ambos sabían que Lim no llevaba ningún aparato registrador. La expresión que aleteó en las comisuras de los labios del comandante no era exactamente una sonrisa.

—Blake confió en usted. Yo confío en él.

Lim asintió y dijo:

—Creo que desea que confirme lo que usted ya sabe. Probablemente Von Frisch lo soltó todo a Mays. Si Mays no lo hizo público es porque no es un periodista, quizá ni siquiera un profesor de historia a tiempo completo. Así que, cualquiera que sea el importante secreto sobre Amaltea que usted, usted personalmente, comandante, no la Junta Espacial, está intentando guardar, él va detrás.

—¿De veras? ¿Qué secreto puede ser ése?

—No lo sé ni me importa. Pero si yo fuera usted, me preocuparía por esa gente suya. Capto vibraciones en Mays.

—¿Vibraciones?

—El hombre es un tigre. Hambriento.

En Amaltea, en tiempo real

—Ellen. Profesor. Es hora de irse. El lugar se está haciendo pedazos sobre nuestras cabezas. —Blake pilotaba el Manta, conduciendo a la solitaria figura blanca del profesor enfundado en un traje espacial mientras efectuaba una última pasada por el «Templo del Arte», registrando entre las burbujas que dejaba atrás todo lo que no tenía tiempo de estudiar—. Ahora mismo, profesor, o vamos a vernos en problemas.

—Está bien —llegó a regañadientes la respuesta—. Vuelvo a bordo. ¿Dónde está la inspectora Troy?

—Aquí estoy. —La voz de Sparta sonó atenuada en las profundidades de las aguas—. No voy a volver con ustedes.

—Dígalo de nuevo.

—Blake, tienes que explicárselo a los otros —respondió ella—. Tranquilízales.

—¿De qué está hablando, Troy? —preguntó Forster.

—Me quedaré aquí durante la transición —dijo ella.

—¿Qué transición?

—La nave derramará pronto sus aguas. Yo estaré a bordo durante esa transición.

—Pero ¿cómo podrá…?

—Profesor, suba a bordo ahora mismo —dijo Blake seriamente—. Se lo explicaré más tarde.

—Está bien.

Blake se puso una mascarilla de aire y pulsó las válvulas. El agua entró en tromba en el interior del Manta, llenándolo…, excepto unas cuantas burbujas reluctantes que no estaban seguras de qué lado era arriba. Blake pulsó otro botón y la escotilla del submarino se abrió de par en par.

Forster maniobró hasta la escotilla y se izó al submarino. Blake la cerró a sus espaldas y pulsó más interruptores: las bombas actuaron de nuevo, y el aire a presión empezó a forzar el agua al exterior. Dejó que su mascarilla cayera fláccida mientras Forster se quitaba el casco. El Manta agitó las alas y se encaminó hacia la escotilla estanca polar sur de la «nave-mundo».

Blake intentó conectar con el Ventris por el sonarenlace.

—Vamos dentro —dijo—. Adelante, Ventris, ¿nos oís? Volvemos. —Pero no obtuvo respuesta. Se volvió al profesor—. Deben haber perdido el cable, o tal vez lo hayan recogido. Será mejor que nos apresuremos.

—¿Qué hace Troy? Dijo usted que me lo explicaría.

—No está haciendo nada, señor. Las cosas simplemente ocurren. Su lugar está ahí abajo. El nuestro, aquí arriba.

La cúpula de la escotilla polar sur no era tan grande como la ecuatorial a la que el banco de animales como calamares había conducido originalmente a Sparta y al profesor, pero seguía siendo lo bastante grande como para admitir un carguero terrestre. A medida que las capas moleculares se pelaban, o retiraban, o en cualquier caso se volvían mágicamente transparentes —en ese proceso que los exploradores humanos no habían empezado todavía a comprender, pero del que habían llegado a depender rápidamente—, Blake y Forster vieron a su través el hirviente mar de fuera, lleno con la rojiza opalescencia de la luz de Júpiter que brillaba a través del hielo que se sublimaba rápidamente.

—¡Eh, están entrando aquí! —exclamó Forster. Pese a su fatiga, todavía podía responder a nuevas maravillas.

El Manta nadaba hacia arriba contra una marea entrante de luminosas criaturas marinas, luminosos calamares y camarones y medusas y plancton por millones, que se derramaban en el interior del núcleo de la nave en ordenadas formaciones que formaban un desfile en el agua como columnas de humo en el viento.

—Ciertamente actúan como si supieran lo que están haciendo, ¿no? —observó Blake.

—Es como si la nave les estuviera atrayendo dentro… para protegerles.

—O para encerrarles en los corrales —dijo Blake secamente.

—Hum. —Forster halló aquella idea desagradable—. Están respondiendo con toda claridad a alguna señal preprogramada.

—Puede que sean simplemente condiciones de equilibrio. Dentro y fuera la presión y la temperatura están casi equilibradas en la superficie del núcleo.

—Muy racional —dijo el profesor—. Y aún un milagro.

Blake sonrió para sí mismo. El profesor J. Q. R. Forster no era dado a hablar de milagros. Pero cualquier tecnología lo suficientemente avanzada… Blake sospechaba que estaban al borde de encontrarse con uno o dos milagros más.

El liso y negro Manta estaba fuera de la esclusa ahora, y agitaba sus alas en una rápida ascensión hacia la superficie. La esclusa siguió abierta a sus pies, mientras las criaturas marinas se metían rápidamente en la enorme nave; por encima de ellos, el último resto de la capa dura de la corteza de hielo de Amaltea se estaba fracturando en placas cada vez más pequeñas.

Blake todavía no podía contactar con nadie del Ventris. Halló el agujero en el hielo sin ningún problema; el paso a través del pozo estaba fraguado de riesgo, pero el submarino lo cruzó limpiamente, así como la ardiente interface entre agua y vacío.

El Ventris permanecía a medio kilómetro de distancia de la hirviente superficie de la luna. Volando ahora como una nave espacial, el Manta alcanzó la bodega del carguero con rápidos chorros de sus cohetes.

—Ahí abajo empieza a parecer como una fiesta de Halloween —dijo Blake.

—¿Una qué?

—Como el caldero de una falsa bruja: una bañera llena de agua y hielo seco.

Debajo del submarino volador, capas de negra agua brotaban por las rendijas en el hielo, y de debajo de los bamboleantes témpanos ascendían grandes burbujas redondas llenas de lechoso vapor que estallaban en bocanadas de bruma. Delante del Manta, la bodega del equipo del Ventris permanecía abierta de par en par, con su interior de metal brillando contra las estrellas…, abierta, brillante y vacía.

—El Crucero Luna ha desaparecido —dijo Blake—. Las comunicaciones no funcionan, el radioenlace tampoco.

—¿Qué está ocurriendo? —preguntó Forster.

—Será mejor que vuelva a ponerse el casco, profesor. Puede que tengamos problemas ahí delante.

Sin la ayuda de los comenlaces, Blake metió cuidadosamente el Manta dentro de la abierta bodega del equipo y consiguió amarrar sin problemas el submarino. Los controles remotos aún funcionaban…, las grandes compuertas se cerraron en silencio sobre el submarino. Tan pronto como estuvieron selladas, el aire penetró en la bodega. Unos momentos más tarde, la escotilla al corredor central del Ventris se abrió, resonando audiblemente contra sus topes.

Blake probó de nuevo los comenlaces.

—¿Jo? ¿Angus? ¿Nos oye alguien? ¿Cuál es la situación ahí? —Miró a su alrededor a través de la burbuja, pero no pudo ver nada extraño. El que no apareciera nadie en la escotilla resultaba quizás un poco extraño, aunque no era en sí mismo inusual.

Los indicadores del submarino le dijeron que el aire dentro había alcanzado casi la presión normal.

—Bien, profesor, voy a abrir. Estamos más bien húmedos aquí dentro, de modo que lo más seguro es que esto se llene en seguida de bruma de vapor de agua. Déjeme salir primero.

—¿Por qué debe salir primero?

—Puedo moverme más rápido. No llevo traje espacial.

—¿Cree usted que hay algo que va seriamente mal?

—No sé qué pensar. Simplemente huele extraño.

Soltó los cierres de la compuerta del Manta, e hizo una mueca cuando sus tímpanos fueron golpeados por la diferencia de presión. El interior del Manta se llenó al instante de bruma, que cubrió de escarcha la superficie de la semiesfera de poliglás. Estaban ciegos dentro. La bruma se disipó rápidamente, pero la condensación en la esfera permaneció. Blake secó con rapidez el curvado poliglás, limpiando un espacio por el que mirar. No vio nada.

Se retorció en el angosto espacio para darse la vuelta a fin de salir de cabeza por la escotilla de la parte trasera del submarino. Había metido su cabeza y hombros en el frío y seco aire de la bodega del equipo…

… cuando algo rozó la expuesta piel de su cuello. Alzó la cabeza para ver a Randolph Mays acuclillado ingrávido sobre el lomo del Manta. En su mano derecha sujetaba un inyector de medicamentos con la forma de una pistola.

La enorme boca de Mays se curvó en una obscena sonrisa.

—Mal envite, creo que dicen ustedes en el fútbol americano. Un desgraciado error táctico. Debería haber enviado al profesor primero…, mi pequeña mezcla de productos químicos hubiera sido completamente inefectiva contra un hombre en un traje espacial.

Pero Blake no oyó el resto. Estaba ya dormido.

Dentro del Manta, Forster se debatió para invertir su orientación en la angosta cabina.

La voz de Mays le llegó a través de la abierta escotilla:

—Usted primero, inspectora Troy. ¿O debo llamarla Linda? ¿Le he dado tiempo suficiente de volver a ponerse el casco? ¿Necesita unos cuantos segundos más? ¿Qué hay con usted, profesor? Debo decir que su cuerpo es una maravilla, señor. Exteriormente es la imagen misma de la juventud. Cuando no está metido en un traje espacial, por supuesto. Simplemente piense, como consecuencia de aquel intento de bomba que casi tuvo éxito en Venus… —El tono de Mays sonó extrañamente pesaroso—. Bien, sus cirujanos merecen una auténtica felicitación. ¡Sus músculos y órganos! Desgraciadamente, debieron de sufrir para ajustar el deterioro natural de sus, ¿cuántas, más de seis décadas reales? ¿Y con qué coste para su elasticidad? ¿Para su resistencia?

Forster había conseguido quedarse atorado en el proceso de dar la vuelta en el angosto espacio, retorcido hacia arriba como a medio camino de un sobresalto.

—Puede salir cuando crea usted que está lista, inspectora Troy; me hallará completamente preparado para usted —dijo alegremente Mays—. Y en cuanto a usted, profesor, por favor, limítese a descansar un momento mientras le explico la situación. Como nuestro amigo Blake aquí a mi lado, toda su tripulación se halla echando una cabezada…, pero, a menos que tengan una razón para mantenerlos dormidos, despertarán dentro de una o dos horas. Y he puesto sus comunicaciones externas fuera de servicio. De una manera muy concienzuda, me temo. Y usted nos ha mantenido incomunicados por razones propias, ¿verdad? ¿Tienen algo que ver conmigo? ¿Cómo piensa explicar eso?

Forster había conseguido volverse ya, y podía ver a través de la abierta escotilla las desnudas paredes de metal de la bodega del equipo. Pero Mays se mantenía fuera de su vista.

—Así que le he proporcionado la perfecta excusa para tapar sus propias transgresiones, ¿ve? —Mays hizo una pausa, como si se hubiera dejado algo fuera del guión—. ¿Está usted con nosotros, Troy? Tiene que estarlo. Usted lo sabe todo, ¿no? Absolutamente todo. —Otra pausa, pero, pese a sus aparentes esperanzas de lo contrario, Mays no se interrumpió—. En cuanto a usted, profesor, después de todo, las antenas siempre se están rompiendo, qué lástima, ¿verdad? No se moleste en darme las gracias. Le diré cómo devolverme el favor.

Forster tendió la mano hacia su casco, y lo halló encajado contra la pared del pasillo debajo de sus rodillas. Iba a tener que volver a la esfera para conseguir algo de espacio que le permitiera pasarlo por encima de su cabeza. Ahora empezaba a respirar fuertemente, tan fuertemente que tenía dificultades para oír a Mays.

—Todo lo que quiero, ¿sabe?, es lo que usted intentó negarme ilegalmente. Quiero radiar a todos los mundos habitados la naturaleza de nuestros, sí, nuestros, descubrimientos aquí en Amaltea. Y en especial quiero hablarles del Embajador. Esa magnífica estatua.

Como repelido por la insistencia de Mays, Forster había regresado a la parte delantera del Manta, a la esfera de poliglás…, y al menos su casco estaba libre. Lo hizo girar en sus enguantadas y temblorosas manos, intentando hallar el fondo, preparándose para pasárselo por la cabeza…

—Pero para hacer eso —estaba diciendo Mays—, tiene que prestarme usted este hermoso submarino. Sólo por unos breves momentos. Hay algunos ángulos y puntos de vista, algunos efectos de iluminación, comprenda, que son inútiles para su negocio, el del arqueólogo erudito, pero completamente esenciales para el mío…

Al fin Forster tenía su casco adecuadamente alineado.

—No, Mays. Nunca —dijo con voz desafiante, sorprendido de lo ronco de su voz. Atrajo el casco hacia sí. Una vez lo tuviera sobre la cabeza, las drogas de Mays no podrían hacerle ningún daño.

Justo entonces un brazo y una mano aparecieron ante su vista en la pequeña abertura de la escotilla, sujetando una pistola.

La pistola escupió esta vez un aerosol, y Forster apenas tuvo una fracción de segundo en la que darse cuenta de su error al haber hablado. No lo suficiente para conseguir sellar su casco.

Mientras hacía volar el Manta por entre la bruma por encima del hirviente paisaje helado, inmerso en los incongruentes olores del submarino de reciente sudor humano y de agua salada con miles de millones de años de antigüedad, la mente de Mays ignoró las sensaciones inmediatas y se prolongó hacia delante a través de un plano de abstracción, revisando posibilidades. Su plan ya se había estropeado, pero era un táctico brillante y muy experimentado que hallaba excitante el improvisar dentro de las estructuras del desarrollo de una realidad impredecible. Había conseguido casi todo lo que se había propuesto hacer; era lo que quedaba por hacer lo que podía deshacer todo lo demás.

¡La inspectora Ellen Troy había desaparecido! No estaba a bordo del Manta…, ni a bordo del Ventris antes, cuando había gaseado a los otros. ¡Seguro que Redfield y Forster no la habían dejado en el agua! Pero seguro también que Redfield tenía intención de amarrar el submarino permanentemente, sin ninguna intención de hacer otro viaje.

¿Estaba en el agua…, incluso dentro de la nave alienígena? Tenía que averiguarlo. Tenía que ocuparse de ella.

Sumergió el Manta con arriesgada habilidad a través de una abertura temporal en el hielo, manejando el aparato como si hubiera sido entrenado en su uso. Lo estabilizó a través de la negra agua, vacía de vida, hacia la compuerta polar sur de la «nave-mundo». Nadie podía esperar razonablemente hallar a una sola persona dentro de los millones de kilómetros de pasillos de la «nave-mundo», de sus centenares de millones de kilómetros cuadrados de espacio y estancias. Pero Mays estaba dispuesto a apostar que sabía dónde estaba la mujer.

Y si no estaba allí, ¿qué importaba? ¿Qué podría hacerle a él entonces?

A través del misterioso acceso a la gran nave, que siempre parecía saber cuándo alguien deseaba entrar o salir…, a través de los negros y serpenteantes corredores…, a través del agua positivamente llena de agitadas criaturas, tan densas que hacían que la visibilidad fuera imposiblemente baja… hasta las inmediaciones del Templo del Arte…

Mays condujo el Manta sobre sus batientes alas hasta el corazón del templo, hasta que ya no pudo seguir en los cada vez más angostos pasillos laberínticos. Se preparaba para ponerse el traje y meterse en el agua cuando creyó ver un destello blanco…

Había un pasillo más amplio, lejos del centro del templo, a un lado. Condujo el Manta hasta allá a toda velocidad. Rodeó grabadas paredes, extrañamente iluminadas por los haces blancos de los focos, que se deslizaban a tan sólo unos centímetros de distancia de las alas del submarino, siempre a gran velocidad. Giró una pronunciada curva…

… y allí estaba ante él, con su traje blanco resplandeciendo tan brillante a sus luces que tuvo que fruncir los ojos. Se debatía impotente en las oscuras aguas, intentando alejarse nadando de él. Avanzó hacia ella a toda velocidad; sintió y vio el demoledor impacto de su cuerpo contra la esfera de poliglás del morro del submarino.

No pudo hacer dar la vuelta al Manta en el angosto corredor, pero unos pocos metros más allá llegó a una confluencia redonda de pasillos y giró el submarino. Regresó lentamente por el mismo corredor por el que había venido.

Allá estaba, flotando fláccida en los remolinos. El cristal de su casco estaba medio opaco, pero a su través estuvo seguro de ver sus ojos abiertos y vueltos hacia arriba. Y había una enorme y muy visible brecha bajo su corazón, que atravesaba limpiamente la lona y el metal de su traje. Diminutas burbujas de aire, plateadas a la luz del submarino, seguían rezumando de la herida.

Mays rio quedamente para sí mismo mientras guiaba el Manta más allá del flotante cuerpo de la inspectora Troy. Su segunda tarea estaba hecha. Sólo quedaban una o dos más por realizar…

Envuelto en la torbellineante bruma a sólo un kilómetro de distancia del Ventris, el Crucero Lunar Cuatro estaba aparcado con toda seguridad a la sombra de las radiaciones. Habían transcurrido más de tres horas desde que Mays había dejado a Marianne sola para que lo cuidara. Se acercó a él con precaución.

Pasar del Manta al Crucero Lunar en medio del vacío era un asunto tedioso, que requería que tanto Marianne como él se pusieran trajes espaciales y despresurizaran la cápsula. Cuando al fin estuvieron seguros dentro de la pequeña y oscura cabina, con presión de aire suficiente para quitarse los cascos, la halló de mal humor.

—Dios, Randolph, esto es lo peor —dijo Marianne.

—No es éste el recibimiento que esperaba, debo confesarlo.

—Oh, me alegro que estés bien. Sabes que no me refiero a eso. ¡Pero tres horas! No sabía dónde estabas. Ni lo que estaba ocurriendo. Casi me volví loca aquí, pero… no deseaba estropearlo todo.

—Hiciste precisamente lo correcto —dijo él—. Confiaste en mí y aguardaste.

Ella dudó.

—¿Están a salvo? ¿Están despiertos ahora?

—Sí, todos animados y muy habladores. Como te aseguré, era un hipnótico inofensivo, de efecto breve…, sólo el tiempo suficiente para que tú y yo consiguiéramos llevarnos esto, nuestro pequeño hogar. Ni siquiera muestran signos de resaca.

—Entonces estuvieron de acuerdo.

Él bajó sus ojos tristes y se concentró en quitarse los guantes.

—Bueno, supongo que la respuesta breve es… —alzó la vista maliciosamente hacia ella— ¡sí! Tras mucha discusión más bien acalorada, durante la cual le aseguré a Forster que tú y yo testificaríamos que nos había mantenido incomunicados contra nuestra voluntad, Forster me entregó el submarino.

Ella pareció más aliviada que excitada.

—Bien. Usémoslo ahora mismo. Hagamos la transmisión. Una vez hecho eso, podremos regresar.

—Me gustaría que fuera tan fácil. Aceptaron permitir que hiciera mis propios fotogramas del Embajador. Aquí están los chips. —Los sacó del bolsillo interior de su camisa y se los tendió a ella—. Aceptaron que enviáramos las imágenes por haz coherente. Pero hace justo unos minutos, cuando hablé con la nave e intenté establecer comunicación, afirmaron que sus radioenlaces de largo alcance seguían aún fuera de servicio.

Ella gimió en lo más profundo de su garganta.

—¿No piensan permitir que mandes los malditos…, las imágenes?

—No, querida. Pero tengo alguna experiencia en las formas de actuar de hombres y mujeres, y estaba preparado para su bluff.

—Oh, Dios, Randolph… Oh, Dios, oh, Dios… ¿Qué has hecho ahora?

Él la miró, juiciosamente preocupado.

—Por favor, no te alteres, querida. Todo lo que hice fue mover la estatua.

—¿Qué? ¡Qué! ¿La moviste?

—Tuve que hacer esa pequeña cosa, ¿no lo entiendes? La escondí para asegurarme de que después de que sea publicado nuestro relato nadie pueda contradecirnos. ¡Porque sólo nosotros podremos exhibirla!

—¿Dónde la escondiste?

—Puesto que se halla dentro de una nave espacial muy grande, me resultaría difícil explic…

—No importa. —Marianne contempló hoscamente la pantalla plana, ahora en blanco, que tan recientemente había sido fuente de profunda decepción. Se secó los ojos, como furiosa de descubrir lágrimas allí—. En realidad no estoy segura de qué pensar acerca de todo esto.

—¿Qué quieres decir?

—Tú dices una cosa. Ellos dicen lo op… —carraspeó para eliminar una obstrucción en su garganta—, algo diferente.

—Por «ellos» te refieres al joven Hawkins, supongo.

Ella se encogió de hombros y eludió su escrutadora mirada.

—No voy a molestarme en rebajarle —dijo Mays, con tono ofendido—. Creo que es un joven honesto, aunque absolutamente engañado.

Marianne volvió sus oscuros ojos hacia él.

—Tú tenías intención de venir aquí todo el tiempo.

—No entiendo lo que quieres decir, Marian…

—Bill dice que debiste manipular el ordenador, el sistema de maniobra, de esta cápsula. Y que estropeaste las comunicaciones también, a fin de que no pudiéramos pedir ayuda.

—¿Todo eso dice? ¿Acaso es navegante? ¿Físico? ¿Especialista en electrónica?

—Se lo oyó decir a Groves y los otros. Después de que inspeccionaran la cápsula.

—Forster y su gente dirán cualquier cosa por impedir que se sepa la verdad. Estoy convencido de que todos son miembros de la maligna secta.

Marianne apretó fuertemente el arnés de su silla a su alrededor, como en recuerdo de lo que había sido borrado de su mente consciente, los horribles momentos del impacto contra el hielo.

—Marianne…

—Calla, Randolph, estoy intentando pensar. —Contempló la vacía pantalla, y él obedeció nervioso su petición. Al cabo de un momento ella preguntó—: ¿Les dijiste que habías ocultado la estatua?

—Sí, por supuesto.

—¿Qué dijeron a eso?

—¿Qué podían decir? Simplemente me cortaron.

—Randolph, me dijiste, y cito textualmente: «Los ojos del sistema solar están fijos en nosotros. Incluso ahora un cúter de la Junta del Espacio se halla a la espera, preparado para acudir en ayuda del Ventris».

—Sí.

—Bien, yo te digo que no voy a permanecer sentada aquí en esta hedionda lata y aguardar al rescate. Si tienes tantas cartas en la mano, quiero que empieces a jugarlas. Quiero que salgas en ese submarino y te pongas en contacto con Forster, vuelvas incluso al Ventris si es necesario, e inicies negociaciones serias. Y no quiero que vuelvas aquí hasta que hayas llegado a un acuerdo.

—¿Pretendes que me enfrente a él personalmente? —preguntó Mays con desacostumbrada timidez—. ¿Qué le impedirá encerrarme? ¿O incluso torturarme de alguna… forma sutil?

Ella le miró, por primera vez en su breve relación, con un asomo de desprecio.

—Bien, te lo diré, Randolph: porque eso no les hará a ellos ningún bien. Me has dado los chips, y ahora me vas a dibujar un mapa de dónde se halla exactamente la estatua. Así que tendrán que matarnos a los dos, socio…, ¿no es así como lo dicen en los viejos vídeos?

Para un hombre de su experiencia, Randolph Mays halló difícil no echarse a reír a carcajadas en aquel momento. Marianne acababa de pedirle que hiciera exactamente lo que él había esperado que le pidiera. Si le hubiera escrito el guión personalmente, no lo hubiera dicho mejor. Por un largo momento meditó su sugerencia antes de decir sobriamente:

—Iba a tener más bien difícil explicárselo a la Junta Espacial, ¿no crees?

Pero era la idea de ella, y así es como ella lo recordaría…, cuando se enfrentaran a la investigación juntos, los únicos supervivientes de la expedición de J. Q. R. Forster a Amaltea.