Sumergirse en las aguas ahora poco profundas hasta el núcleo era como sumergirse en bullabesa, espesa con gran cantidad de vida. Las grandes torres calefactoras del núcleo agitaban y revolvían la sopa con firmeza, como si hubieran estado trabajando en la cocina desde la eternidad. Quedaban menos de una docena de revoluciones de Júpiter antes de que la espejeante superficie del núcleo quedara al descubierto, estéril, en el espacio, hervida hasta desaparecer en el vacío toda la vida a la que había dado nacimiento.
Dentro del frío núcleo en Manta —negro iridiscente, respirando a través de sus branquias, con su piel revestida con una sustancia resbaladiza para hacer que se deslizara fácilmente por el agua, sus focos como fríos ojos en la noche— estaba como en su casa en la oscuridad líquida. A lo largo de sus costados, exploradores con abultados trajes de lona blanca se bamboleaban como muñecos ahogados.
Eran los arqueólogos más afortunados de toda la historia humana; habían tropezado con una nave espacial tan grande como una docena de ciudades de la Tierra, cada una de ellas envuelta dentro de una esfera tan delgada como la piel de un globo, una dentro de la otra, y todas aquellas esferas sucesivamente alojadas llenas de agua. Helada hasta cerca del cero absoluto durante mil millones de años, aquella nave tan grande como un mundo se hallaba perfectamente conservada.
Estaba absolutamente desierta; la simple vida acuática que hormigueaba en el agua exterior no aparecía por ninguna parte en las estériles y más cálidas aguas interiores. Presumiblemente los habitantes de la gran nave habían partido a colonizar nuestro sistema solar hacía más de mil millones de años; sin embargo, era tan enorme que nadie podía asegurar que algún espécimen recientemente descongelado de una inteligencia alienígena no pudiera ser hallado justo al doblar la siguiente esquina de uno de aquellos interminablemente curvos y serpenteantes corredores como cavernas. Miles de enormes cámaras daban la impresión de formaciones submarinas naturales, excepto que no había vida en ellas. Atrás quedaban ingentes cantidades de artefactos: herramientas e instrumentos y lo que tal vez podían ser muebles, y objetos inscritos, y objetos lisos, algunos sencillos, otros complejos, algunos cuya finalidad podía adivinarse, otros desconcertantes…, demasiado para que una simple media docena de seres humanos empezaran a catalogarlo.
Forster, con Sparta pilotando el submarino, descubrió la «galería de arte» la mañana del segundo día, durante una rápida exploración del hemisferio polar sur. El término brotó de forma espontánea en su mente, y de hecho no había un nombre mejor para el edificio, porque no parecía haber ningún error en su finalidad.
—Como alguien, no sé quién, dijo —gruñó al grupo: su cansancio empezaba a erosionar su entusiasmo, y se mostraba muy poco característicamente impreciso—, el arte de un pueblo revela su alma. Puede que en estos compartimientos encontremos una clave que nos conduzca al alma de la Cultura X. —Decretó que la expedición concentrara sus energías en ella.
Forster dividió a su gente en tres equipos; para un arqueólogo, era capaz de ocasionales intuiciones respecto al comportamiento de los seres humanos vivos, así que se ocupó de separar a Mays de Marianne Mitchell y a Marianne de Bill Hawkins. Dos de los tres tripulantes del Ventris —Walsh, McNeil y Groves— permanecerían siempre a bordo, uno durmiendo, el otro despierto, mientras el tercer tripulante trabajaba con los demás. Dentro del núcleo, la «nave-mundo», se suponía que una persona permanecía siempre en el Manta mientras las otras dos trabajaban en sus trajes especiales. Era un buen plan, y funcionó…, al menos durante el primer par de turnos.
Forster y Josepha Walsh y Randolph Mays formaron el primer equipo, Blake Redfield y Angus McNeil y Marianne Mitchell el segundo, Tony Groves y Bill Hawkins y Ellen Troy el tercero. Los viajes del Manta a la superficie se hacían cada vez más cortos a medida que el océano pseudoártico de Amaltea se evaporaba rápidamente al espacio.
Entonces el Ventris desarrolló un problema en su escudo superconductor contra las radiaciones. Incluso a la sombra de Amaltea, el escudo era vital para la seguridad de todos ellos, y si dejaba de funcionar eso significaría su partida inmediata hacia Ganimedes, de modo que Walsh y McNeil tuvieron que ser dejados de lado para poder ocuparse de él, un proceso que ocupó todo un día y se prolongó al siguiente.
La planificación de Forster se fue pronto al diablo; formó los equipos de exploración con la gente que estaba lo suficientemente fresca como para seguir trabajando.
La estructura a la que había llamado la galería de arte era enorme, incluso según los estándares de la raza que había construido la «nave-mundo». No había nada frío o mecánico en su arquitectura, aunque como las demás estructuras en la «nave-mundo» estaba construida de la misma brillante materia semimetálica que había desafiado el análisis humano durante décadas, desde que fuera hallada la primera muestra de ella en Marte. La parte más alta del edificio trepaba hasta media distancia entre los dos niveles más interiores —el espacio abierto más grande de todo el núcleo—, y aunque era con facilidad más alta que la Torre Eiffel estaba construida como el ábside de Notre Dame, con contrafuertes incluidos.
Sir Randolph Mays, con su tendencia natural hacia la grandiosidad, insistió, estimulado por este parecido, en llamarlo «El Templo del Arte». Nadie había hallado ninguna huella de nada que pareciera siquiera vagamente religioso a bordo de la «nave-mundo», pero el nombre de Mays para el lugar no parecía inapropiado, y cuajó.
Tras un día de exploración, Forster se sentía extático.
—Si vaciáramos los mejores museos de la Tierra, si los vaciáramos también de todos sus tesoros legítimos y de todos los mal obtenidos, requisados o robados, no podríamos llegar a aproximarnos siquiera al número de piezas y al nivel de calidad de lo que estamos encontrando aquí. —Su estimación general situaba el número de exhibiciones en el templo entre diez y veinte millones; qué porción de la variedad cultural de una civilización alienígena representaba esto nadie podía saberlo, pero la suposición menos presuntuosa era que se trataba del mejor fruto conseguido de una raza cuya historia había sido mucho más larga, antes de desaparecer, que la historia de la humanidad sobre la Tierra.
Transcurrieron otros dos días. Con la planificación original de Forster inoperante, Tony Groves estaba en el submarino y Bill Hawkins en el agua con Marianne. Era la primera ocasión que tenía que estar completamente a solas con ella desde el accidente…, aunque bajo el agua, y ambos en trajes espaciales, incluso un patriarca del siglo pasado hubiera hallado superflua una dama de compañía.
Su trabajo les daba suficientes temas de los que hablar sin necesidad de hollar temas sensibles. Hawkins se sintió agradecido por su calidez, aprobó su enfoque de la situación, se sintió tremendamente impresionado por la habilidad y competencia que demostraba al haber aprendido en tan poco tiempo a maniobrar en su traje y hacer el trabajo que se requería de ella. Como él, ella había empezado con una desventaja; si acaso, aprendía aún más rápido.
Estaban grabando un gran friso de metales de color, bronce y oro y plata y cobre incrustado de verde, en parte embutido, en parte fundido, un efecto que recordaba a Hawkins la técnica de finales del siglo XX de unión con altos explosivos. Hawkins tomó nota de preguntarle a Blake al respecto; en una conversación casual, Blake había revelado que sabía bastante de explosivos. El friso mostraba el fondo de un océano y una intensa recopilación de criaturas marinas —una escena de la naturaleza, no el interior artificial de la nave—, pero aunque parecía tan familiar como un arrecife de coral en las inmediaciones de Australia, nada de lo reflejado en él era exactamente igual que lo que uno hallaría en los mares de la Tierra. Además, muchas de las plantas y animales tenían palabras grabadas —nombres, quizá, como los nombres en puntiagudos caracteres griegos antiguos al lado de los retratos de los santos en los iconos dorados—, etiquetando aquí corales y gusanos y cosas llenas de púas y peces del arrecife y animales flotantes parecidos a sombrillas y a cintas y con muchos brazos en las aguas de arriba, y grupos de grandes animales como tiburones o delfines, buceando juntos, que mostraban en sus cuerpos la universalidad aerodinámica en forma de torpedo de los nadadores rápidos. Hawkins leía fácilmente el sonido de las palabras, pero el resultado no tenía equivalente en ninguno de los lenguajes de la Tierra con los que estaba familiarizado.
Las brillantes imágenes de la pared reflejaban la danzante luz de su linterna de vuelta a Hawkins mientras éste derivaba en silencio por su lado en la oscura agua, sumido en trance. Antes de que se diera cuenta se había metido en un espacio demasiado estrecho para que el Manta pudiera seguirle.
—¿Tony? ¿Dónde te he perdido? —No obtuvo respuesta. Al mismo momento observó que Marianne ya no estaba tampoco con él.
Se dio la vuelta. Los trajes espaciales no estaban equipados con sonar, y las radios de los trajes no trabajaban bien bajo el agua, en especial entre aquellas paredes altamente reflexivas. Hawkins no estaba preocupado; no podía haberse desviado mucho del Manta. Y Marianne estaría cerca del submarino. Por valiente que fuera, y rápida en aprender, también era sensata, y generalmente tenía buen cuidado de permanecer dentro de un radio donde pudiera ser auxiliada con rapidez.
El estrecho pasadizo se bifurcaba, luego trifurcaba. Todas las superficies de los corredores divergentes estaban cubiertas con intrincados relieves y tallas metálicas. El ángulo de la linterna de Hawkins cayó sobre las paredes en dirección opuesta a la de un momento antes, y aunque todo parecía familiar, nada era lo mismo.
Estaba seguro de que había venido por… ¿dónde? Aquel pasadizo de la izquierda. Pero justo cuando iba a entrar en él, creyó captar un destello blanco al extremo de su visión y al límite de la luz de su antorcha, unos diez metros más allá por un corredor distinto.
—¿Marianne?
Se abrió camino hacia un pasadizo diferente, siguiendo el fuego fatuo que podía no ser más que su propio reflejo, y un momento más tarde llegó a una pequeña cámara circular, que era el lugar de encuentro de seis corredores radiales. Sintió la primera punzada de preocupación…
… justo en el momento en que el haz de su linterna cayó sobre la estatua.
El momento en el que uno se encuentra por primera vez ante una gran obra de arte produce un impacto que nunca puede volver a ser capturado; el tema alienígena de aquella obra exageraba el efecto, lo hacía abrumador. Allí, plasmado con una soberbia habilidad y autoridad en metal cuyo suave color y lustre se parecían al peltre, había una criatura obviamente modelada de la vida. Hawkins era el primer humano, por todo lo que sabía, en ver cuál era exactamente el aspecto de un representante de la Cultura X.
Dos ojos refractantes le miraron serenamente: unos ojos hechos de cristal, como los griegos habían hecho los ojos de sus incomparables bronces de tamaño natural. Pero estos ojos estaban separados treinta centímetros, y estaban puestos en un rostro de tres veces el tamaño de un rostro humano, un rostro sin nariz y con una boca que no era humana, quizá ni siquiera fuese una boca, sino más bien un intrincado pliegue de carne. Sin embargo, el efecto era de una serena y comunicante emoción.
Pese a que no había nada humano en el rostro ni en el cuerpo, la figura emocionó a Hawkins profundamente, porque el artista había superado las barreras del tiempo y de la cultura de una forma que nunca hubiera creído posible. Había muchas cosas que los humanos no compartían —no podrían haber compartido— con los constructores de aquel mundo, pero todo lo que era realmente importante, le pareció a Hawkins, debían de haberlo sentido en común.
—No es humano —pensó en voz alta—, pero pese a todo es humano.
Del mismo modo que uno puede leer emociones en el extraño pero familiar rostro de un perro o un caballo, así le parecía a Hawkins que creía conocer los sentimientos del ser submarino cuyos ojos sin vista miraban fijamente a los suyos. Había sabiduría y autoridad, el tranquilo y confiado poder que se refleja —la mente histórico-artística de Hawkins buscó un ejemplo apropiado entre las grandes potencias oceánicas de la Tierra— en el retrato de Bellini del Dux Leonardo Loredano de Venecia, difuso por una luz perlina procedente de ventanas no visibles que dominan un brumoso mar. Y había tristeza también, la tristeza de una raza que había hecho un gigantesco esfuerzo y lo había hecho en vano.
Hawkins flotaba absorto ante la criatura, que parecía encapuchada en su propia carne. Como un calamar gigante, un alto manto se alzaba por encima de su rostro, y estaba orlado de tentáculos, pero al contrario que un calamar, la planificación de su cuerpo era un largo y estrecho elipsoide, con la mitad inferior equipada con poderosas aletas. Las branquias marcaban su manto con ranuras paralelas formando galones; su toma de agua estaba encima del rostro, separada de la aparente boca, coronando la «frente» del ser como una diadema.
¿Por qué esta solitaria representación de los amalteanos, como Hawkins había empezado a pensar en ellos? No lo sabía; lo único que sabía era que éste había sido puesto allí a propósito, para trazar un puente sobre el tiempo, para dar la bienvenida a cualquier ser que algún día pudiera entrar en la gran nave. El que hubiera sido instalado dentro de aquella cámara, aislado del exterior por estrechos corredores, sugería que eran esperadas criaturas no mayores que ellos mismos…, o que sólo a ellas se les permitiría entrar.
—Bill, es maravilloso —dijo la voz de Marianne en el comunicador de su traje.
Sobresaltado, hizo un agitado intento de volverse. Ella estaba flotando a solo tres metros detrás de él, tras acercarse en silencio.
—¿Cómo has venido detrás de mí? —preguntó bruscamente—. Creí verte que ibas hacia ese otro lado.
—¿Oh? Bueno, tú no podías haber estado siguiéndome. Yo he estado siguiendo la luz de tu antorcha. —Sonó un poco malhumorada—. Me asustaste mortalmente. Estuve completamente sola durante… lo que pareció casi una hora.
—Más bien fueron cinco minutos —dijo él—, pero te debo una disculpa. Tenemos que ir con más cuidado. Yo…, me temo que simplemente me dejé llevar.
La brillante mirada de Marianne estaba clavada en la estatua.
—Es maravillosa —jadeó—. Simplemente piensa en ella aguardando aquí en la oscuridad durante todos estos millones de años.
—Más que unos simples millones de años. Al menos mil millones…
—Deberíamos darle un nombre.
—Eso suena un tanto presuntuoso…
—Es una especie de mensajero, creo, que trae un saludo para nosotros —siguió ella, ignorando sus objeciones. Su atención estaba clavada en la estatua—. Aquéllos que la hicieron sabían que un día alguien vendría aquí y encontraría este lugar. Hay algo noble en ella, y algo muy triste también. —Volvió su embelesado rostro hacia Hawkins—. ¿No lo sientes así?
Él había estado observando el rostro de ella a través de su placa facial, iluminado sólo por la luz reflejada de sus linternas, y en aquel momento estuvo convencido de que su primera impresión de ella había sido la correcta: pese a todos los desafortunados acontecimientos que se habían producido en Ganimedes y desde entonces, seguía siendo la mujer más hermosa que jamás hubiera conocido.
Y la más digna de ser amada. En el momento en que volvió sus verdes ojos hacía él, tuvo la sensación de ese dolor familiar, que no parecía hacer más que empeorar, allá donde hubiera debido estar su corazón…
—El Embajador —dijo ella—. La llamaremos el Embajador.
… y, realmente, casi con toda seguridad la más inteligente…
Hawkins se recordó dónde estaba, miró bruscamente de nuevo a la estatua, y halló que la reacción de Marianne al… Embajador era virtualmente idéntica a la suya.
—Bill, ¿no crees que deberíamos llevárnosla de vuelta con nosotros? —susurró ella—. Para darles a la gente de la Tierra y de los demás mundos alguna idea de lo que realmente hemos encontrado aquí.
—El profesor no está en contra de retirar algunos artefactos de los museos correctos, al final. —Lástima que Marianne no comprendiera, pero después de todo no estaba educada en las disciplinas arqueológicas—. Pero no hasta que hayan sido reunidos todos los datos.
—¿Cuánto tiempo tomará eso?
—Bueno, significa el contexto total de cada hallazgo, lo cual, en el caso de Amaltea, no va a poder ser registrado en el poco tiempo que nos queda. Se necesitarán cientos de personas, quizá miles, y bastantes años, para hacer todo lo que se necesita hacer aquí.
—Si ésta fuera la única pieza retirada, estoy segura de que no arruinaría el registro general —dijo ella.
Hawkins pensó en aquello. De hecho, Marianne podía ser brillante, o estar muy cerca de ello. La retirada de una sola estatua, una vez fotogramada y hologramada, probablemente no significaría mucha diferencia para la comprensión arqueológica de Amaltea. Pero no deseaba animar esa línea de pensamiento.
—Su masa debe ser como mínimo de una tonelada. Simplemente tendrá que esperar.
Ella se mostró genuinamente desconcertada.
—No pesa nada —protestó—. No más que nosotros.
—El peso es una cosa, la inercia otra… —empezó a decir él.
Ella se refrenó.
—Soy muy consciente de eso.
—De acuerdo. Y yo no soy físico. Todo lo que sé es que Walsh me dice que no podemos permitirnos el combustible…, sobre todo desde que tenemos que llevaros a Mays y a ti de vuelta a Ganimedes con nosotros. Sin mencionar vuestro Crucero Lunar. —La miró nerviosamente—. Será mejor que vaya a comunicárselo al profesor.
Ella le dirigió una pequeña sonrisa.
—No te preocupes, Bill. No voy a presionar.
Y eso, al menos por el momento, fue todo. La salida del laberinto fue más simple que la entrada, y hallaron a Tony Groves esperándoles en el Manta a sólo unos metros de distancia, sin tiempo siquiera de haber empezado a preocuparse por ellos.
Salieron sin incidentes…, es decir, excepto el segundo atisbo por parte de Bill Hawkins de algo pálido en la acuosa distancia, algo que entraba y salía rápidamente de su visibilidad, algo que definitivamente no era Marianne, porque ella nadaba delante de él, bien protegida por su abultado traje…
—¡Randolph! Creo que tú puedes persuadir a Forster de que la traiga… Es la cosa más emocionante que una puede imaginar.
Marianne y Mays se encontraron a solas en el corredor fuera de la bodega del equipo cuando ella salía de turno y se estaba quitando su mojado traje espacial, y él estaba forzándose hacia la consciencia total con un ardiente bulbo de café que McNeil le había traído pensativamente.
—Tu joven amigo Hawkins tiene razón, Marianne. Si es tan masiva como suena, no hay forma alguna de traerla hasta aquí. Al menos sin desechar nuestro pequeño Crucero Lunar.
—¡El Crucero Lunar! ¿Por qué insiste tanto Forster en llevar de vuelta con nosotros esa cosa horrible?
—Una vendetta contra mí —susurró Mays—. Por mucho que necesite nuestra ayuda, creo que aún le gustaría hacernos aparecer como culpables de algo en la investigación.
—Pero ¿cómo puede hacer eso? —Estaba genuinamente indignada.
Mays se encogió de hombros. Estaba pensando en otra cosa.
—Este Embajador tuyo…, es el punto fundamental de la más grande historia de la época…, y apostaría cualquier cosa a que Forster tiene intención de mantenerlo secreto.
—¿Secreto?
—Forster no es un arqueólogo legítimo, Marianne. No me repetiré; ya hemos hablado suficientes veces de ellos. Incluso el nombre de esta nave es un indicio, ese Michael Ventris al que admira tanto, el tipo que descifró la Lineal B. ¡Pero Evans, el tipo que descubrió a los minoicos, se negó a publicar su gran cantidad de tablillas Lineal B durante treinta años! Hasta que otros descubrimientos le obligaron. Nosotros tenemos que obligar a Forster, Marianne. Tenemos que conseguir nuestros hologramas del Embajador y enviarlos por un privenlace ahora, para asegurarnos de que nada se interpone en el camino de su publicación.
Como Mays sabía ya, Marianne no podía estar más de acuerdo.
—¿Cómo podemos hacerlo? —preguntó.
Mays dejó escapar un suspiro de alivio al ver que ella se dejaba arrastrar a las cuestiones prácticas antes de que su subconsciente pudiera demorarse en la falta de lógica del planteamiento de él. Afortunadamente, Forster admira a Ventris, pero no fue Ventris quien suprimió las tablillas era un pensamiento que nunca se había formado en la mente de ella.
—Ven a los compartimientos dormitorio conmigo —susurró con urgencia—. Todo el mundo ha salido, podemos hablar un momento. Es algo atrevido, pero creo que puede hacerse…
Tenía que recordar siempre que Marianne era más lista en mente que en experiencia. Empezó a trazar un plan, aliviado de que su cerebro aún medio dormido no tropezara consigo mismo.