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—No quiero ocupar más espacio aquí con otra descripción de todas las maravillas de Amaltea. Ya hay suficientes docu-chips y fotogramas y mapas y disquisiciones eruditas sobre el tema…, mi propio librochip, por cierto, será publicado muy pronto por Sidgwick, Routledge & Unwin…, pero lo que me gustaría darles en vez es una impresión de lo que significó ser uno de los primeros humanos en entrar en aquel extraño mundo acuoso…

Bill Hawkins se dio la vuelta en su sueño, se puso más cómodo en las flojas correas que lo sujetaban al camastro, y reanudó el murmullo de su soliloquio en el sueño:

—Sin embargo, lamento decirlo…, sé que suena difícil de creer…, simplemente no puedo recordar lo que sentía cuando el submarino europano me expulsó a la oscuridad. Supongo que podría decir que me sentí tan excitado y tan abrumado por la maravilla de aquello que olvidé todo lo demás…

En su sueño, Hawkins era un maravilloso orador, siempre fluido, suave —pero humilde, por supuesto—, aunque su audiencia cambiaba constantemente, de atestada sala de conferencias a íntimo videoestudio a círculo de hombres barbudos con esmoquin en la sala de recepciones llena de mapas en las paredes de un vagamente imaginado Club de Exploradores…

—Ciertamente recuerdo la impresión de su tamaño, algo que los simples holos nunca podrán proporcionar. Los constructores de esta nave, procedentes de un mundo acuoso, eran gigantes, al menos cuatro veces el tamaño de los seres humanos…, o eso suponemos por las dimensiones de sus accesos y corredores, que eran lo bastante grandes como para dejar pasar al submarino. Éramos meros renacuajos agitándonos entre sus obras.

»Nunca fuimos más abajo de los niveles exteriores, así que encontramos muy pocas de las maravillas científicas que expediciones posteriores descubrieron. No importa: teníamos suficiente para mantenernos ocupados. Supusimos que estábamos explorando las zonas residenciales y las salas de control y cosas así, pero la arquitectura era tan extraña y abrumadora que nunca estábamos perfectamente seguros de qué era lo que contemplábamos…, muy bien podíamos estar nadando en un jardín de pulpos. Oh, había inscripciones por todas partes, millones de caracteres de ellas, y pasé la mayor parte de mi tiempo intentando descifrar lo suficiente para captar su sustancia. La mayoría eran inimaginablemente apagadas, meras listas de pertrechos o diagramas etiquetados para dispositivos incomprensibles.

»Pero no había representaciones de las criaturas que las habían escrito, ninguna señal de las criaturas que vivieron en esos intrincados salones. Sabíamos por la placa marciana que no carecían de vanidad, pero no conservaban en ninguna parte imágenes de ellos mismos, ni siquiera superficies lo suficientemente lisas y planas para servir, como la placa marciana y las tablillas venusianas podían haber servido, de no estar cubiertas por símbolos, como espejos…

Hawkins murmuró y gruñó. En su sueño estaba contemplando un espejo inscrito con un millar de caracteres alienígenas, y detrás de ellos un rostro le devolvía la mirada, no el suyo…

El rostro se parecía al de la mujer psiquiatra que le había entrevistado antes de ser aceptado para la expedición.

Podría decir que me sentía excitado y abrumado por la maravilla de todo aquello…, pero eso sería inexacto. —Las afirmaciones de su sueño se volvían exigentes, las palabras precisas. La psiquiatra del sueño le miró escéptica—. En realidad, la primera vez que la inspectora Troy me sacó del pequeño y atestado Manta al cálido interior líquido del corazón de Amaltea (en realidad me empujó, más bien bruscamente, con una fuerza sorprendente para una mujer de su tamaño), mi mente estaba tan llena con pensamientos de Marianne que no presté atención a lo que estaba haciendo hasta que hube recorrido algunos cientos de miles de…

Un nuevo rostro se enfrentó a él en su sueño. Gimió en voz alta. Sus ojos se abrieron de pronto en la oscuridad.

Su corazón bombeaba con grandes y lentos latidos y su frente estaba perlada de sudor. Tanteó en la bolsa en la pared a su lado y halló un tisú, que utilizó para secarse cuidadosamente el sudor. Nunca sería capaz de erradicar el recuerdo del horriblemente ennegrecido y ensangrentado rostro de Marianne mientras yacía ciega y apenas consciente dentro de los restos del Crucero Lunar.

Pero menos de veinticuatro horas más tarde —mantuvo la guardia hasta que el profesor le ordenó que se fuera a dormir—, todas las células reventadas y la sangre vertida de su arruinado rostro habían sido retiradas y digeridas, y su piel estaba de nuevo tan fresca y nueva como la de una niña de diez años. Su belleza hizo que le doliera el corazón.

Hawkins compartía la diminuta cabina dormitorio con el profesor —se había trasladado a la cabina del profesor cuando Sparta se instaló en la de Blake—, pero el trabajo de explorar la gran nave-mundo había requerido que la tripulación del Ventris trabajara en turnos, y por el momento Hawkins tenía el lugar para él solo. Sabía que no iba a volver a dormirse pronto. Sus sueños habían sido demasiado vívidos.

No había dedicado ningún pensamiento —consciente, al menos— a lo que iba a hacer con sus experiencias cuando regresara a la civilización. Estaban los varios acuerdos y contratos de confidencialidad que había firmado antes de subir a bordo, pero ésos lo limitaban solamente a efectuar sus declaraciones públicas con el profesor hasta que los resultados científicos de la expedición hubieran sido publicados. Forster había prometido que no tenía intención de retrasar la publicación y ninguna inclinación a amordazar a su tripulación.

Se le ocurrió a Hawkins que iba a haber una gran demanda de las memorias de aquéllos que habían estado realmente en el escenario de los hechos, incluidas las de él. Ciertamente, el tener a Randolph Mays cerca no desanimaba las fantasías de fama.

Quizá su sueño estaba intentando decirle algo. Mientras el sueño no llegaba, no iba a hacerle ningún daño empezar a tomar algunas notas privadas. Tendió la mano hacia su chip de grabación, lo conectó, y empezó a susurrar en la crujiente oscuridad del compartimiento. Empezó allá donde le había dejado su sueño.

—Apenas había pasado otra hora antes de que ellos dos, Marianne y ese odioso Mays, estuvieran despiertos y en condiciones de hablar…, cosa que hizo casi exclusivamente Mays. Puesto que no había espacio en la clínica, lo observé todo por el monitor, lo cual fue una suerte, puesto que dudo que hubiera sido capaz de mantener mis manos lejos de la garganta de Mays. Su personalidad televisiva es muy conocida, pero es engañosa. En carne y hueso es un hombre alto, más bien cadavérico, con un menguante pelo y una actitud de campechanería que uno se da cuenta en seguida que es sólo a flor de piel, la coloración protectora de alguien que tiene que mostrarse amistoso con demasiada gente. Debajo hay un carnívoro, como ya había aprendido.

»"Espero que esto sea una sorpresa para ustedes tan grande como lo es para ", nos dijo en un absolutamente inadecuado intento de sinceridad, como si tan sólo se hubiera presentado a una invitación a cenar un día antes. "Veo que ya conocen a mi…"

»Hubo sólo una ligerísima pausa antes de la siguiente palabra de Mays, pero fue lo suficientemente larga como para hacerme ver rojo: "…ayudante", dijo, "Marianne Mitchell".

»"De hecho, hemos tenido el placer de conocerla", respondió el profesor con rostro inexpresivo, manteniendo su insinceridad bien enterrada. "¿Y qué les ha traído hasta aquí? Un problema con su cápsula, evidentemente. ¿Por qué no nos habla de ello?"

»Mays nos obsequió con un relato de inocencia y modesto heroísmo…, acerca de sus hercúleos esfuerzos por improvisar un programa que compensara el mal funcionamiento del sistema de maniobra de la cápsula, con la esperanza de que les hiciera descender suavemente sobre Amaltea. Todos sabíamos ya que era una sarta de mentiras. Y sin duda Mays sabía que nosotros sabíamos que estaba mintiendo, pero no había nada que pudiera hacer al respecto, porque él también comprendía bien que las grabadoras de la nave estaban registrando todas sus palabras y que cualquier cosa que dijera podía ser esgrimida en contra suya en la inevitable investigación que la Junta Espacial efectuaría sobre el accidente.

»El profesor le dejó, impasible, que se colgara a sí mismo. Cuando a Mays se le acabó finalmente el aliento aguardé a que Forster lo enfrentara con sus mentiras; en vez de ello, el profesor dijo: "Me alegra poder decirle que estará usted en pie dentro de pocas horas. Desgraciadamente, no vamos a regresar a Ganimedes por un tiempo, y Amaltea se halla todavía bajo la cuarentena de la Junta Espacial. De modo que me temo que se encuentra usted varado aquí con nosotros."

»Sin convencer a nadie, Mays hizo todo lo posible por parecer abrumado por la noticia. El profesor siguió: "Pero, cuando se sientan con las fuerzas suficientes, agradeceremos cualquier ayuda que usted y la señorita Mitchell puedan proporcionarnos", ¡pueden imaginar mi consternación al oír aquello!, "porque quiero que sepa, Sir Randolph, que recientemente hemos hecho el más extraordinario de los descubrimientos. Y, gracias a una coincidencia aún mayor, aquí está usted para compartirlo con nosotros…"

»Miré a Marianne, que flotaba en su arnés de apoyo vital casi tan desnuda como el día que nació…, de hecho no mencionaría esto aquí si no fuera por mí aguda consciencia de que el horrible y viejo Mays flotaba en el mismo estado a su lado. Algo atávico se agitaba en mí. Deseaba cubrirla con algo, volver a las actitudes del siglo pasado. Recordaba mi humillación, y decidí no dejar que las cosas siguieran como habían quedado cuando abandonamos Ganimedes.

Hawkins hizo una larga pausa para secarse su sudorosa frente.

—Pero me estoy desviando del tema. En cualquier otra circunstancia, dado aquello con lo que habíamos tropezado, nos hubiéramos sentido contentos de tener un poco de ayuda, pero Sir Randolph Mays era una serpiente, y el profesor lo sabía. De acuerdo, Mays no iba a ir a ninguna parte sin el Ventris, pero había algunas cuestiones espinosas, como si podíamos negarle legalmente el acceso a las comunicaciones.

»De todos modos el profesor agarró firmemente aquella ortiga. Tan pronto como estuvo de vuelta en la sala de oficiales, lejos del alcance del oído de las personas en la clínica, nos llevó a todos aparte y nos dijo: "Espero que estemos todos de acuerdo. En lo que a mí respecta, pueden ir donde quieran y grabar todo lo que quieran, siempre y cuando no cojan nada, y siempre y cuando no transmitan nada antes de que volvamos a Ganimedes."

»"No veo cómo podemos detenerles —indicó McNeil, con aquella manera engañosamente lánguida que tiene de hablar, por la que sabes que está maquinando algo—. ¿Y si intenta arreglar la radio de su cápsula? En especial teniendo en cuenta que en realidad no está rota."

»"Descartado —dijo Forster con alivio—. Por un lado, eso sería manipular evidencias."

»Forster me dedicó el asomo de una sonrisa. "No, Bill, sospecho que nosotros también vamos a sufrir una avería en las comunicaciones…, del mismo tipo que la de la cápsula de Sir Randolph. Desgraciadamente, dentro de un par de días o así se difundirá la noticia de que aquí ya no estamos bajo la protección de la Junta Espacial. Pero mientras tanto, si podemos retrasar la interferencia de los mundos exteriores, tendremos la oportunidad de conocer mejor a nuestros invitados."

»Desde que se iniciara todo el incidente, yo había estado jugando al moralista…, en bien de Marianne, o así al menos me decía a mí mismo. Hasta este punto. Porque de pronto me vi enfrentado a nuevas posibilidades. Marianne y yo, incomunicados…

»Pero Forster no había terminado; tenía otro as en la manga. "Antes de que perdamos la comunicación con el resto del sistema solar, sin embargo, voy a registrar una reclamación sobre Amaltea. Estará en Ganimedes y de allí a Manhattan y a Estrasburgo y La Haya antes de que Mays y su, hum, ayudante consigan librarse de sus impedimentos médicos."

»"¿Cómo piensa hacer esto, señor?" De nuevo yo. Pongamos en palabras lo obvio. "La ley espacial prohíbe a grupos privados reclamar la propiedad de cuerpos astronómicos."

»Forster me lanzó aquella patentada mirada suya de soslayo, con una ceja alzada y la otra bajada. "No me estoy anexionando un cuerpo astronómico, señor Hawkins. El núcleo de Amaltea es el pecio de una nave espacial. En nombre de la Comisión Cultural, presentaré una reclamación por derechos de salvamento. Si Mays intenta coger algún recuerdo, estará robándolo del Consejo de los Mundos. Le explicaré la situación antes de que tenga ninguna idea brillante al respecto."

»Y eso fue todo. Durante los últimos tres días el profesor ha estado haciéndonos trabajar a todos tan intensamente que apenas he podido intercambiar alguna palabra en privado con Marianne.

A través del casco del Ventris Hawkins oyó el golpear de las escotillas y el silbido del gas. Cambio de turno. Era el momento de arrastrarse hasta su traje espacial. Hizo una última observación a su grabadora:

—Pero no he tenido tiempo de pensar en ella tanto como esperaba. Los niveles de la «nave-mundo» que hemos visitado hasta ahora requerirán toda una vida de exploración. Y esta tarde encontramos al Embajador