18

Angus McNeil, designado médico de la nave, se vio en la tesitura de preparar dos sistemas de apoyo vital en el pequeño gimnasio de la Ventris, que fue habilitado como clínica. Bill Hawkins, llevando todavía su traje espacial que hedía a sudor, se pegó a una pantalla monitora en la sala de oficiales y observó el trabajo de McNeil hasta que Jo Walsh le ordenó con voz enérgica que se quitara el traje y se pusiera ropa limpia.

Tony Groves se mantenía fuera del camino de Hawkins. Hawkins culpaba a Groves de lo ocurrido —él había persuadido a la capitana de dejar que la cápsula se estrellara—, y en el fondo el propio Groves se culpaba a sí mismo.

Fuerza contra duración, ésa era la curva crítica, y Groves creía que se había equivocado con ella. La esponjosa materia de la superficie de la luna no había sido lo bastante profunda; el hielo subyacente había sido demasiado duro; la cápsula había descendido demasiado aprisa. Y lo peor de todo, los retrocohetes no se habían puesto en marcha. La cínica fe que Groves y McNeil habían expresado —que Mays lo había planeado todo, y que sabía exactamente lo que estaba haciendo— había sido también, al parecer, una mala interpretación.

Hawkins, mientras tanto, se sumía en un éxtasis de desesperación. Incapaz de ayudar o siquiera de acercarse a la clínica, dado lo angosto del espacio disponible, no dejaba de revisar las entradas bajo el epígrafe «trauma cinético» en la biblioteca de la sala de oficiales, intentando convertirse en un experto.

Las historias de los casos, recopiladas de informes de accidentes a lo largo de más de un siglo de viajes espaciales, eran más bien deprimentes: «Una acumulación de 8.500 gravedades por segundo dio como media 96 g en una exposición que duró 0,192 segundos y fue fatal en un término de 4 horas con patología masiva… El tiempo de aumento de las 8.500 g por segundo hasta el pico de 96 es de 0,011 segundos, correspondientes a 23 hertzios, lo cual excita la resonancia de todo el cuerpo… La orientación de la fuerza del impacto aplicada al cuerpo se relaciona con los ejes de desplazamiento de los órganos internos, la presión hidráulica de las pulsaciones en los vasos sanguíneos y la interacción de las masas de la cabeza, tórax y pelvis entre los acoplamientos espinales…»

Mays era quien había recibido la peor parte, con el cuello y el segmento inferior de la espina dorsal rotos y la médula espinal seccionada. Marianne, menos pesada, más joven —y más baja—, y en consecuencia menos masiva y más flexible, no tenía ningún hueso roto. Pero sus órganos internos habían sufrido tanto como los de Mays, sometidos a la misma «resonancia de todo el cuerpo».

Hawkins no podía decir que se preocuparía si Mays moría. Pero la muerte de Marianne lo sumiría en la desolación, y se culparía enormemente por ello.

El Manta estaba llegando de abajo. Una vez libre del hirviente núcleo y su turbulencia, con las comunicaciones entre el Ventris y el Manta restablecidas, Blake y el profesor pudieron seguir los acontecimientos de arriba.

El submarino surgió de la agitada superficie de Amaltea y se dirigió sin ayuda a través de las aferrantes brumas del vacío, usando cortos chorros de sus cohetes auxiliares, a la bodega del Ventris. Consiguieron amarrar la pequeña y torpe nave espacial improvisada —que nunca había sido diseñada para serlo más de unos pocos segundos consecutivos— sin incidente. Por entre la bruma, el cobrizo cielo sobre el Ventris exhibía un nuevo y brillante objeto, un cúter de la Junta Espacial que se aproximaba a la órbita de Amaltea.

Blake y Forster cruzaron la escotilla de la bodega del equipo a tiempo de oír el anuncio del ordenador de la nave por el intercom: CWSS 9, Junta de Control Espacial, ahora en órbita. La inspectora Ellen Troy solicita permiso para abordar la Ventris.

Arriba en la cabina de pilotaje, Jo Walsh dijo:

—Permiso concedido. Aconsejo a la inspectora Troy que utilice la escotilla principal.

Ya estoy ahí. La voz de Sparta, a través del comunicador de su traje, brotó por los altavoces de la cabina. Fuera de su puerta. ¿Algún problema para entrar?

—Puede subir a bordo —dijo Walsh.

Blake y el profesor entraban en el puesto de pilotaje en el momento en que Sparta penetraba por la escotilla de arriba, con el casco en la mano.

—¿Cuál es la condición de los heridos? —preguntó.

—No muy buena, inspectora —dijo Walsh—. Su llegada es de lo más oportuna, sin embargo. —Sospechosamente oportuna, se abstuvo de decir—. Necesitamos meterlos a bordo de ese cúter suyo y llevarlos a unas instalaciones médicas bien equipadas.

—Lo siento, demasiado tarde —dijo Sparta.

—¿Qué quiere decir con demasiado tarde? —Walsh la miró con ojos escrutadores.

—El cúter ya va camino de regreso a casa. —Sparta hizo un gesto con la cabeza hacia la pantalla de navegación. En aquel momento el blip del cúter se hizo más brillante, y la pantalla mostró la veloz trayectoria ascendente de la nave que partía.

—¿Qué significa todo esto? —preguntó Forster.

—La cuarentena de Amaltea ha terminado oficialmente —dijo Sparta a Forster—. Estamos aquí a nuestros propios medios, profesor. Necesito hablar urgentemente con usted en privado.

Walsh lo interrumpió antes de que pudiera responder.

—No sé qué política será ésta, pero sospecho que tiene que ser muy importante —dijo la capitana, que había pasado decenas de miles de horas en las cabinas de pilotaje de cúters de la Junta Espacial—. Espero que esté usted preparada para aceptar la responsabilidad de la muerte de esas dos personas, inspectora. Acaba de enviar usted de vuelta su única posibilidad real de sobrevivir.

Sparta miró de frente a su vieja conocida, que consiguió contener su furia sólo porque la disciplina era más grande que su orgullo.

—Acepto la responsabilidad, Jo. Si hay algo que yo pueda hacer para impedirlo, no morirán.

Dentro de la clínica improvisada apenas había espacio suficiente para las dos víctimas. Unas flojas correas les impedían flotar lejos de sus camastros en la gravedad casi cero, aunque no hubieran ido lejos, enredados en las marañas de tubos y cables que monitorizaban sus ritmos cardíacos, cerebrales, función pulmonar, sistema circulatorio, sistema nervioso, digestión, equilibrios químico y hormonal…

Además del daño en los tejidos desgarrados, los huesos rotos y los órganos internos desplazados, Mays y Mitchell sufrían los efectos de la radiación ionizante absorbida en una cápsula sólo ligeramente escudada durante más de ocho horas dentro del cinturón de radiación de Júpiter. Ese daño planteaba un problema más grave que los huesos fracturados, la carne rota o los nervios seccionados.

A través de tubos de diámetro microscópico, moléculas preelaboradas penetraban en sus cuerpos para recorrer como vehículos de emergencia sus torrentes sanguíneos. Algunas eran sustancias bioquímicas naturales, otras diminutas estructuras artificiales, «nanocitos a la medida», que trabajaban no cortando y pellizcando y cosiendo, no como máquinas liliputienses, sino desencadenando catálisis, la complexificación y descomplexificación de las moléculas entrelazadas. Eran buscados los músculos y ligamentos distendidos, las fibras nerviosas desgarradas y los huesos fracturados; las partes dañadas eran englobadas y digeridas, los productos de desecho perseguidos para aprovechar sus moléculas constituyentes; los remplazos eran construidos sobre la marcha a partir del mar de nutrientes equilibrados donde nadaban por incalculables enjambres de proteínas naturales y artificiales y ácidos nucleicos…

Sparta se unió a ellos en la clínica y permaneció allí todo el tiempo, con las púas INP de debajo de sus dedos extendidas e insertadas en las puertas de los monitores mecánicos. Tras su frente, el denso tejido del ojo de su alma revisaba los análisis, olía en parte las complejas ecuaciones que se presentaban a su inspección mental, las veía en parte escritas en la pantalla de su consciencia. De tanto en tanto, varias veces por segundo, efectuaba sutiles ajustes en la receta química.

Transcurrieron seis horas…, menos de medio circuito de Júpiter, porque Amaltea era menos masiva ahora y se había movido gradualmente a una órbita más alta y más lenta.

Los monitores de signos vitales cambiaron a amarillo: los pacientes estaban fuera de peligro. Estarían cansados y doloridos cuando despertaran, y tardarían un poco en acostumbrarse a la rigidez de su carne reparada, pero bajo todos los aspectos mensurables estarían de camino hacia su completa recuperación. Sparta lo supo antes de que los monitores lo anunciaran. Cuando lo hicieron, estaba ya en la cabina que le habían asignado, profundamente dormida, inconsciente por el agotamiento.

Blake estaba allí cuando despertó. Era su cabina también.

Sparta llevaba todavía la chaqueta del uniforme y los pantalones como de terciopelo negro que había llevado desde su reunión en Ganimedes. A los ojos de Blake siempre había parecido sexy, con su habitual traje reluciente de no-me-toques o incluso con un traje espacial, un saco de lona y metal, pero estos días empezaba a vestir como si no le importara lo que pensara la gente. No fue una sorpresa demasiado grande cuando ella le sonrió cansadamente y empezó a quitarse las arrugadas ropas con las que había dormido.

—¿Qué ocurre…, Linda?

Desnuda ahora, se sentó en el camastro frente a él y dobló las piernas en la posición del loto.

—Es acerca del Conocimiento y lo que significa realmente. —Reanudó con toda facilidad la conversación que habían iniciado en Ganimedes, como si el tiempo no hubiera transcurrido.

Él asintió con la cabeza.

—Sabía que tenía que ser algo así.

—Nunca fui iniciada, ¿sabes? Nunca fui Espíritu Libre o Salamandra. Es sólo a través de tu iniciación que conozco los detalles que sé.

—Siempre pensé que lo principal que había que saber acerca de eso era que realmente se hubieran dejado morir…, y a cualquier otro que no hubiera podido superarla.

—Estaban buscando superhombres —dijo ella—. Pero tiene que haber en ello algo más que orgullo. Allá en el Albergue de Granito pasé horas interrogando a mi padre y al comandante y a los chicos del personal, descubriendo todo lo que sabían de las prácticas del Espíritu Libre, lo que habían aprendido del Conocimiento, cómo interpretaban lo que sabían. Intenté ver si aquello encajaba con mi propia comprensión del Conocimiento. Nunca me enseñaron, ¿sabes?; lo programaron directamente en las neuronas.

—¿Es eso lo que estaban intentando borrar?

Ella asintió.

—Aprendí muchas cosas este año, algunas de otras personas, pero la mayoría de las sondas profundas autoguiadas de mi propia memoria. Pero la imagen más insistente provino de mí: una vívida experiencia que tuve cuando estaba… loca. Hubo un momento en la oscuridad en la cripta debajo de la morada de Kingman, St. Joseph’s Hall, cuando miré dentro del pozo…, bajo el mapa en el techo de la constelación de la Cruz. Había una cabeza de Medusa en la piedra que lo cubría.

—La Diosa como la Muerte. Me lo dijiste.

—En un sueño que tuve, mi nombre era Circe. Ella era la Muerte también.

—¿Todavía sigues viéndote de esa forma? —preguntó él cuidadosamente.

—Somos muchas cosas, Blake, los dos. En el pozo había rollos de papiro y el chip de la reconstrucción de Falcon y una imagen de bronce de Júpiter, pero lo que siempre veo cada vez que pienso en ese momento son los dos pequeños esqueletos, tan delicados…, tan amarillos y viejos. Niños, idénticos de tamaño. Supe de inmediato que tenían que ser gemelos. Y supe lo que simbolizaban. Como el rey y la reina de los alquimistas, eran los Gemelos Celestes, y los Padres Celestes, el Oro y la Plata, el Sol masculino y la Luna femenina.

—Sí, eso es lo que dice la Salamandra —murmuró Blake.

Ella sonrió.

—Te advertí que era una larga historia.

—Estás llegando a la parte que me gusta. La parte del antiguo libro.

—Muy bien. El asunto es que durante miles de años ha habido un culto al Conocimiento, que ha utilizado montones de nombres distintos para ocultar su existencia. El Espíritu Libre es uno de los más recientes, del siglo XII o XIII. Y durante todos esos siglos han estado atareados planteando falsos conocimientos, para ocultar su preciosa verdad.

Blake no pudo contenerse.

—Las mitologías egipcia, mesopotámica, griega, están cargadas con indicios. Está ahí mismo en Herodoto, en esos relatos de los Magos Persas…, eran los adeptos históricos al Conocimiento. Y Hermes Trismegisto, esos libros que supuestamente eran revelaciones sacerdotales de los antiguos egipcios pero que en realidad eran ficciones helénicas elaboradas por adoradores del Pancreator para apartar a la gente del camino. Sin embargo, ¿no eran maravillosas fantasías, estupendamente vagas y sugestivas? ¡Algunas personas todavía creen en ello hoy! Y las llamadas grandes religiones… No dejes que me embale.

Ella sonrió.

—Lo intentaré.

—En el principio era la Palabra, y la Palabra era una mentira —dijo Blake con tono vehemente—. La propia herejía original del Espíritu Libre, gente pobre haciendo burla en la iglesia y dejándose crucificar…, pero ésos fueron sólo las tropas de choque. La mitad de los prophetae eran cardenales por la noche y obispos durante el día. —Hizo una pausa y la vio sonreír de nuevo. Se echó a reír y agitó la cabeza—. Lo siento. Se supone que eras tú quien lo estaba contando.

—Es probable que tú sepas más detalles que yo. Fue la alquimia lo que me intrigó…, todos esos indescifrables textos alquímicos que se remontaban hasta los tiempos romanos, sin sentido tanto como teoría que como práctica… Pero finalmente me di cuenta de que era como si estuvieran refractando tradiciones reales, tradiciones horribles, a través de lentes distorsionadoras. —Entonces empezó a recitar, y su voz adoptó un tono monótono, rasposo y amenazador:

Te saludo, hermosa lámpara de los cielos,

que derramas la luz del mundo. Aquí

estás unida con la Luna, aquí

aparece el vínculo de Marte, y la

conjunción con Mercurio… Cuando

esos tres se disuelvan no

en agua de lluvia sino en agua

mercurial, en esta nuestra bendita goma

que se disuelve a sí misma y es

llamada el Esperma de los Filósofos.

Ahora se apresura a unirse y a

desposarse con la novia virgen…

y así sucesivamente.

—¿Has imaginado lo que significa? —preguntó Blake.

—Lo peor de ello, al menos. El culto ha estado construyendo templos planetarios desde los tiempos del neolítico, en los escritos alquímicos los templos son disimulados como el alambique, la vasija cerrada para las reacciones y para dedicar sus cimientos, los adeptos del Conocimiento mataban y devoraban un par de niños, niño y niña, gemelos fraternos…, hijos de miembros del culto, si podían conseguirlos. Los gemelos eran sustitutos del líder espiritual.

—¿Lo hubieran devorado a él en vez?

—O a ella —respondió Sparta—. Al fin y al cabo, se suponía que había tan sólo una persona así, que unía en su cuerpo los principios masculino y femenino; era tarea del círculo más alto traer a la existencia esta criatura sagrada y mágica. En todas las épocas era ensayado el Espíritu Libre, usando las más avanzadas técnicas de su tiempo, para crear el perfecto ser humano.

—El Emperador de los Últimos Días —dijo Blake.

—Sí, y tú fuiste el primero en hablarme del Emperador de los Últimos Días…, que cuando el Pancreator regresara de los más lejanos dominios del cielo, desde su estrella natal en la Cruz, se esperaba que el Emperador se sacrificara a sí mismo, o a sí misma, si era la Emperatriz, en bien de los prophetae.

—Sí, el Pancreator es una especie de benefactor —dijo Blake—. Como el Dios de la Biblia. Un Dios Celoso, que exige la muerte como pago.

—El antiguo símbolo del Emperador —dijo Sparta—, esa sagrada y perfeccionada personalidad, era la serpiente devorándose a sí misma, con la leyenda: «Si no lo tienes Todo, Todo es Nada».

—Nada más acertado —murmuró Blake.

—Distorsionaron lo que en su tiempo había sido algo tranquilizador y lo convirtieron en algo siniestro. Creo que la práctica del sacrificio de los gemelos no se detuvo hasta el siglo XVIII, cuando la ciencia moderna empezó finalmente a causar impresión entre el culto, y aún tiene sus ecos en los ágapes rituales de los caballeros y ancianos. El autosacrificio del Emperador o Emperatriz, sin embargo, no se supone que sea simbólico…

—Pero no hemos oído nada del Espíritu Libre desde que aplastamos el motín de la Kon-Tiki —dijo Blake—. Cortamos la cabeza de esa serpiente en particular.

—Fracasaron porque interpretaron mal el Conocimiento. Cuando intentaron convertirme a en la Emperatriz, cometieron un montón de errores. Yo los he corregido.

Él la estudió, de pronto nervioso.

—¿Lo que me mostraste…?

—No tengo intención de sacrificarme. Pero, Blake, para mi propia sorpresa, revisando todo lo que me fue enseñado y todo lo que he averiguado desde entonces, descubro que he recuperado mi fe en el Pancreator. El Pancreator es real. Y creo que pronto lo conoceremos…, a él, a ella o a ello.

—Eso es superstición —dijo él con voz suave, cada vez más inquieto—. Todos creemos que vamos a encontrar restos de la Cultura X…, a estas alturas es un secreto a voces. El Pancreator es un mito.

—No tengo ningún acuerdo con el Espíritu Libre. No te preocupes. Pero sigo siendo la Emperatriz. —Su sonrisa tenía un borde afilado, y sus ojos brillaban como zafiros—. Y tú eres mi gemelo.

Forster reunió a todos en la sala de oficiales.

—Angus, ¿tendrá la bondad de decirnos lo que encontró dentro de la cápsula?

El rostro del ingeniero era tan inexpresivo como el de un policía en una investigación.

—Tanto el sistema de comunicaciones como el de control remoto habían sido puestos deliberadamente fuera de uso. Alguien con un buen conocimiento de navegación espacial reprogramó el ordenador de rumbo de la cápsula para que se apartara de la trayectoria planeada durante la aproximación a Ío…

—¿Qué está diciendo, McNeil? —interrumpió Hawkins—. ¿Qué intentaron matarse a sí mismos?

—… a fin de establecer una cita con Amaltea —prosiguió McNeil, limitándose a reconocer la interrupción de Hawkins con un único y lento movimiento de su cabeza—. Con la intención de efectuar un aterrizaje suave. Esta parte de la reescritura parece haber sido mal calculada. Sobre la base del efecto Doppler, el motor principal entró de hecho en funcionamiento como retrocohete…, por desgracia, unos pocos segundos demasiado tarde para causar algún bien. Ya habían golpeado el hielo.

Jo Walsh gruñó, un sonido de reluctante satisfacción.

—Tenías razón, Tony —dijo.

—Me gustaría que esto me sirviera de algún consuelo, pero no puedo —murmuró Groves—. Fue un aterrizaje realmente duro.

—Si ahora estuvieran muertos, podría llamarse algo más que un aterrizaje duro —dijo furioso Hawkins.

—No más interrupciones —cortó secamente Forster, clavando a Hawkins con una ardiente mirada—. Todo el mundo tendrá la oportunidad de hablar. Por mi parte, es mi opinión que el análisis inicial de Tony de la situación fue exacto. Mays planeó todo el asunto cuidadosamente. E incluso sin la acción de retrocohete del motor principal, él y su… —la mirada de Forster se posó brevemente de nuevo en el alterado Hawkins— sin duda inocente compañera sobrevivieron.

El rostro de Hawkins era todo un estudio del conflicto interno.

Forster se apresuró a continuar:

—Josepha, asegúrese de que tenemos registros completos, guardados a buen recaudo, de todo lo que ha ocurrido. En especial todo lo que Angus encontró. Compruebe regularmente las funciones monitoras.

—Sí, señor. —Walsh era demasiado fría para mostrar sorpresa. Todo lo que había ocurrido estaba registrado; el reglamento de la Junta de Control Espacial así lo requería, y los sistemas automáticos de la nave impedían virtualmente que nadie desobedeciera esas directrices. Evidentemente Forster esperaba un sabotaje.

—Es mi opinión que si el plan de Mays hubiera tenido éxito, hubiera reprogramado su ordenador, o quizá lo hubiera destruido en caso necesario, y afirmado que el choque había sido ocasionado por un mal funcionamiento. Está aquí por una razón, y es espiarnos a nosotros. —Por un momento el profesor se sumió en sus pensamientos. Luego dijo—: Está bien. Oigamos sus comentarios.

—Van a despertar dentro de una hora, profesor —dijo Groves—. Estarán hambrientos y curiosos y ansiosos de librarse de esos tubos y cables y correas. ¿Cómo quiere que manejemos la situación cuando eso ocurra?

—Tenemos un trabajo imposible de hacer, y sólo unos pocos días para hacerlo —gruñó Forster—. No puedo pensar en ninguna forma en la que podamos impedir que Sir Randolph Mays, una vez esté despierto y goce de movimiento, averigüe lo que nosotros averigüemos, casi con la misma rapidez que nosotros.

—Supongo que no podemos mantenerlos atados —apuntó esperanzado McNeil.

—Descartado. Quiero que esto quede bien comprendido: ninguno entre nosotros se comportará de ningún modo que no sea de acuerdo con los más altos dictados de la ética y la ley espacial. —Carraspeó—. Vamos a tener que hallar alguna forma de mantenerlos a él y a su joven amiga ocupados.