17

—Manta, adelante, por favor.

El Manta había desaparecido de las brillantes pantallas de la cabina de pilotaje del Michael Ventris. Los canales del sonar no transmitían nada excepto el profundo pulsar del núcleo, subrayando los sonidos acuosos a los que la tripulación se había acostumbrado.

—Profesor Forster. Blake. Por favor, respondan. —Cuando no hubo respuesta, Josepha Walsh se volvió a los otros y dijo, casi indiferentemente—: Los hemos perdido en la turbulencia térmica. No era inesperado. —La tensión en su voz era apenas un grado por encima de su profesionalidad habitual.

Tony Groves estaba sentado en la consola de ingeniería de McNeil; McNeil y Hawkins habían acudido a la cabina de pilotaje aún con sus trajes espaciales, con los cascos sueltos, para seguir los progresos del Manta en las pantallas de alta resolución. Su actitud era idéntica a la de la capitana: alerta, seria, pero no alarmada. Habían oído las descripciones de Blake y el profesor mientras se sumergían, habían visto las imágenes irregularmente transmitidas por el viejo submarino, habían leído los datos del sonar. Sabían que el núcleo estaba escudado contra la sonda de su sonar, y que en cualquier caso la comunicación con el Manta podía ser difícil en las inmediaciones de su hirviente superficie. No parecía haber ninguna buena razón para temer una desgracia.

—En cualquier caso, el último mensaje era que subían. Angus, tú y Bill podríais encaminaros a la escotilla; no puede pasar mucho tiempo antes de que…

Una repentina y fuerte señal del radioenlace la interrumpió.

Estamos recibiendo una señal de emergencia. Un vehículo espacial se halla en dificultades, anunció la urgente y desapasionada voz del ordenador de la nave. Repito. Estamos recibiendo una señal de emergencia. Un vehículo espacial se halla en dificultades.

—Recibido —dijo Jo Walsh al ordenador—. Coordenadas vectoriales en gráfico, por favor.

La gran pantalla de vídeo cambió a un mapa del espacio cercano. La nave en dificultades podía verse entrando por la izquierda de la pantalla, en un rumbo proyectado que la conducía hacia Amaltea…, un rumbo aparente de colisión con la luna.

—Le doy tres horas antes de que llegue aquí —dijo Groves.

—¿Y quién demonios puede ser? —preguntó McNeil—. Nadie puede haberse acercado tanto sin identificación del sector.

—Ordenador, ¿puedes identificar el vehículo en dificultades? —preguntó Walsh con voz calmada.

El vehículo es una cápsula de tours automatizada, registro AMT 476, Compañía de la Luna Naciente, Base de Ganimedes, en la actualidad fuera de su curso prefijado

—No lo digas —gruñó Groves.

El vehículo no responde a los intentos de contacto por radio, dijo el ordenador.

—Puede que sea una pregunta estúpida, pero ¿estamos seguros de que está ocupada? —preguntó Hawkins.

—Ordenador, ¿puedes confirmar que la cápsula está ocupada?

Según el manifiesto de embarque, el vehículo está ocupado por dos pasajeros: Mitchell, Marianne; Mays, Randolph.

McNeil miró a Groves y, antes de poderlo evitar, se echó a reír con una risa medio azarada. Groves asintió intencionadamente.

Bill Hawkins le miró con impresionada desaprobación.

—¡Llevan horas en el cinturón de radiación! Y en una… lata mínimamente protegida. ¡Tendremos suerte si los alcanzamos vivos!

—Mis disculpas —dijo McNeil—. Pero Mays…, ¡qué hombre extraordinario! ¡Qué agallas!

—¿Qué demonios quieres decir con esto, McNeil? —le gritó Hawkins.

—Más tarde, caballeros —dijo Walsh—. Tenemos que ocuparnos de ellos.

—¿Qué piensas hacer, Jo? —preguntó Groves.

—Vosotros vaciad la bodega y retirad todo lo suelto. Te necesitaré conmigo, Tony, para calcular las trayectorias.

—De acuerdo, pero ¿luego qué?

—Sin carga, esta nave puede conseguir los vectores delta necesarios para cortar en una órbita baja en torno de Júpiter, igualar órbitas con la cápsula y tomarla a bordo. Alcanzarla antes de tres horas, dar otra vuelta, regresar a la sombra en quizás otras cuatro, con maniobras…, antes de recibir demasiada radiación.

—Tenemos un deber hacia una nave en dificultades…, pero también tenemos un deber hacia la misión —dijo McNeil, reluctante—. Si utilizamos todo ese combustible para rescatarles, nos quedaremos varados aquí.

—¿De qué demonios estáis hablando? —interrumpió Hawkins de nuevo, con su pálida piel inglesa intensamente roja.

—No hay excusa, Angus —dijo Walsh, cortando firmemente a Hawkins—. La Junta Espacial nos sacará de aquí. Antes de eso, unas cuantas horas de limpieza radiológica serán suficientes para nosotros.

—Para nosotros, quizá —insistió McNeil—. Pero ¿y ellos?

—En eso tiene razón —dijo Groves—. Añade tres horas a su exposición, incluso parcialmente escudados, y estarán rozando el límite. Podemos conseguir los vectores delta para hacer lo que sugieres, capitana, pero no el tiempo.

—Estamos malgastando ese poco tiempo que tenemos hablando —dijo Walsh. Se pasó la mano por su pelo rojo cortado a cepillo; otros habían aprendido a leer hacía mucho tiempo ese gesto inconsciente como su forma de desplazar la ansiedad cuando necesitaba concentrarse—. Lo haremos a mi manera a menos que alguno de vosotros tenga una idea mejor.

—Una idea, al menos —dijo Groves—. Esa cápsula viene con aproximadamente un delta de trescientos metros por segundo con respecto a Amaltea. Si está tan bien orientada como parece…

—¿Sí?

—Dejemos que se estrelle.

¿Qué? —Hawkins fue rápido en reaccionar—. ¿Dejarles morir…?

—Oh, tranquilo, Hawkins —restalló Walsh. Como los demás, había respondido a la sugerencia del navegante con un pensativo silencio.

—Escucha, Walsh…, capitana Walsh…, insisto…

—Hawkins, no vamos a dejarles morir. Ahora cállate o abandona la cabina de pilotaje.

Hawkins se dio cuenta finalmente de que los otros sabían algo que él no y deseaban silencio para pensar en ello. Se retiró a un rincón.

—El hielo sublimado tiene unos diez metros de profundidad —dijo McNeil—. Eso absorberá parte de la energía.

—Sí, eso hay que tenerlo en cuenta. Dada la densidad de la nieve…, ¿cuál es tu suposición, quizá cero coma cuatro g-c? Y su inercia… —Groves estaba inclinado sobre el teclado del navegante, pulsando teclas—. Deberían de experimentar una deceleración instantánea de…, oh, unas cuarenta gravedades. Tendremos que revisar las especificaciones, pero mi impresión es que esos Cruceros Lunares están construidos para mantener la integridad estructural mucho más allá de eso.

—¿Y la gente de dentro? —preguntó Walsh.

—Atada adecuadamente…, pueden sobrevivir.

—Suponiendo que estén bien orientados —añadió McNeil. El ingeniero parecía casi desconfiado—. Si tienen la mala suerte de venir en una mala orientación… —Dejó el resto en el aire.

—Exacto —dijo Walsh—. Será mejor que echemos una mirada por el telescopio.

Groves se dirigió a la consola, liberó el telescopio óptico de su función de rastreo y lo reorientó según las coordenadas del ordenador hacia la cápsula que se acercaba. La borrosa imagen de la gris cápsula tubular con su anillo de tanques de combustible y su pequeño y único motor cohete apareció en la gran videoplaca; a aquella distancia parecía inmóvil contra el limbo de Júpiter.

La gente en la cabina de pilotaje estudió la imagen en silencio.

—Notable —dijo Jo Walsh.

—¿Consideras que es pura suerte? ¿Simple casualidad? —preguntó McNeil.

—Creo que la respuesta es no las dos veces —dijo Groves secamente.

Hawkins no pudo resistirlo más y rompió su silencio.

—¿De qué demonios está hablando todo el mundo?

McNeil se lo explicó. La aparentemente averiada cápsula estaba orientada de tal modo que su motor cohete se hallaba perfectamente alineado para frenar su caída a Amaltea. Incluso sin la ayuda de un retrocohete, la cápsula se hallaba en la posición ideal para un aterrizaje forzoso.

—Eso parece menos un accidente de lo que lo parecía hace dos minutos —dijo Jo Walsh.

—Hay que reconocer que ese Mays sabe hacer bien las cosas —gruñó Groves.

—¿Queréis decir que han planeado aterrizar aquí? —dijo Hawkins, apartándose de delante de los ojos un mechón de su rubio pelo mojado de transpiración.

—No es que eso signifique mucha diferencia en la práctica —dijo McNeil jovialmente—. Lo entiendan o no, habrán recibido una dosis de radiación malditamente cerca de la mortal en el momento en que lleguen…, no tenemos otra elección que acogerlos bajo nuestra ala.

—De acuerdo, Tony, lo haremos a tu modo —dijo Walsh—. Les dejaremos que se la peguen y luego recogeremos los pedazos.

—Esperemos tan sólo que no caigan encima de nosotros —dijo Groves alegremente, siempre burlón.

—Eso sería realmente una coincidencia que entraría en el reino de lo sobrenatural, ¿no crees? —Pero la respuesta de Walsh se asentó entre ellos más pesadamente de lo que había pretendido…, nadie se rio.

Pasaron tres horas. El cronometraje era complicado; la averiada cápsula avanzaba en la pantalla lateral, el Manta ascendía en la principal. Pero Walsh era una persona de cabeza fría que había manejado más de una compleja emergencia a la vez.

Imaginaba que el profesor Forster y Blake Redfield podrían arreglárselas por sí mismos. Hawkins y McNeil estaban ya vestidos, pendientes de rescatar a los pasajeros de la cápsula cuando chocara. Groves estaba con ella en la cabina de pilotaje para ayudarla a mantener el rastro de todo y todos.

La cápsula llegó primero.

Silenciosa hasta el final, demasiado rápida para seguirla a simple vista, llegó en un destello de luz anaranjada y una nube semiesférica de vapor.

—Uf —dijo Tony Groves. Walsh se limitó a lanzarle una mirada, que ambos sabían que significaba: Esperemos que no hayamos jodido los cálculos.

A los pocos segundos Hawkins y McNeil estaban fuera de la escotilla del Ventris y avanzaban por el brumoso paisaje hacia el lugar del impacto.

—Dios, golpearon rápido. ¿Viste el chorro de su cohete? —preguntó Hawkins con un nudo en la garganta—. ¿Crees que tuvieron tiempo de frenar?

—Demasiado rápido para mis ojos —respondió McNeil. No quería decir que no había habido ningún chorro del retrocohete—. Puede que hayan tenido suerte. Hay gente que ha resistido máximos de sesenta, setenta, incluso más gravedades. Que ha sobrevivido, si puede llamarse así…

El punto del impacto no fue difícil de descubrir ni siquiera a simple vista, porque el choque había abierto un enorme agujero en la bruma y, como un gigantesco anillo de humo, una nube de vapor ingrávido en forma de girante donut mantenía su forma y su posición sobre un somero cráter en el hielo. En el centro exacto del enorme cuenco, envuelta en vapor, estaba la cápsula, enfriándose rápidamente pero aún resplandeciente por el impacto.

—¿Están todos bien ahí dentro? —gritó Hawkins por el comunicador de su traje, como si de alguna forma pudieran oírle mejor cuanto más se acercara y más fuerte gritara—. Marianne, ¿puedes oírme? ¿Mays? —Se lanzó como una flecha hacia la cápsula erguida sobre el suelo.

—Cuidado, no la toques hasta que la temperatura sea aceptable —dijo McNeil—. Te quemarás los guantes.

—¿Qué…? Oh. —Hawkins se retiró justo a tiempo—. ¡Pero puede que se estén muriendo ahí dentro!

—Tranquilo, Bill. Si hacemos saltar la escotilla y no llevan puestos los trajes de presión, seremos nosotros quienes acabaremos con ellos.

En su frustración, Hawkins dio vueltas a la humeante cápsula y golpeó su escotilla con la culata del pesado perforador láser que había traído consigo. El comunicador del traje no daba ninguna señal de vida dentro.

La voz de Walsh sonó en sus cascos.

—¿Cuál es la situación ahí, Angus?

—La cápsula parece estar intacta, pero no hemos establecido contacto con la gente de dentro.

—¿Qué podemos hacer? —exclamó Bill Hawkins, angustiado.

—Retirad el cohete y los tanques, traed la cápsula de vuelta al Ventris y metedla en la bodega del equipo —ordenó Walsh.

Por aquel entonces el Crucero Lunar se había enfriado hasta el negro y la bruma se estaba alzando. McNeil mostró a Hawkins cómo soltar los cierres que sujetaban los tanques de combustible y el motor cohete a la cápsula; mantuvieron su distancia cuando los pernos explosivos liberaron el equipo de propulsión.

Incluso con los cohetes de maniobra de sus trajes a toda potencia, se necesitaron varios segundos antes de que los dos hombres pudieran conseguir que la gran lata se moviera. Los haces de sus cascos perforaban extraños pozos de luz en la bruma mientras McNeil y Hawkins forcejeaban con ella; finalmente se soltó, reluctante, de la humeante fumarola que había abierto en medio del hielo.

El extraño conjunto volador, dos astronautas vestidos de blanco sujetando entre ellos un quemado y ennegrecido pecio, cruzó la bruma como algo salido de un techo barroco en ruinas, una burla de apoteosis. Las luces del lejano Ventris les saludaron a través del blanco limbo.

Las puertas de la bodega del equipo de la gran nave estaban abiertas de par en par. Con el Manta aún en algún lugar bajo el agua y el Viejo Topo aparcado fuera en el hielo, había espacio más que suficiente dentro para el magullado Crucero Lunar. Groves había abandonado el puente y estaba a mano para ayudarles a meter la cápsula en la bodega. Los motores giraron en un silencio mortal y las puertas de la bodega se sellaron. Las válvulas inyectaron aire en su interior, imperceptiblemente al principio, luego con un susurro, luego en un silbante crescendo.

Los hombres retiraron sus placas faciales.

Dentro, dentro. Apliquemos una llave de reacción a éstos.

—Vigila, son pernos explosivos…

—¡Cuidado, Hawkins!

—… déjame desarmarlos antes de que me vueles la cabeza.

La escotilla del Crucero Lunar se abrió. Hawkins entró primero. Encontró dos cuerpos, completamente inertes. Dentro de sus cascos, sus rostros estaban negros y sus abiertos ojos llenos de sangre.