Las columnas de blanco vapor que brotaban de las grietas en el hielo creaban una ilusión de gran fuerza, pero no había nada en ellas, sólo espaciadas moléculas de agua que se movían a gran velocidad bajo una presión virtualmente nula. Aquellos extremadamente tenues vientos habían empujado las enormes antenas alienígenas al espacio; a medida que el hielo se había ido disolviendo debajo de sus raíces, las enormes estructuras habían derivado libres y se habían alejado tan ligeras como si fueran semillas de amargón en una brisa veraniega. Con ellas se fue el secreto de su comunicación con las estrellas…, y con el núcleo de su propia luna.
Blake y Forster permanecían tendidos el uno al lado del otro en el submarino europano, Blake en el puesto de pilotaje, avanzando por la filigrana como de encaje del hielo. Hawkins y McNeil guiaban el submarino por las puntas de sus alas. La perlina bruma era tan densa que la luz de las lámparas de sus cascos rebotaba en sus rostros desde menos de un par de metros de distancia.
Sin ninguna guía que los orientara, hubieran podido vagar durante horas; tuvieron que tantear su camino hasta el pozo de entrada siguiendo los cables de comunicaciones que colgaban como guirnaldas en la bruma. Encontraron la abertura del pozo, un amplio agujero artificial en la bruma y el hielo carentes de rasgos, y el Viejo Topo estaba atado cerca, aparcado allí en caso de que el pozo necesitara ser reabierto contra la tendencia del agua hirviendo de abajo de congelarse de nuevo.
—Estamos listos para entrar —dijo Blake por el comenlace.
—De acuerdo —les llegó la voz de Walsh.
La inmersión fue pura simplicidad. Blake enrolló las flexibles alas del submarino en torno de su cuerpo hasta que el aparato fue más pequeño que el diámetro del pozo en el hielo. Hawkins y McNeil se situaron encima de la abertura y lo empujaron suavemente al interior del agujero con la fuerza de los sistemas de maniobra de sus trajes.
El submarino se hundió, ciego, en la impenetrable bruma. Un centenar de metros más abajo, la superficie del agua ascendió bruscamente hacia ellos, una masa hirviente sobre la que una humeante piel de hielo se congelaba y se hacía pedazos constantemente antes de volver a formarse.
Ajustado por radar a ponerse en marcha al impacto, los cohetes del submarino lanzaron un breve impulso para sumergir el flotante aparato por debajo de la superficie que de otro modo lo hubiera rechazado. Los cohetes siguieron en funcionamiento, lanzando un chorro de supercalientes burbujas, hasta que las alas del aparato pudieron desenrollarse y ejercer presión sobre el agua. Con fuertes golpes, el submarino nadó rápidamente hacia las profundidades. Luego se volvió de espaldas y buscó la superficie inferior del hielo. El agua era lodosa de vida…, una vida hormigueante, concentrada.
—Pequeños demonios hambrientos —rio Forster, el sonido más alegre que había emitido en meses—. Son exactamente como el krill. Enjambres y enjambres de ellos. —Sus brillantes ojos se habían posado en una de la miríada de hormigueantes criaturas que se debatían contra el poliglás, y la siguió atentamente mientras se retorcía impotente por unos instantes antes de orientarse y alejarse como una flecha.
—¿Se están alimentando? —les llegó la voz de Walsh por el sonarenlace.
—Sí, la mayoría —respondió Blake—. Se alimentan de la cara inferior del hielo, de masas de una materia púrpura. Una bióloga de la Tierra la llamaría algas…, quizá nosotros debiéramos llamarla exoalgas. Medusas en miniatura, nubes de ellas, se están alimentando de esa masa.
—Tendremos que dejar que los exobiólogos se ocupen de eso —dijo Forster—. Recogeré unas muestras, Blake. Pero no me deje entretener demasiado en ello.
—Si no supiéramos que estamos dentro de una de las lunas de Júpiter —dijo Blake por el comunicador—, pensaría que estamos en el océano Ártico. Y que es primavera.
Forster y Blake estaban tendidos boca abajo en el submarino europano, nominalmente un aparato para dos tripulantes con apenas el espacio suficiente para que un tercer ocupante se apretara en el lugar para el pasaje detrás de ellos. El Manta, lo habían bautizado, sobre el principio de que si un viejo topo de los hielos merecía un hombre, lo mismo cabía decir de un viejo submarino, puesto que su misión era hacer el trabajo que el Viejo Topo no podía hacer, porque el minero de los hielos había cumplido con su finalidad principal tan pronto como se hubo abierto camino hasta el interior de Amaltea.
El Manta nadaba boca arriba con respecto al centro de Amaltea, con su superficie ventral a sólo un metro escaso de la corteza de hielo. La hormigueante biota de los mares «árticos» de Amaltea —o al menos un buen y muy vivo ejemplo de ella— se dispersaba ante ellos, brillantemente iluminada por los focos del submarino, separada de sus ocupantes sólo por el delgado poliglás transparente de la burbuja del submarino. La luz blanca se difuminaba con rapidez en un agua tan densa de partículas vivas —todas ellas devorando o siendo devoradas— que parecía un potaje. Los veloces bancos de transparente krill, que cambiaban súbita y constantemente de dirección, eran un derivante velo arco iris ante los haces de los focos.
Los hombres en el submarino utilizaban lentes de ampliación para examinar a las criaturas a un grado más cercano a su propia escala. Las medusas eran como muchas de las miríadas de especies de medusas que poblaban los mares de la Tierra, pulsando con franjas de luz coloreada. Las criaturas a las que Forster denominaba «krill» parecían camarones, diminutos seres de muchas patas con colas planas y duros cascarones transparentes que dejaban visibles sus pulsantes sistemas circulatorios. Cada vez que las luces del submarino eran dirigidas hacia ellos se alejaban nadando frenéticamente…, un comportamiento fácil de comprender, dado que un «sol» hirviente era visible como un punto de luz ardiente a muchos kilómetros de profundidad en las lodosas profundidades, y que el alimento del krill se hallaba en la dirección opuesta.
—¿Qué ha sido eso? —dijo Blake de pronto.
—Ventris, tenemos nuevos visitantes —indicó Forster por el sonarenlace—. Algo más grandes que todo lo que hemos visto hasta ahora.
—Parecía un calamar —dijo Blake—. Aquí hay otro…, un puñado de ellos. Estoy dando la vuelta al Manta.
El submarino agitó las alas y dio una perezosa media vuelta sobre sí mismo en el agua densa como sopa. Las oscuras aguas cobraron vida con resplandecientes y parpadeantes seres. Incontables criaturas multitentaculares con forma de torpedo danzaron en sincronía debajo de ellos, ninguna más grande que una mano humana, pero apelotonadas en un inmenso bando que iba de un lado para otro y giraba como un solo organismo. Cada translúcido animal plateado brillaba con cuentas turquesa de bioluminiscencia; juntos formaban una bandera azul en la oscuridad.
—Se están hundiendo de nuevo —dijo Blake.
—Les seguimos, Ventris —dijo Forster al sonarenlace—. Me ocuparé de los especímenes más tarde.
Blake empujó los controles de inmersión del Manta hacia delante y el submarino picó su transparente morro. Las flexibles alas ondularon, empujando el aparato más profundamente a la oscuridad.
El Manta era un submarino muy usado, no tan viejo como el Viejo Topo pero basado en tecnología antigua. Sus pasajeros permanecían a una presión y a un régimen de mezcla de oxígeno y nitrógeno terrestre normal. El submarino llevaba nitrógeno líquido en tanques presurizados y obtenía su oxígeno del agua, pero puesto que sus mecanismos de intercambio de oxígeno —sus «branquias»— eran eficientes sólo a profundidades constantes, el aparato necesitaba tiempo para ajustar las presiones internas de trabajo a las constantemente cambiantes presiones externas.
Y las presiones en la pequeña Amaltea, aunque no cambiaban tan rápidamente como lo hacían en la grande Europa (o en la más grande Tierra), ascendían sin embargo con rapidez hacia números impresionantes. En la superficie, una persona con un traje espacial pesaba uno o dos gramos, y la presión era cero, un vacío casi perfecto. En el núcleo de la luna la misma persona no pesaría absolutamente nada…, pero la presión de la columna de agua sobre su cabeza se habría incrementado a varios cientos de miles de kilogramos por centímetro cuadrado.
Blake, frustrado, no podía igualar el rápido descenso del banco de exocalamares. El zumbido de la alarma del Manta sonó antes de que hubieran descendido cuatro kilómetros: No intente exceder la profundidad actual hasta que el sistema de colectores se haya recargado, advirtió la agradable pero firme voz robot.
Blake dejó que el Manta se nivelara por sí mismo. No podían hacer nada excepto aguardar hasta que la mezcla de enzimas artificiales de las «branquias» se hubiera enriquecido de nuevo. Fuera del aparato nadaba todo un zoo de extrañas criaturas, numerosas nuevas especies de medusas y cristalinos ctenóforos. Un pez con una boca más grande que su estómago derivó ante ellos y les miró hambriento con unos ojos tan enormes como pelotas de golf.
—Están volviendo —dijo Forster.
—¿Señor? —Blake tenía su atención centrada en los instrumentos, no en la vista al otro lado de la burbuja.
—Desgraciadamente tenemos una imagen deficiente aquí arriba —dijo Walsh por el sonarenlace—. ¿Pueden decirnos lo que están observando?
—Los calamares. Es casi como si nos estuvieran aguardando —respondió Forster—. Por la forma en que bailan, uno pensaría que se están riendo de nosotros.
—Es su humor el que habla, señor —dijo Blake con una sonrisa.
—Quizás estemos pensando al unísono.
Blake dirigió al profesor una extraña mirada.
—¿Usted y ellos?
Forster no se explicó.
Blake observó la ondulante lámina de luz azul a medio kilómetro a sus pies, ondulando como bajo la acción de una suave corriente, una lámina hecha de un millar de pequeñas puntas de flecha, un millar de tentaculados proyectiles.
Pueden seguir descendiendo, dijo la voz del submarino, y sonó una tonalidad que indicaba que era seguro bajar un poco más. Blake empujó los controles hacia delante. Al instante el banco de ansiosos animales se alejó, sumergiéndose hacia la brillante nebulosidad que ocupaba el centro de Amaltea.
El agua estaba menos enturbiada por nutrientes allí, pero sí brumosa por las burbujas que ascendían. El Manta se estaba sumergiendo contra un perezoso flujo de burbujas ascendentes.
—La temperatura exterior está subiendo rápido —dijo Blake.
El objeto en el núcleo, aunque todavía se hallaba a una gran distancia, era ya más que una mancha de luz; era una pulsante esfera blanca, demasiado brillante para mirarla directamente, un sol en miniatura en un acuoso espacio negro.
El aviso zumbó de nuevo. La presión se acercaba a una tonelada por centímetro cuadrado. No intente exceder la profundidad actual hasta…
—Sí, sí —gruñó Blake, y retiró las manos de los controles. Aguardaron más tiempo esta vez, mientras el oxígeno de las branquias del submarino se disolvía en el volumen general del fluido de su sistema circulatorio.
—Lo están haciendo de nuevo —exclamó Forster. El banco de calamares parecía estar aguardándoles otra vez, yendo de un lado para otro con bruscos cambios de dirección al unísono a una velocidad constante casi un kilómetro más abajo. La voz de Forster era tan excitada como la de un muchacho—. ¿Cree que están intentando comunicarse?
—No hay muchos signos de eso —dijo Blake, adoptando el papel de escéptico.
Pueden seguir descendiendo, dijo el submarino. Sonó la tonalidad, y bajaron de nuevo.
El agua a su alrededor estaba llena de burbujas ahora, microscópicas esferas que ascendían por millones a su alrededor, y enormes esferoides bamboleantes que parecían vivos. El banco de calamares siguió su camino, deslizándose hacia la derecha mientras descendía.
—Esas burbujas están calientes —dijo Blake.
—Están llenas de vapor —respondió el profesor—. Ascienden en columnas. Los calamares evitan ésta…, será mejor que hagamos lo mismo antes de que nuestras branquias se cuezan.
El Manta agitó sus amplias alas y se deslizó hacia la derecha, siguiendo la invisible estela de los brillantes calamares. De pronto se hallaron en medio de agua fría e inmóvil.
Debajo de ellos, el ardiente núcleo había crecido hasta el tamaño aparente del Sol visto desde la Tierra: demasiado brillante para mirarlo directamente, sin la cúpula transparente ajustada para filtrar la luz. Hileras de brillantes burbujas fluían lentamente del núcleo blanco de Amaltea en columnas serpentinas, radiando simétricamente de la región de máxima presión, ascendiendo firmemente en todas direcciones hacia la superficie de la luna.
—Apostaría a que hay un géiser al final de cada una de ellas —dijo Blake.
—No se acepta la apuesta —dijo el profesor, que había observado la regular geometría de las hileras de burbujas—. Diría que tiene usted razón.
Luces ambarinas brillaban en el panel debajo de la cúpula semiesférica de la cabina. Con voz razonable, el submarino dijo: Por favor, vayan con cautela. Se están aproximando al límite absoluto de presión.
El casco interno de poliglás del Manta, que los mantenía bajo confortables condiciones terrestres normales, estaba acercándose al punto en el que podía implosionar a causa de la aplastante presión del agua.
—Esto es lo más cerca que podemos llegar —dijo Blake.
—Volvamos —ordenó Forster—. Nos llevaremos arriba todas las imágenes que podamos. Por el camino, párese el tiempo suficiente para permitirme tomar muestras del agua cada quinientos metros.
—De acuerdo —dijo Blake. Sus manos se flexionaron sobre los controles…
… pero el profesor tendió una de las suyas para sujetar las de él, y sus secos dedos se apoyaron suavemente sobre los de Blake, indicándole que se inmovilizara.
—Un minuto más. Sólo un minuto.
Blake aguardó pacientemente, intentando imaginar lo que pasaba por la mente de Forster. El profesor había conseguido llegar hasta exasperantemente cerca del objeto de sus décadas de búsqueda, pero éste aún seguía manteniendo su distancia, aunque sólo fuera por un poco más de tiempo.
Forster escuchó los sonidos procedentes del otro lado del casco, transmitidos por el sonar del submarino: el sisear de miles de millones de burbujas como cabezas de alfiler hirviendo del ardiente núcleo, el líquido deslizarse y chapotear de las burbujas más grandes colisionando unas con otras y uniéndose. Casi abrumando esos sonidos inanimados estaba el zumbar y el susurrar de masas de vida animal en aquel acuario espacial, aquel enorme y oscuro globo de agua rico en los nutrientes de los océanos planetarios terrestres.
Había un esquema en los gritos de la vida, un esquema sin mente de ajetreado ruido que señalaba la alimentación y la migración y la reproducción…, ¿y un esquema más atrevido también?
El banco de calamares aguardaba aún allá abajo, girando y hundiéndose y flotando y cambiando bruscamente de dirección; el millar de agitados animales cantaba mientras nadaba, en el rítmico coro como de pájaro. Detrás del coro de soprano retumbaba un profundo bajo con una estudiada deliberación, como el lento resonar de la campana de un templo en la noche tropical.
Mientras escuchaba, Forster imaginó saber qué era el resonar…, el propio núcleo le estaba llamando.