Randolph Mays sabía malditamente bien que se estaban produciendo descubrimientos espectaculares en Amaltea, y —como dejó dicho bien claro a Marianne— permanecer sentado allí en Ganimedes esperando saber algo de ellos lo estaba volviendo loco.
Incluso en medio de su autodescrita locura retenía sin embargo su encanto. Quizá la hubiera leído muy completamente, o quizá tan sólo fuera pura suerte, pero Marianne descubrió que el hombre ejercía una poderosa atracción sobre ella. Era casi lo bastante viejo como para ser su padre —aunque no tan viejo como su auténtico padre, lo cual quizás hacía descender esa barrera psicológica en particular—, y estaba lejos de ser clásicamente apuesto. En absoluto tan apuesto como…, bien, Bill Hawkins, por ejemplo. Pero aquella… austera expresión, y su, hum, larguirucho físico tenían una cualidad definidamente sexy si pensabas en ello, y su mente…
Le encantaba trabajar con él. No le hubiera importado algo más que trabajo. Pero él la había tratado con una estricta cortesía profesional. Ella hacía lo posible por estar a la altura de todas sus expectativas en esa categoría, y al principio trotó tras él como un fiel animal de compañía…
Marianne no era la única mujer en Ganimedes que intentaba leer la mente de Randolph Mays. Sparta no había dejado de pensar en él desde la conferencia de Prensa de Forster, la vigilia del despegue del Ventris. Nunca lo había visto en persona antes. De hecho, se sentía tan intrigada por la presencia teatral del periodista-historiador que había decidido no estar a bordo del Ventris cuando partió hacia Amaltea.
—Ahora necesita actuar abiertamente —le dijo Sparta al comandante—. Descubrir más sobre ese intermediario, Von Frisch. Ver si Luke Lim es lo que afirma ser. Asegúrese de eso…, me liberará de mucha presión.
—Todo el mundo piensa que estás con Forster.
—Me tendrán allí más tarde. Cuando necesite estar allí.
—Crees que te llevaré cada vez que sea necesario hasta donde necesites estar, ¿verdad?
—No siempre. Sólo si puede hacerlo.
Él no dijo nada, se limitó a mirar lánguidamente a la pared. Estaba sentado en un diván de muelles tapizado de plástico, con las piernas estiradas y los brazos cruzados, y ella paseaba arriba y abajo por las rozadas baldosas de la zona de visitantes del cuartel general de la Junta Espacial en Ganimedes, una angosta y deprimente estancia en una lúgubre estructura a presión oculta de la vista casual entre cúpulas de lanzamiento y tanques de almacenaje de combustible en un remoto rincón del espaciopuerto, una estructura cuyo bajo perfil cupulado y fachada gris gubernamental sin ventanas eran un fiel reflejo de las precarias relaciones entre la Junta Espacial y las comunidades indoasiáticas de las lunas galileanas.
—Éste es un asentamiento pequeño —prosiguió ella—. Todo lo que se necesita es una persona curiosa para difundir la noticia. Tendré que vestirme como una danzarina balinesa o algo así.
Él dejó escapar una cascajosa risita.
—Estarás en todas las videoplacas del Océano sin Orillas si te vistes como una bailarina.
—Como una monja tibetana, entonces —dijo ella—. Sé cómo hacerme invisible, comandante. Con su ayuda.
—No es que la necesites.
—Mays no debe sospechar que lo estoy vigilando.
El comandante se agitó inquieto en los rotos muelles del diván de respaldo de acero.
—¿Por qué te preocupas por Mays? No tiene forma de interferir con Forster ahora, no tiene forma de ir a Amaltea. Lo tenemos exactamente allá donde queríamos, bajo observación.
—Lo considero un hombre tremendamente listo —dijo ella. No había nada frívolo o condescendiente en la forma en que lo dijo.
Ganimedes disponía de un lanzador electromagnético de carga como los dos de la luna de la Tierra; proporcionalmente más grandes, por supuesto, unos cincuenta kilómetros en total, para acomodarse a la mayor gravedad de Ganimedes. Además de los servicios de carga y el transporte de rutina a la órbita de aparcamiento, el lanzador de Ganimedes ofrecía algo que los de la Tierra no podían: tours a las espectaculares lunas galileanas de Júpiter.
Pero los vectores delta requeridos para enviar incluso una cápsula esencialmente en caída libre en torno del sistema joviano y de vuelta de nuevo hacen que el viaje no resulte barato, y vender billetes para ese tour a varios cientos de nuevos dólares cada uno no era fácil. A lo largo de los años, los agentes de publicidad habían desarrollado una campaña gradual:
¡Gratis! —y disponible en cualquiera de las numerosas agencias de viajes con oficinas en la plaza principal—, había un espectáculo informativo de diapositivas, un minichip lleno con imágenes semitridimensionales de las lunas galileanas tal como se veían a través de las portillas de los cruceros del tour automatizado, con una narración que las acompañaba consistente en su mayor parte en datos astronómicos, hábilmente presentados por psicólogos industriales de primera línea para instilar en el espectador la convicción de que había algo interesante ahí fuera, y que fuera lo que fuese uno no podía hacerse la idea a través de aquella simple presentación.
—¿Qué opina, Marianne? —le preguntó Mays una vez lo hubieron visto.
—Si hay algo interesante ahí fuera, uno no lo sabrá por esa simple presentación —respondió ella.
Por sólo unos pocos centavos más, uno podía ver el espectáculo en auténticas tres dimensiones en el cine Ultimax, justo al lado de la plaza Shri Yantra. ¡Vuele pasando junto a Calisto, Ganimedes, Europa, Ío! ¡Vea el arañado y torturado terreno! ¡Lea la historia en los cráteres! ¡Contemple el más grande volcán activo en el sistema solar! ¡Fuera del cine, compre bolsitas de aceitoso dim sum y wom ton frito!
—¿Qué piensa de esto, querida?
—Bueno…, parecía más bien plano.
Y sólo por un nuevo dólar más, uno podía apuntarse al Tour Misterio del Capitán Io, que reproducía una pasada muy de cerca a través de la pluma de la mayor erupción de azufre de Ío. Los bamboleantes y vibrantes asientos, la alta velocidad, las imágenes de alta definición, la chillona música y los efectos de sonido creaban una emocionante aventura para los adultos e incluso para los niños pequeños.
—¿Qué le pareció esto, querida?
—Me duele la columna.
Cuando todo lo demás fallaba, había que apuntarse a la realidad.
—¡Empieza la cuenta atrás! ¡Qué suba la última pareja a bordo, por favor! ¡Muévanse un poco aprisa, gracias!
Randolph Mays y Marianne Mitchell fueron conducidos a través de las salas de embarque de la Compañía de la Luna Naciente por brillantemente uniformados jóvenes de ambos sexos que parecían haber sido clonados todos de la misma pareja de tradicionalmente rubios californianos del sur, muñecos fabricados en serie que podían parecer extrañamente fuera de lugar en esta cultura asiática, pero no para la antigua tradición disneylándica, muy admirada en el Misterioso Oriente de la Tierra. Si había algún pensamiento detrás de esas sonrisas de dientes blancos y ojos azules, el cliente nunca llegaría a saberlo; los jóvenes eran pagados para permanecer alegres.
—¿No le encaja su traje espacial? ¿Por qué no? Oh, querida, ¿quién le dijo de ponérselo así?
—Ahora mantenga ese casco firmemente cerrado hasta después del lanzamiento, señor…, ¡y tenga un buen viaje!
Marianne era demasiado perspicaz para no ver el aburrimiento y la alarma que acechaban alternativamente justo debajo de los sonrientes rostros, y eso la ponía nerviosa. Pero, a menos que estuviera dispuesta a hacer una escena, era demasiado tarde, porque de pronto ella y Mays fueron dejados solos, atados a sus asientos en la atestada cabina del Crucero Lunar Número Cuatro, enfundados en trajes estándar que olían a miles de usuarios antes que ellos. Miraban a una videoplaca lo bastante grande como para llenar virtualmente todo su campo de visión. La consola debajo era tan simple que parecía falsa. No había instrumentos en esta nave excepto los necesarios para monitorizar volumen y frecuencia, ni controles excepto los necesarios para cambiar de canales y ajustar la calidad de sonido e imagen.
En aquel momento, la amplia pantalla de la videoplaca mostraba la visión desde la cápsula de la zona de lanzamiento. Era una imagen casi tan atractiva como una estación del Metro en el Boston de mediados del siglo XX.
—De alguna forma, no es así como imaginé el periodismo interplanetario de investigación, Randolph —dijo Marianne. Su casi inaudible voz a través del comenlace sonaba débil, al borde del desánimo.
—Nadie puede llegar a comprender los antecedentes de los acontecimientos en Amaltea sin primero una visión de primera mano del sistema joviano —respondió Mays. Pese a todo el esfuerzo que puso en ello, su voz no sonó convincente.
Debo empezar a conocerle demasiado bien —murmuró Marianne—. Me atrevería a jurar que hay algo que no me está diciendo.
La cápsula se bamboleó violentamente, y él se ahorró la necesidad de una respuesta. En alguna parte una maquinaria había empezado a zumbar, impulsando su cápsula hacia delante sobre los rieles magnéticos. Se estaban moviendo por la zona de maniobras para unirse al tren de otras cápsulas alineadas para el lanzamiento. La mayoría contenían carga a transferir a naves en órbita, mientras que otras subían vacías, porque más carga era enviada a la superficie de Ganimedes de la que salía de la luna. Quizás una vez a la semana, un par de Cruceros Lunares contenían turistas como ellos.
—Un minuto para el despegue —dijo la tranquilizadora voz andrógina por el sistema de altavoces—. Por favor, reclínense en sus asientos y relájense. Que tengan buen viaje.
La imagen en la videoplaca mostraba la cápsula que se acercaba al extremo de un cañón electromagnético que dentro de poco los dispararía al espacio. Excepto para programas de entrenamiento prerregistrados en chip, sólo otra imagen era accesible a los pasajeros, un esquema de la trayectoria prevista.
Los itinerarios del tour variaban constantemente según la posición de las lunas galileanas. A menudo no era posible ningún tour, en especial cuando Ío era inaccesible, porque Ío, con su paisaje en technicolor y sus emanaciones de azufre de un centenar de kilómetros de largo, era la luna que los turistas querían ver realmente.
Cuando los pequeños Cruceros Lunares estaban en funcionamiento, un circuito medio podía durar sesenta horas o así, algunos dos días y medio. Lo que los operadores del tour dejaban en un discreto segundo plano era los pocos minutos de este tiempo total que se pasaban en las inmediaciones de algún cuerpo celeste. El vídeo de la cápsula estaba provisto con una excitante selección de programas para todos los gustos, y la comida y el armario de las bebidas eran igualmente pródigos. Las instalaciones higiénicas en la parte de atrás de la cápsula ofrecían lo último en robomasaje. O un pasajero podía elegir el modo sueño, y con la ayuda de exactamente dosificadas inyecciones de drogas saltarse las partes aburridas del viaje.
—Treinta segundos para el lanzamiento —dijo la voz—. Por favor, reclínense en sus asientos y relájense. Que tengan buen viaje.
Justo en el momento en que el vídeo les mostraba a punto de entrar en la recámara del lanzador, Mays adelantó una mano y pulsó el selector de la placa.
—Eh —protestó Marianne—. El despegue es la última cosa excitante que va a producirse para nosotros en las próximas dieciocho horas. Tendremos todo el tiempo que queramos para ver el mapa luego.
—Esto no somos nosotros en la pantalla, querida —dijo Mays—. Es una imagen pregrabada. —Mays tenía razón. Allá donde las cosas podían ir mal, aunque raras veces, los operadores del tour preferían dejar que los pasajeros vieran tan sólo una representación estándar, una reluciente y nueva cápsula efectuando un despegue perfecto.
—Quiero ver el lanzamiento, no contemplar un estúpido mapa —dijo ella acaloradamente—. Aunque sea una representación, al menos es educativo.
—Como quiera. —Mays volvió a cambiar el canal. En la pantalla, la idealizada cápsula que podía ser la suya, pero no lo era, estaba casi en la recámara; las bobinas electromagnéticas estaban preparadas para tomar el control y lanzarla hacia delante—. ¿Le importa si monitorizo la trayectoria después de que abandonemos los raíles? El mapa al menos es generado a tiempo real.
—Lo que usted quiera, Randol…
Su conversación fue interrumpida por la voz robot:
—Diez segundos para el lanzamiento. Por favor, reclínense en sus asientos y relájense. Que tengan buen viaje. Nueve segundos, ocho, siete…, simplemente permanezcan reclinados en sus asientos y relájense completamente, su tour está a punto de empezar…, tres, dos, uno.
La aceleración no golpeó como un puño, llegó como una almohada de plumas que se posó sobre sus barrigas…, una almohada de plumas que aumentó mágicamente de peso para convertirse primero en un saco de harina, luego en un saco de cemento, luego en un lingote de hierro de fundición…
—Sólo treinta segundos más hasta que nuestro lanzamiento haya sido completado. Simplemente relájense.
Dentro de la cápsula, los pasajeros yacían aplastados bajo diez gravedades de aceleración. La hilera de diodos en su panel de control brillaban todos verdes, pero hubieran seguido brillando verdes incluso en la más atroz de las emergencias; las pequeñas lucecitas verdes no eran más que un elemento puesto allí para tranquilizar a unos pasajeros que eran completamente impotentes de influir en sus destinos.
En la videoplaca, el perfecto lanzamiento pregrabado seguía su progresión. La cápsula aceleraba en silencio un centenar de metros más por segundo a cada segundo que pasaba, hasta que se movía mucho más rápida que la bala del más potente de los rifles.
Las bobinas del lanzador eran una mancha borrosa que se sumía en la invisibilidad. Sólo podía verse el raíl longitudinal que sostenía las bobinas, una única cinta imposiblemente recta de brillante metal que se desvanecía en alguna parte por encima del distante horizonte, hacia las estrellas.
Estaban ingrávidos.
—La aceleración se ha completado —les tranquilizó la voz de la cápsula—. Sólo cinco segundos más para que la secuencia del lanzamiento se haya completado. Sigan relajándose.
La cápsula avanzó ingrávida a lo largo de los últimos kilómetros del acelerador eléctrico a tremenda velocidad, sometida a los delicados ajustes magnéticos en rumbo y velocidad: allí cada cápsula individual recibía su trayectoria a la medida para que encajara con su destino en particular, ya fuera una órbita de aparcamiento cerca de Ganimedes o un vuelo a una distante luna.
Mientras tanto la helada superficie de Ganimedes se curvaba debajo de la guía, que a fin de mantener su artificial rectitud euclidiana se alzaba ahora por encima del hielo sobre soportes parecidos a patas de araña.
En un parpadeo todo aquello desapareció; el largo raíl de lanzamiento quedó tras ellos, y las montañas de hielo de Ganimedes se alejaron con rapidez. La pantalla se llenó de estrellas.
—¿Todo bien? —preguntó Mays, sin pedirle realmente su permiso, mientras tecleaba el canal de «Itinerario».
En la amplia pantalla, la escala de la gráfica había sido establecida para que llenara la placa con el helado disco de Ganimedes; una línea verde pálido paralela al ecuador se extendía del extremo de la derecha hacia arriba, y a lo largo de ella una brillante línea azul se arrastraba imperceptiblemente. La línea verde era su ruta planeada; la línea azul era su rumbo real, tal como estaba siendo monitorizado por el radar del suelo y los satélites de navegación. Las dos líneas seguían normalmente una trayectoria idéntica en el tramo recorrido, y a menos que algo fuera terriblemente mal seguirían de este modo a lo largo de todo el viaje.
Mays ajustó la escala. El disco de Ganimedes se empequeñeció hasta convertirse en un diminuto punto en la parte inferior derecha de una pantalla llena de estrellas. El disco más grande de Júpiter, dibujado de forma muy realista con bandas de nubes, dominaba ahora el centro de la pantalla. Dispuestas en torno suyo en anillos concéntricos estaban las órbitas de Amaltea, Ío, Europa y la propia Ganimedes. Calisto estaba más lejos, fuera de la pantalla. Era la hermana pobre de las lunas galileanas, demasiado parecida a Ganimedes como para que valiera un viaje espacial; sólo cuando las lunas estaban dispuestas de tal modo que las leyes de la mecánica celeste decretaban que era más fácil y rápido para una cápsula volar más allá de Calisto que seguir otra ruta podían los turistas juzgar por sí mismos los encantos de Calisto.
La línea verde pálido trazaba un gracioso bucle que se metía hacia dentro más allá de Ío, se curvaba cerrada en torno de Júpiter, llegaba cerca de Europa en su camino de vuelta, y finalmente volvía a reunirse con la órbita de Ganimedes a un tercio de camino más allá de su circuito. Amaltea no estaba en el itinerario; su órbita se hallaba mucho más adentro del punto de aproximación máxima de la cápsula a Júpiter.
Dada la aceleración energética inicial desde Ganimedes, la mayor parte del viaje se efectuaba gracias al impulso adquirido. Pero, en algunos puntos clave, era necesario un empuje del cohete adjunto a la cápsula para acabar de rematar la curva.
Mays contempló la gráfica en la videoplaca, que a aquella escala progresaba demasiado lentamente para ser percibida. La luz anaranjada del falso Júpiter se reflejaba en la placa facial de su traje espacial e iluminaba con un cálido brillo sus ojos.
Marianne bostezó.
—Creo que dormiré un poco. Despiérteme cuando lleguemos a Ío.
Su respuesta llegó desacostumbradamente demorada.
—Encantado, querida —murmuró Mays al fin.
Algo en el tono de su voz atrajo la mirada de ella.
—¿Qué está maquinando, Randolph? —preguntó indolentemente, pero el hipnótico corría ya por su flujo sanguíneo, y no pudo permanecer despierta para oír su respuesta…
… que en cualquier caso él no le dio.