Todo el mundo que no estaba de servicio se reunió en la sala de oficiales del Michael Ventris para observar la aproximación final en las pantallas visoras. Al principio, Amaltea apareció como una diminuta luna gibosa que colgaba en el espacio, con su sector nocturno débilmente iluminado por la reflejada gloria de Júpiter.
Júpiter parecía expandirse eternamente, hasta que al fin llenó todo el cielo, girando sobre sus cabezas a una increíble velocidad mientras la nave igualaba órbitas con su brillante blanco de veloz movimiento. Lo que había sido una masa de roca oscura de 270 kilómetros de largo, salpicada con unas cuantas manchas nevadas, era ahora un elipsoide más corto de resplandeciente hielo, tan pulido y abstracto como una escultura de Brancusi, con su eje más largo apuntado directamente hacia las enroscadas nubes naranjas y amarillas de Júpiter, su principal.
Aunque no hubieran dispuesto de la ayuda de las ópticas de las pantallas visoras, estaban lo bastante cerca ahora como para ver centenares de plumas de vapor salpicando la esculpida superficie de hielo, un Yellowstone celeste de siseantes géiseres de agua de soda. En vez de volver a caer al suelo, todos esos géiseres se curvaban graciosamente hacia el espacio y se disipaban en etéreos velos de bruma que hacían parecer como si Amaltea estuviera acariciada por suaves vientos antes que recorrer su órbita en un completo vacío.
La única «atmósfera» a esta distancia de Júpiter —pese a su abrumador tamaño, todavía a casi 110.000 kilómetros— era la horda de partículas de sus anillos de radiación. Como la cola de un cometa acercándose al sol, los tenues gases de Amaltea se volvían incandescentes y eran empujados de vuelta sólo por la presión de la radiación.
Era hacia ese brumoso torbellino hacia donde Josepha Walsh orientó el Ventris…, hacia la única región del espacio cerca de Júpiter que estaba escudada de la mortal radiación atrapada. Aquí, hacía poco más de un año, había aguardado el Garuda mientras Howard Falcon descendía a las nubes en la Kon-Tiki, sostenida por un globo. La tarea del Garuda había sido fácil en comparación con la del Ventris, porque sólo había tenido que aguardar unos pocos días hasta que Falcon regresó. La misión del Michael Ventris era abierta, y el objetivo de su estudio cambiaba de configuración a cada minuto que pasaba.
Jo Walsh maniobró tan cerca de la luna como se atrevió sin llegar a posarse en ella. Finalmente Júpiter desapareció de las pantallas visoras, tras ponerse más allá del cercano y muy curvado horizonte de Amaltea; unos pocos minutos más, y el Ventris se deslizaba tan cerca que desde la escotilla principal sólo se necesitaba un pequeño salto para hundirse en las brumas que envolvían la superficie allá abajo.
Mucho antes de que la nave dejara de moverse, los que observaban en la sala de oficiales habían visto ya las extrañas marcas negras en la luna. Hawkins expresó en voz alta la pregunta que había en la mente de todos:
—¿Qué es eso? ¿Cráteres?
Groves y McNeil se unieron pronto a Blake y a Bill Hawkins y el profesor en la sala de oficiales. Toda la tripulación estaba allí excepto Walsh, que aún tenía cosas de las que ocuparse en la cabina de pilotaje, y Sparta, que no había sido vista desde poco antes del despegue de Ganimedes.
La más grande de las pantallas visoras estaba reproduciendo a un movimiento extremadamente lento la secuencia de imágenes de la aproximación final del Ventris. En tres lugares a un lado, frente a ellos, claramente visibles a través de la tenue bruma superficial, había enormes y claramente definidos círculos, líneas negras inscritas como con trazo fino con tinta china sobre un arrugado papel blanco: círculos dentro de círculos, demasiado matemáticamente precisos y demasiado regularmente espaciados para ser el producto de cráteres al azar.
—Profesor, ¿sabía usted ya algo acerca de esto?
—Digamos que no ha sido una sorpresa tan grande para mí como lo ha sido para ustedes. —El brillante rostro joven de Forster con sus ojos de viejo parecía muy complacido consigo mismo mientras desviaba sus preguntas—. La Junta Espacial ha conseguido mantener la mayor parte de las observaciones de sus satélites a control remoto discretamente reservadas. Sólo hubo un desliz: esa imagen que Mays consiguió de algún modo, y que era demasiado distante para revelar nada de importancia…, y estos esquemas sólo se revelan en las imágenes de alta resolución enviadas el último mes. Nosotros somos los primeros en echarles una mirada directa de cerca.
A medida que la secuencia de imágenes proseguía, con el punto de enfoque cada vez más cerca de la superficie, era evidente para los que miraban que aquellos anillos no eran incisiones, no eran algo grabado en la lisa superficie; al contrario, sobresalían en relieve. Eran estructuras de algún tipo, delicadas filigranas negras de metal o de algún material compuesto que se erguían unos metros por encima de la helada llanura.
—¿Alguien tiene alguna idea acerca de lo que estamos mirando? —preguntó Forster.
—Bueno, señor, yo aventuraría…
—No es justo, Angus, usted puede decirlo a la primera mirada. ¿Bill? ¿Tony? ¿Alguna suposición?
Tony Groves negó con la cabeza y sonrió.
—Ni idea. Aunque se parecen un poco a gigantescas dianas para dardos.
—Algunas dianas —bufó McNeil—. Algunos dardos.
—¿Bill? —animó el profesor.
—Soy lingüista, no planetólogo —dijo Bill Hawkins, casi con voz hosca. Parecía genuinamente dolido por la evidente decisión de Forster de retener su conocimiento de aquellas señales.
—¿Qué hay con usted, Blake?
Blake sonrió.
—¿Podrían tener algo que ver con el hecho de que, cuando Falcon excitó a las medusas, éstas apuntaron su estallido de radio directamente a Amaltea?
—¿Es cierto? —preguntó con sequedad Hawkins—. Mays lo aseguró, pero la Junta Espacial nunca lo confirmó.
—Es cierto, Bill —dijo Forster—. Le mostraré mi análisis de esa señal. Creo que llegará a la misma conclusión que yo sobre su significado.
—¿Qué es? —preguntó Hawkins.
—Un mensaje que se traduce como: «Han llegado». Creo que las medusas estaban anunciando la llegada de visitantes a las nubes de Júpiter.
—¡Las medusas! —protestó Hawkins—. No son inteligentes, ¿verdad? No son más que simples animales.
—Bueno, en realidad no tenemos la menor idea de lo inteligentes que son. O siquiera de cómo aplican el concepto de inteligencia a las formas de vida alienígenas. Pero con el tipo de entrenamiento, o programación, adecuado, no se necesita ninguna inteligencia en particular para que cualquier organismo terrestre desarrolle un comportamiento aparentemente complejo, dado el estímulo correcto. Las cotorras amaestradas, por ejemplo.
—Suponiendo que las medusas estuvieran enviando señales, eso significa que tiene que haber receptores para captar la señal —dijo Blake.
—¿Radioantenas quieres decir? —dijo Hawkins, incrédulo.
—Eso apostaría yo —admitió Forster.
Angus McNeil asintió con la cabeza.
—Eso es exactamente lo que son, por su aspecto. Adaptadas a longitudes de onda de metros, lo mismo que las marcas en las medusas. Lo que me pregunto es por qué nunca nadie la descubrió antes.
—Hasta hace un año, hasta que los géiseres entraron en erupción, Amaltea estaba cubierta por una capa de polvo negro rojizo —dijo Forster—, el color de un cuerpo carbónico rico en materias orgánicas, e incidentalmente el color perfecto para ocultar esas estructuras artificiales.
—Entonces, ¿piensa que fueron deliberadamente camufladas? —preguntó Tony Groves con voz escéptica.
—No lo sé —respondió simplemente Forster—. Supongo que la capa sucia pudo haberse acumulado a lo largo de los milenios a causa de colisiones al azar con meteoritos. —Miró a Blake—. ¿Qué dice usted?
—Lo que parece irracional para un humano podría tener perfecto sentido para un alienígena —respondió Blake—. Sin embargo, no veo la utilidad de esconder las antenas, si la idea era alertar a alguna… presencia en Amaltea de que habían llegado visitantes a Júpiter. ¿Qué diferencia significaría si los visitantes veían esas cosas y decían aterrizar en Amaltea antes de ir a Júpiter?
—A menos que esta presencia, como usted la llama, no deseara ser descubierta accidentalmente —dijo Forster.
—¿Qué quiere decir con esto? —estalló Hawkins, alimentando aún su resentimiento.
—Hace un año sabía que había medusas que vivían en la atmósfera de Júpiter —le dijo Forster—, pese a todo un siglo de sondas…, más de trescientas sondas robot. Hasta que alguien vaya allá abajo e intente entrevistar a una medusa, no sabremos lo inteligentes que son, su punto, Bill, o con qué tipo de inteligencia nos enfrentamos. Quizás esta… presencia… no desee hablar con robots. O con cotorras entrenadas. Quizá no desee hablar con entidades que simplemente han tropezado con algo artificial en la superficie de Amaltea. Tal vez esta presencia sólo quiera hablar con aquéllos que saben exactamente lo que están buscando.
—¿Aquéllos que encontraron y descifraron la placa marciana? —preguntó Hawkins; y añadió, un poco ácidamente—: ¿Gente como usted?
Forster sonrió solapadamente.
—La placa marciana…, o su equivalente.
—Según Sir Randolph-Malditosea-Mays, el Espíritu Libre afirma haber preservado desde la antigüedad uno de esos equivalentes —Hawkins casi escupió las palabras—. Lo llaman el Conocimiento.
—No pertenezco al Espíritu Libre, Bill, y no estoy coaligado con ellos —dijo Forster con voz suave—. Diga lo que diga Mays.
Blake rompió el tenso silencio que siguió.
—Nuestro turno de interrogarle a usted, profesor. ¿Qué estamos buscando ahí fuera?
—Buena pregunta. —Forster hizo una pausa y se tironeó un pelo díscolo en una de sus densas cejas—. Responderla es la esencia de nuestra tarea. Tengo mis ideas, pero de hecho no sé nada con seguridad. No más que ninguno de ustedes —añadió, con una inclinación de cabeza hacia Bill Hawkins—. Empezaremos con una exploración muy de cerca desde la órbita.
Volaron a través de un fantástico paisaje de nubes, una corona de gases que brotaba enhiesta de la superficie de la luna como pelos electrificados. En vez de enredarse en esas evanescentes trenzas, el Ventris surcó a través de ellas sin dejar mucho más que un remolino, excepto donde la jaula de su escudo superconductor de radiación curvaba temporalmente las partículas cargadas en torno de la nave en curvas de precisión matemática.
Cuando llegaron a la mitad libre de bruma a causa del viento de la radiación, pudieron contemplar una cegadora blancura que parecía tan lisa y dura como una bola de billar; pero cuando lanzaron señales de radar a la superficie, recibieron de vuelta una señal accidentada. Cartografiaron la localización de los géiseres y descubrieron que, aunque no eran exactamente equidistantes unos de otros, marcaban los intersticios de un imaginario esquema regular en forma de parrilla sobre toda la superficie elipsoidal de la luna. Hallaron seis de las gigantescas «dianas», una en cada polo del largo eje, y cuatro regularmente espaciados en torno al ecuador.
Cuando estuvieron aparcados a buen recaudo de vuelta en la zona de sombra de las radiaciones, Tony Groves, que estaba a cargo de la exploración, resumió limpiamente los resultados:
—Amigos, no hay absolutamente nada natural en torno de esta denominada luna.
El primer equipo explorador —Blake, Angus McNeil y Bill Hawkins— salió doce horas más tarde. Por aquel entonces Amaltea y su parásito del tamaño de una pulga, el Michael Ventris, habían recorrido todo el camino en torno a Júpiter una vez y habían regresado aproximadamente al lugar donde estaban con respecto a Júpiter y sus lunas galileanas, de tamaño planetario y movimiento más lento, cuando habían realizado su primer alunizaje.
La escotilla se abrió y los tres exploradores, encuadrados por un círculo de luz amarilla procedente de la escotilla estanca, flotaron fuera a la sombra de Amaltea. McNeil había hecho este tipo de cosas más veces de las que podía contar, sobre centenares de asteroides y pequeñas lunas, aunque nunca lo había hecho exactamente así…
… buceando en una bruma blanca tan brillante y opaca como vapor de hielo seco pero más tenue, gaseosa, difícil de alterar, menos agitada; era como si la bruma no fuera más sustancial, más fácil de atrapar con las manos formando copa o agitar con un vigoroso movimiento del brazo, que la difusa y omnipresente luz que había existido en la era fotónica del universo primitivo.
Cuando Forster anunció el orden del día, McNeil le había murmurado a Tony Groves que Hawkins era demasiado inexperto para la difícil actividad extravehicular. Pero Forster dejó claro que deseaba que Hawkins estuviera en el primer equipo.
Blake tampoco era exactamente un experto; su experiencia en el espacio era, por decirlo educadamente, ecléctica. En una ocasión se había divertido saltando por la luna de la Tierra, y tenía mucha práctica con los trajes de presión marcianos, pero aparte un breve episodio en un traje blando pasado de moda cerca de la luna marciana Fobos, era nuevo en el trabajo en el espacio profundo.
McNeil fue nombrado su pastor. En treinta años de viaje espacial, eran pocas las emergencias a las que no hubiera tenido que enfrentarse y de las que se hubiera salido con bien.
Cuando se acercaron lo suficiente a la superficie descubrieron bajo las botas que recubrían sus pies una espuma de pura y delicada agua helada, fantásticamente tallada por fuerzas no más poderosas que la sublimación en un esponjoso universo cristalino de ramificadas estructuras miniaturizadas como copos de nieve…, con la escala y complejidad de los profundos arrecifes de coral, pero tan insustancial como una bocanada de talco.
La gravedad de Amaltea era tan microscópica que caminar quedaba descartado; iban atados los unos a los otros con cuerdas, como montañeros, y avanzaban por la llanura con suaves impulsos de los sistemas de maniobra de sus mochilas.
—¿Cómo es ahí abajo? —les llegó la impaciente voz de Forster en los comunicadores de sus trajes.
—Como un helado italiano —dijo Blake.
—Cuanto más cerca mira uno, más extraordinarias son las formaciones —dijo Hawkins—. Infinita y repetidamente estructuradas, probablemente hasta el límite de la molécula de agua.
—¿Qué demonios ha dicho? —murmuró McNeil audiblemente.
Blake y McNeil estaban en los dos extremos de la cordada, de modo que cualquier precipitación ansiosa por parte de Hawkins —tenía una bien establecida reputación de alguien dado a los entusiasmos disruptivos— resultaba refrenada. Después de que sus compañeros tuvieran que tirar de él de vuelta a la fila por segunda vez, la voz de Forster les llegó de nuevo a través del comenlace.
—¿Cómo se siente, Bill?
—Sé que hay personas que piensan que tiene que ser muy divertido caminar por un planeta sin aire y de baja gravedad en un traje espacial. Pues bien, no lo es.
—¿Está empezando a ganarte la tensión? —gruñó McNeil.
—Todos esos controles y precauciones.
—Simplemente piensa en los puntos principales. ¿Sabes dónde estás?
—¿Qué importa dónde estoy en esta maldita cuerda?
—¿Tienes suficiente aire?
—Oh, por supuesto, Angus, de veras…
—Entonces simplemente no te olvides de respirar.
Durante cinco minutos se movieron en silencio hasta que su objetivo, una de las configuraciones de círculos negros que habían visto desde el espacio, estuvo a un cuarto de kilómetro de distancia, y pudieron divisar de una forma imprecisa y brumosa el conjunto de líneas ante ellos.
—Quizás estemos ante un enlace, un amplificador —dijo McNeil—. Quizás algunas de estas antenas están apuntadas a la estrella natal de aquéllos que las construyeron.
—¿Por qué seis antenas entonces? —preguntó Hawkins—. Incluso una que apunta a Júpiter…, me parece que sobran cuatro.
—Rotación —dijo Blake.
—No le puede haber tomado mucho tiempo a Amaltea ajustarse a las mareas de Júpiter —protestó Hawkins—. Así que debe de haber estado en esta orientación mil millones de años.
—Olvidas su revolución en torno a Júpiter.
—Correcto —dijo McNeil—. Con seis antenas, pueden cubrir todo el cielo en cualquier momento.
—Bien, sean lo que sean, ahí están —dijo Hawkins.
La línea de hombres vestidos con trajes espaciales que medio derivaban, medio volaban, se detuvo torpemente, como unos muñecos de muelles cayendo por una escalera. Surgiendo de la blanca bruma frente a ellos se alzaba aquella cosa, negra y arácnida, envuelta en carámbanos que apuntaban extrañamente en todas direcciones.
Era incuestionablemente un objeto artificial —muy posiblemente una antena de radio—, pero era absolutamente extraño en sus detalles. Hubiera podido surgir muy bien de debajo del mar.
Transcurrió una hora. Blake se agotó intentando arrancar un pedazo de la estructura, pero no había ningún lugar donde intentarlo. Nada estaba oxidado, aquella cosa no parecía haber sido hecha de hierro o de ningún material susceptible a la corrosión, sino de algo parecido a un indestructiblemente duro plástico negro. No había uniones lo suficientemente grandes como para deslizar por ellas la hoja de un cuchillo. No podían desatornillar nada o cortar nada o arrancar nada, porque no había tornillos ni pernos ni remaches. En cuanto a la base de la estructura, al parecer estaba enterrada varios metros en el hielo.
La enorme estructura circular era una especie de red poco profunda y en forma de cuenco de más de un kilómetro de diámetro, un paraboloide con un mástil central en su foco. Pero Angus McNeil señaló que su forma parecía equivocada, demasiado plana en el eje Z, para la radiación electromagnética que se suponía que debía detectar.
—Si es una antena, bueno, pero será malditamente poco efectiva —dijo—. No puedo creer que esos alienígenas fueran lo bastante sofisticados como para establecer un puesto de escucha aquí pero no lo bastante sofisticados como para diseñar un receptor o transmisor eficiente.
—Quizá no sea un transmisor. Quizá no se preocupen por la estrella natal —dijo Blake—. Tal vez Amaltea albergue algún tipo de dispositivo de memoria que registre unos datos que serán recogidos más tarde.
—Pero se supone que toda esta cosa estuvo bajo el hielo durante mil millones de años, ¿no? —dijo Hawkins.
Contemplando la enorme construcción que gravitaba como una telaraña en la bruma, resultaba difícil recordar que la frágil nieve que la rodeaba no siempre había estado allí, que no hacía mucho la superficie de Amaltea había estado más alta que sus cabezas…, lo bastante alta como para cubrir la antena alienígena.
—¿Quieres decir que su geometría compensa la velocidad de la luz en el agua? —El tono de McNeil transmitía lo que no había dicho: o bien no sabes absolutamente nada sobre física, joven doctor Hawkins…, o no eres tan estúpido después de todo.
—¿Yo he dicho eso? —preguntó Hawkins.
—Lo primero, decidió McNeil. Oh, bueno.
—Las ondas de radio no viajan muy lejos en el agua —gruñó.
—No estaba tan lejos debajo del agua —dijo Blake, poniéndose del lado de Hawkins—. Sólo unos pocos metros.
—Bueno, es una hipótesis —dijo McNeil—. Tendré que efectuar algunos cálculos.
—De todos modos… Si son antenas, ¿dónde está la fuente de energía? —añadió Hawkins, jugando aún al abogado del diablo y deleitándose en complicar más las cosas.
—Si esta instalación fuera mía, yo la hubiera hecho autónoma, dotada de baterías y condensadores superconductores —dijo McNeil—. Las mediciones de campo nos lo dirán. Si quieres preocuparte por la energía, piensa en lo que está impulsando a esos géiseres.
—Podría ser que su fuente de energía no estuviera en absoluto en Amaltea —dijo Blake.
—¿Qué quieres decir, Blake? —La voz del profesor Forster sonó en sus cascos.
—Hasta hace un año, se pensaba que Amaltea era un cuerpo rígido. Si la rigidez era artificial, quizá la señal de las medusas desconectó de alguna forma el artilugio…, así que ahora Amaltea está sintiendo las fuerzas de marea de Júpiter. En ese caso, Júpiter sería el motor térmico.
—Como con los volcanes de Europa —dijo Forster.
—Sí, señor —asintió Blake—. Si Amaltea es realmente en su mayor parte agua, la expansión y la contracción a medida que gira en torno de Júpiter sería suficiente para iniciar su ebullición, siempre que nada lo impida.
—Lo cual significa que todavía no sabemos lo que estamos buscando —gruñó Angus McNeil.
Más tarde, cuando llegó la arbitraria noche a bordo del Ventris, McNeil desplegó los resultados de sus mediciones y cálculos en la placa de gráficos. De hecho, las estructuras tenían la geometría exacta para funcionar como antenas bajo una moderada capa de hielo.
Se suponía que el equipo debía utilizar las horas nocturnas para dormir, pero los acontecimientos del día habían dejado a pocos de ellos lo suficientemente calmados. Tras cenar en la sala de oficiales, Blake dejó a los otros discutiendo acerca de cómo y con quién comunicaban las antenas y regresó al atestado pero bien equipado laboratorio de la nave.
Tras haber conseguido al fin que una sonda láser y una trampa de iones consiguieran unas cuantas moléculas de muestra de la estructura alienígena, pasó las primeras horas de la madrugada intentando descubrir qué era aquella materia. La espectrometría no le ayudó demasiado: no aparecían elementos exóticos en los picos y valles del espectro: unos cuantos metales comunes, más carbono y oxígeno y nitrógeno y otros elementos ligeros…, y ni siquiera una relación inusual entre ellos. Lo que fuera que le había dado a la estructura su extraordinaria fuerza y durabilidad se hallaba seguramente en su estructura cristalina…, pero había sido reducida a un caos molecular cuando Blake la hizo pedazos con el láser.
Renunció y volvió a los núcleos de hielo que habían recogido. Éstos eran más… sugestivos.
Estaba examinando las lecturas y agitando tristemente la cabeza cuando se dio cuenta de que Forster lo estaba observando desde la compuerta del atestado y acolchado laboratorio.
—Hola —dijo Blake—. ¿Ha venido a observarme aprender química básica universitaria?
—¿Qué está haciendo? —preguntó Forster, con las cejas vibrando.
—Bien, señor, puedo facilitarle una lista de los experimentos fracasados. Estructura y composición del hielo. Edad del hielo…, estoy intentando efectuar determinaciones de edad de esas muestras de núcleos que tomamos hoy, pero no lo consigo.
La superficie de Amaltea, al sublimarse al espacio, dejaba expuestas constantemente nuevas capas de material. El hielo enterrado desde hacía mucho tiempo había sido afectado por las partículas de los anillos de radiación de Júpiter y por los rayos solares y cósmicos. Midiendo las relaciones isotópicas en el hielo fresco, era teóricamente posible calcular cuánto tiempo había permanecido cada capa sin ser alterada.
—¿Cuál es el problema?
—Las lecturas parecen estar locas. Muestras vecinas dan valores que difieren en cinco o seis órdenes de magnitud.
—¿Ha calibrado los instrumentos?
—Sí, señor. Quizás esté interpretando mal los manuales…, tal vez fueron traducidos del esquimal o el ugrofinés o lo que sea.
—¿Por qué no cree en los instrumentos? Una muestra es vieja, la otra joven.
—No estamos hablando de viejas y jóvenes aquí, señor —dijo Blake—, estamos hablando de jóvenes y muy jóvenes. La mayoría de las muestras datan la antigüedad de este hielo en mil millones de años. Compárelo al hielo de Ganimedes o Calisto o Europa, que corresponde a unos respetables cuatro coma cinco miles de millones de años de antigüedad.
Forster sonó ceñudo, pero había una sonrisa en su voz.
—Lo cual significa que Amaltea no se formó como parte del sistema de Júpiter. Quizá fue capturada más tarde.
—Lo cual significa que Amaltea no se formó como parte del sistema solar —gruñó Blake—. Escúcheme, sueno como Sir Randolph-Bocazas-Mays.
—¿Y la otra muestra?
—En algún momento entre mil y diez mil años de edad.
—En absoluto tan vieja como el sistema solar —dijo Forster, ahora sonriendo abiertamente.
—Bien, señor, si fuera usted un creacionista…
—¿De dónde procede esa muestra?
—Inmediatamente de debajo de la antena alienígena —dijo Blake.
—Puede que sea un lugar interesante para empezar a mirar. —Forster sonrió suavemente—. Lástima que Troy no esté con nosotros. De estarlo, ese culto suyo tendría algo que decir acerca de esos asuntos.
—A ella no le gustaría oír que llamaba usted al Espíritu Libre su culto, profesor.
—Salamandra entonces, o como quiera que se llamen ustedes. El profesor Nagy intentó iluminarme, pero me temo que nunca fui capaz de captarlo del todo.
—Además, el Conocimiento no está en absoluto completo. No hace ninguna referencia a Amaltea —dijo Blake, eludiendo el tema.
—Resulta más bien extraño entonces que Troy siempre parezca saber más que este llamado Conocimiento. Lástima que nunca permanezca en un mismo lugar el tiempo suficiente como para ser de utilidad.
Blake notó que sus orejas ardían.
—Normalmente se las arregla para llegar cuando es necesitada —dijo a la defensiva. Forster, más que nadie, sabía muy bien aquello.
—Muy bien. ¿Detrás de qué va, ahí en Ganimedes? ¿No dejó caer ningún indicio en sus oídos?
—Lo siento. No sé más que usted al respecto.
—Hum, bien… Me hubiera gustado que se hubiera dejado ver más pronto. Nos habría ahorrado una o dos semanas en aquella deprimente caverna. —Forster dedicó su atención al banco del laboratorio; dio unos golpecitos a la pequeña pantalla plana del espectrómetro láser—. ¿Qué otra cosa tiene para mostrar, muchacho?
—Eche una mirada a los componentes básicos de esta materia. Mire esas relaciones. —Blake mostró a Forster primeros planos de cristales de hielo en la gran pantalla, luego un análisis químico de los minerales extraños atrapados en los cristales.
Mientras contemplaba en la pantalla los gráficos coloreados y los puntiagudos diagramas, el rostro de J. Q. R. Forster se ensanchó en una sonrisa auténticamente feliz.
—Muy bien, señor Brujo.
—¿De qué se trata, señor? —preguntó Blake, porque resultaba obvio que el otro hombre no estaba sorprendido.
—Usted primero, joven…, ¿qué significa todo esto para usted?
—Bueno, la estructura cristalina es bastante común. Hielo I ordinario, así que sabemos que se congela a baja presión.
—Seguramente no es esto lo que usted esperaba.
—Cierto, a menos que Amaltea sea un pedazo arrancado del núcleo de una luna de hielo mucho más grande.
—Ha considerado esa posibilidad, ¿eh? —dijo Forster apreciativamente.
—Pasó por mi mente. Entienda, no creo que esto se congelara en el vacío. ¿Cómo podría explicar usted esos minerales disueltos: sales, carbonatos, fosfatos y demás…? —Señaló el gráfico en la placa.
—¿Qué es lo que le parece a usted? —aguijoneó Forster.
—¿Qué le parecería a usted agua de mar helada?