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Una enorme cúpula en forma de estupa dominaba la estriada llanura de hielo del espaciopuerto; enormes ventanas curvadas de cristal negro dominaban la visión panorámica. A través de una de ellas, Randolph Mays observaba ociosamente un buggy lunar presurizado avanzar dando tumbos por el hielo.

Mays permanecía ligeramente aparte de la multitud de periodistas que se habían reunido para arrancar jirones de noticias de la inspectora Ellen Troy y el profesor J. Q. R. Forster. Su nueva ayudante de producción doblaba el cuello para ver la puerta, en aquellos momentos firmemente cerrada, por la que estaba previsto que aparecieran las víctimas de los medios de comunicación.

—¿No deberíamos estar más cerca? —se preocupó Marianne—. Aparecerán en cualquier momento.

—Estamos perfectamente bien situados —respondió Mays, hablando en la microfibra que le unía en un enlace personal a la unidad receptora que Marianne llevaba en la oreja. Cuando llegara el momento de tomar sus imágenes y hacer sus preguntas, su gran altura y su inconfundible voz harían innecesario entrar realmente en contacto con la agitada masa de sus seguidores.

—No puedo ver muy bien —se quejó Marianne.

—Yo sí —dijo Mays, y con ello puso fin a la discusión. Su ayudante no necesitaba ver para hacer su trabajo. Tras decidir que podía utilizar su ayuda, Mays la había preparado a fin de que adquiriera una competencia básica en algunas áreas siempre que se mostrara completamente cooperativa en otras. Para su sorpresa, Marianne había demostrado estar muy lejos de ser inútil; de hecho, se había mostrado muy eficiente en arreglar las cosas para los traslados y preparar las citas y en general mantener su agenda en orden, usando el fonoenlace con aquella semieficiente, semisexy voz de chica universitaria norteamericana como si hubiera nacido pegada al aparato. Ni siquiera se quejaba de tener que llevar sus cosas; en su viejo bolso de piel parecido a un maletín de trabajo llevaba sus grabadoras y chips extras y el bloc de notas pasado de moda que a veces usaba como elemento de utilería.

Si Mays fuera dado a esos pensamientos, hubiera tenido que concederle a Bill Hawkins el crédito por su buena suerte. Pero Mays no era del tipo que concedían crédito a los demás, a menos que se viera obligado a ello. Después de todo, había decidido seducir a Marianne no importaba cómo; Hawkins simplemente lo había hecho todo más fácil…

—Ahí vienen, Randolph —dijo Marianne. Hubo siseos y empujones en la jauría de sabuesos. Le tendió la cámara y el micro que él le había especificado.

Mays sujetó el aparato y encuadró expertamente la imagen a tiempo para captar la apertura de la puerta. El profesor Forster fue el primero en cruzarla, seguido por el resto de la tripulación. La última fue la inspectora Ellen Troy, delgada y esbelta en su uniforme azul de la Junta Espacial. Marianne permaneció inmóvil, magnetizada, contemplando desarrollarse la escena en su diminuto monitor remoto auxiliar.

—Buenos días, damas y caballeros —empezó Forster—. Me gustaría empezar…

—¿Por qué ha estado evitando usted a los medios de comunicación, Forster? —le gritó alguien.

—¿Qué es lo que tiene que ocultar? —añadió otro.

—¡Troy! ¡Inspectora Troy! ¿No es cierto…?

—¡Usted, Troy! ¿Qué hay de esos informes acerca de que usted…?

—¿…de que usted ha estado encerrada en un asilo durante los últimos doce meses?

—¿…de que intentó matar a Howard Falcon y sabotear la expedición de la Kon-Tiki?

Forster cerró la boca con un restallido casi audible, hundió su barbilla, miró con ojos llameantes a los periodistas por debajo de sus densas cejas y aguardó a que las preguntas se consumieran por sí mismas. Finalmente hubo una pausa en la cacofonía.

—Leeré una breve declaración —dijo, y se aclaró la garganta con un gruñido—. Las preguntas después.

Hubo gritos renovados, pero la mayoría de los periodistas se dieron cuenta de que Forster iba a ignorarles hasta que hubiera tenido la ocasión de leer sus palabras preparadas, se volvieron hacia sus compañeros y les hicieron callar.

——Si dice algo que tenga el menor interés, por favor asegúrese de que estoy despierto para grabarlo —gruñó Mays en su microenlace.

—Gracias —dijo Forster en el hosco y expectante silencio—. Permítanme presentarles a los miembros de la expedición a Amaltea. En primer lugar, a cargo de nuestra nave, el Michael Ventris, nuestra piloto, Josepha Walsh; nuestro ingeniero, Angus McNeil; y nuestro navegante, Anthony Groves. Para ayudarme en las operaciones de superficie estarán el doctor William Hawkins y el señor Blake Redfield. La inspectora Ellen Troy representa a la Junta de Control Espacial.

—Apuesto a que representa mucho más que eso —susurró Mays.

—Nuestra misión es doble —prosiguió Forster—. Queremos determinar la estructura geológica de la luna. Más particularmente, esperamos resolver algunas persistentes anomalías en la signatura de radiación de Amaltea. Durante más de un siglo, hasta la culminación de la expedición de la Kon-Tiki el año pasado, se observó que Amaltea radiaba más energía de la que recibe directamente del Sol y por reflejo de Júpiter. Casi todo el exceso de calor podía ser atribuido al impacto de partículas cargadas de los anillos de radiación de Júpiter: casi todo, pero no absolutamente todo. Nos gustaría averiguar de dónde procede ese calor extra.

En especial ahora que el calor se ha vuelto caluroso —ironizó Mays.

—La cuestión se ha hecho más urgente desde que Amaltea se volvió geológicamente activa. Ahora radia de vuelta mucha más energía de la que absorbe. Ese tipo de motor térmico está activando los géiseres de hielo que hacen que Amaltea pierda casi un medio por ciento de su masa original cada doce horas…, ¿cada vez que la luna orbita Júpiter?

—Oh, díganoslo usted —suplicó Mays, sotto voce.

—Por último, por supuesto —dijo Forster, hablando apresuradamente—, esperamos averiguar qué conexión puede existir entre los recientes acontecimientos en Amaltea y las criaturas llamadas medusas que viven en las nubes de Júpiter. —Miró con ojos llameantes a la audiencia de ostentosamente aburridos periodistas—. Pueden hacer preguntas.

—¡Troy! ¿Dónde ha pasado usted el último año? —gritó uno de los más voceadores de los sabuesos.

—¿Es cierto que estuvo en un asilo?

Ella miró a Forster, que asintió con la cabeza. Él sabía quién era la auténtica estrella de los medios de comunicación allí.

—He estado ocupada con una investigación —dijo Sparta—, cuya naturaleza, por el momento, es confidencial.

—Oh, vamos —gruñó el hombre—, eso no…

Pero otras preguntas estaban cubriendo ya su voz: ¿Qué hay de los alienígenas, Forster? ¿Va a ir usted realmente a Amaltea para descubrir la Cultura X? Usted y Troy hablan con esos alienígenas, ¿no es cierto?

Una penetrante voz femenina hendió la barahúnda general:

—Usted afirma que su expedición es científica, profesor Forster. Pero Sir Randolph Mays asegura que forma usted parte de la conspiración del Espíritu Libre. ¿Quién tiene razón?

La sonrisa de Forster era ahora feral.

—¿Está usted segura de que cita correctamente a Sir Randolph? ¿Por qué no se lo pregunta a él? Está aquí mismo, en la parte de atrás.

Todo el grupo de periodistas se volvió para mirar a Mays, que murmuró:

—¿Qué demonios…? —Sin dejar de enfocar su cámara al extraño espectáculo—. Prepárese, querida —se dirigió a Marianne—, vamos a tener que soltar nuestra sorpresa antes de lo que esperaba.

—¿Qué tiene que decir acerca de ello, Sir Randolph? —preguntó la periodista en dirección a él—. ¿No cree usted que Forster es uno de ellos?

Situó la cámara a un lado, aún enfocada en los periodistas —disfrutando con su resentida atención— y en la tripulación del Michael Ventris que aguardaba inquieta en el estrado más allá de ellos.

—Yo nunca dije que usted formara parte de la conspiración, profesor —declaró alegremente, con una enorme sonrisa en sus voraces labios que dejaba al descubierto sus robustos dientes blancos—. De todos modos, le devuelvo la pregunta. Usted sabe algo conocido por el Espíritu Libre y desconocido por el resto de nosotros. Cuéntenos la auténtica razón por la que va usted a Amaltea. Cuéntenos la razón por la que se lleva usted consigo un topo de los hielos. Cuéntenos por qué se lleva un submarino europano.

¡Un topo de los hielos!

¡Un submarino!

¿Para qué es todo esto, Forster?

—En cuanto a este Espíritu Libre suyo, Sir Randolph, estoy totalmente a oscuras. —La sonrisa de Forster era tan feroz como la de Mays; hubieran podido ser muy bien un par de babuinos disputándose su territorio o el liderazgo de la manada—. Pero en lo que a la luna Amaltea se refiere, parece que ha decidido usted no escuchar lo que acabo de decir. Amaltea está expeliendo su sustancia al espacio a través de inmensos chorros de vapor de agua. En consecuencia, esta luna debe estar formada principalmente por agua, parte de ella sólida, para la cual un topo de los hielos es una herramienta de exploración útil, y parte de ella líquida, el tipo de entorno para el que fueron diseñados los submarinos de Europa.

Josepha Walsh se inclinó hacia delante para dar unas palmadas en el hombro a Forster; Forster hizo una pausa para escuchar las palabras que le susurraba su piloto, luego volvió su atención a los periodistas reunidos.

—Acabo de ser informado de que la cuenta atrás para nuestra partida ya ha empezado —dijo con alegre malicia—. Desgraciadamente, éste es el tiempo del que hemos dispuesto para hablar con ustedes. Gracias por su atención.

Los gritos de rabia de los frustrados sabuesos eran lo bastante alarmantes como para justificar la precaución de los guardias del espaciopuerto, que emergieron de la puerta por la que había salido la tripulación para proteger la retirada de Forster y sus compañeros; nadie excepto Sparta y Forster había dicho una palabra a los medios de comunicación reunidos.

—¿Eso es todo lo que van a decir? —preguntó Marianne, frustrada de que sus preguntas, miles de ellas, hubieran quedado sin respuesta.

Mays se arrancó el equipo comunicador.

——Se ha burlado de mí. —Miró por encima de las cabezas de sus apiñados colegas, como perdido dentro de sí mismo. Luego bajó la vista a su ayudante—. Sólo hemos empezado a cubrir esta historia. Pero seguir adelante requerirá imaginación… y osadía. ¿Sigue aún a mi lado, Marianne?

Los ojos de la muchacha brillaron con dedicación.

Estoy con usted todo el camino, Randolph.