10

Más allá del perímetro de radiación de la Tierra, la blanca antorcha de fusión del cúter y la propia nave, extrañamente aerodinámica para un vehículo espacial, aceleraban sobre una columna de insoportablemente brillante fuego.

Durante los quince días de viaje Sparta se mantuvo aislada, hablando tan poco con el otro único pasajero y los tres tripulantes como era necesario. Comió sola en su pequeña cabina. Hacía ejercicios y alzaba pesas y se ejercitaba y practicaba el combate sin armas en solitario hasta que el sudor brotaba de su delgado cuerpo de bailarina, varias horas al día, cada día. Leía y veía chips de vídeo, pocos de los cuales tenían alguna aplicación obvia a la misión que iba a emprender: Eliot y Joyce y buenas traducciones de la épica de Gilgamesh y relatos folklóricos africanos. Leyó un millar de páginas del Genji monogotari antes de verse enfangada en su famoso lugar escabroso, que era para los humanistas novicios lo que el pons asinorum era para los geómetras novicios.

Dormía diez horas al día.

A mitad de camino, la aceleración se convirtió en deceleración. Finalmente la antorcha se apagó, y el cúter se deslizó suavemente en órbita en torno a Ganimedes. De nuevo la banda azul y la estrella dorada de la Junta de Control Espacial habían descendido sobre las lunas de Júpiter.

Blake insistió en acudir a recibirla personalmente. Alquiló la Kanthaka, una gruesa lanzadera redonda —en realidad una pequeña lata energética— y ocupó el asiento del copiloto en el ascenso hasta la órbita de aparcamiento, que alcanzó en menos de una hora.

Había pensado en ella, en la mujer a la que amaba, casi sin un momento de pausa desde que la había perdido tres años antes y la había recobrado y la había perdido de nuevo. No sabía lo que ella sentía hacia él, por la simple razón —había dejado ella muy claro finalmente— de que no sabía cómo se sentía respecto a sí misma. Si una persona no puede hablar con un cierto grado de confianza en sí misma, entonces no puede confiarse en ella ni ser comprendida, no puede de penderse de ella ni siquiera para decir, honestamente y con conocimiento, no.

Ahora ella había dicho, de la forma exacta pero críptica que se había convertido en algo más que un agradable chiste entre ellos, que acudía a reunirse con él. No a encontrarse o a observar o a ir con él, sino a reunirse. No a reunirse con la expedición, sino con él.

No deseaba nada con tanta intensidad en todo el tiempo y en todos los mundos. Pero había tanto ahora entre ellos, tanto extraño y privado, que pertenecía a lo que virtualmente se había convertido en sus universos alternativos, que ya no sabía si podía confiar en ella o en su propio deseo. Porque ella le había advertido (¿o era una promesa?) que había cambiado.

La Kanthaka se situó en órbita. Regresó a la cabina de pasajeros mientras el tubo de presión del cúter serpenteaba fuera de su alvéolo y se encajaba por sí mismo sobre la escotilla de la lanzadera con un sólido clunc de imanes. Hubo un sorber de aire y la pulsación de las bombas, equilibrando las presiones. Luego la escotilla interior se abrió con un pop. Dentro, Ellen flotaba sola, con un talego de lona en la mano casi tan pequeño como carente de peso. Sintió que su corazón se estrujaba.

—Tienes buen aspecto, casi tanto como un mongol —dijo ella con una pequeña sonrisa.

—Tú estás tan hermosa como siempre. —Blake tendió la mano hacia ella. Los abrazos tenían que ser cautelosos en microgravedad, y debía sujetarse con una mano a la correa de seguridad—. Ha sido mucho tiempo.

¿Parecía resistirse a su contacto, o era tan sólo su imaginación? Deseó gritar contra su miedo. El desánimo inundó sus sentidos…, luego sintió que la rigidez de ella se fundía y, al cabo de un momento, se aferraba a él como si fuera la única cosa sólida en el vórtice del mundo.

—¿Él no viene? ¿Estás sola? —preguntó Blake.

—Por ahora se quedará en el cúter.

Blake se arriesgó a soltar la correa. Rodaron lentamente en medio del aire en la cabina acolchada. Sólo oyó a medias sus susurradas palabras cuando ella dijo:

—Necesitaba tocarte más de lo que me permitía admitir.

Como respuesta, él la abrazó más fuerte.

Fueron interrumpidos por un alegre grito:

—Cuando estén listos, amigos. —El diminuto rostro de una mujer morena, el piloto, les miró a través de la escotilla de la cubierta de vuelo.

Sparta se desprendió reluctante de Blake.

—¿Sabe alguien más que estoy aquí ya?

Él dudó antes de responder.

—Un cúter de la Junta Espacial atrae todas las miradas. Ha habido rumores desde que rompieron la cuarentena. Forster creyó que no serviría de nada intentar ocultarte.

—Pero él no…

Blake asintió.

—Ha convocado una conferencia de Prensa.

Ella suspiró.

—El profesor ha estado sometido a una gran cantidad de presión —dijo Blake—. Randolph Mays lleva en Ganimedes más de un mes. Invocando los fuegos del infierno con la Junta Espacial y el Comité de Cultura porque Forster no le concede una entrevista. Forster no ha concedido una entrevista a nadie. Ha permanecido escondido durante tanto tiempo que la mayoría de los sabuesos terminaron aburriéndose y se marcharon. Pero Mays ha estado insistiendo una y otra vez.

—De modo que —asintió Sparta, en absoluto sorprendida— Forster ha decidido arrojarme a a las jaurías. —Halló un asiento y empezó a atarse a él.

Blake pareció agudamente azarado.

—Sólo una conferencia de Prensa. Luego todo habrá terminado. Él estará allí también.

—La diferencia es que a él le encantan este tipo de cosas.

—Tú puedes manejarlo. —En un tono algo menos que entusiasta, llamó a la piloto—. ¿Me necesita ahí arriba?

—No sea ridículo —respondió la mujer, y cerró firmemente la puerta de la cabina tras ella.

Un minuto más tarde los retrocohetes retumbaron y la lanzadera inició una inusualmente lenta y progresiva puesta en marcha. Blake y Sparta, sentados uno al lado del otro con los cinturones de seguridad peligrosamente flojos, no se dieron cuenta de la suave deceleración, que debían a la debilidad de su piloto hacia el romance.

Tras una alocada carrera en un buggy lunar, que incluyó dos transferencias para escapar de los telescopios espía, Sparta alcanzó la cueva de hielo bajo la cúpula de presión donde todavía aguardaba el Michael Ventris. La bodega de carga de la nave y la del equipo estaban selladas, y sus depósitos humeaban con combustible líquido. La cueva estaba vacía excepto las chozas del pequeño campamento; el Ventris estaba preparado para despegar.

Sparta se reunió con la tripulación. Para ella era casi como volver a casa: conocía no sólo a Forster, sino también a Walsh, que había pilotado cúters y la había llevado a la Luna y Marte. Y luego estaba McNeil…

—Angus, realmente eres tú. —Envolvió la mano del recio ingeniero con las dos suyas, y lo mantuvo a la longitud de su brazo mientras le miraba a los ojos—. Hallaste al fin un capitán con una gran bodega de vinos, ¿no?

Él le devolvió su mirada de complicidad.

—¿Todavía en el negocio de la inspección, inspectora?

—Y no te han hecho teniente en todos estos años, ¿no es eso lo que pedías, McNeil?

—Nunca me ha pasado por la cabeza. —El acento escocés de los dos se estaba haciendo cada vez más exagerado, mientras intentaban superarse el uno al otro—. Me siento terriblemente complacido de verte, sea cual sea tu rango ahora.

Ella soltó su mano y lo abrazó.

—Y yo me siento complacida de trabajar de nuevo contigo.

En la choza de las provisiones, Forster montó una de las espléndidas cenas que hacían sus vidas en la cueva de hielo tolerables. Sparta se sentó entre Forster y Tony Groves, y averiguó sobre Groves algo más de lo que el rápido navegante sospechaba, porque como siempre él hacía la mayor parte de preguntas. Mientras ella le contaba el relato estándar de las «afortunadas» hazañas de Ellen Troy, lo inspeccionó con un frío ojo macrozoom y un oído entrenado en las inflexiones del lenguaje, confirmando su inquietud y su osadía. Pero fue sobre la base de su agradable olor que decidió que era una persona en la que se podía confiar.

Los otros rostros nuevos en la mesa eran el pobre Bill Hawkins, que permanecía sentado envuelto en un aire lúgubre y tenía que esforzarse para decir algo agradable: afirmó que se sentía complacido de conocerla, pero Sparta sospechó que cinco minutos más tarde sería incapaz de hacer una descripción adecuada de su persona, tan ausente estaba en sus pensamientos. Cuando se disculpó temprano, Groves se inclinó hacia delante y le dijo a Sparta, en una innecesaria voz baja, lo que ella ya sospechaba.

—Está enamorado. El pobre muchacho ha sido abandonado en favor de otro. Estaba loco por la chica, y no le culpo. Es una auténtica belleza. Oh, y muy inteligente, por lo que él dice.

—Muy pronto le sacaremos estas cosas de la cabeza —gruñó J. Q. R. Forster—. Ahora que la inspectora se nos ha unido, no hay ninguna razón para retrasarnos ningún día más.

Sparta compartió la oscura y cálida choza de Blake y su estrecho camastro.

—Simplemente piensa —le susurró ella— que dentro de veinticuatro horas este pequeño lugar va a ser barrido en un torrente de fuego…, o quizás antes. —Ahogó la risa de él con su boca.

Se agitaron para conseguir algo de sitio.

—Sólo una cosa —dijo ella, vacilante—. Hay algunos lugares con los que tendrás que ir con cuidado.

—Seré cuidadoso con todos los lugares.

—Estoy hablando en serio. Aquí, y aquí… —Le mostró los resultados de su cirugía—. Son muy sensibles.

—Hum. ¿Vas a explicármelo, o tendré que aceptarlo como un artículo de fe?

—Te lo explicaré todo. Más tarde.

Mucho más tarde, Blake se sentó en el extremo del camastro, con una pierna colgando sobre el borde y observándola; a la luz de la única linterna, con la intensidad bajada a menos que el resplandor de una vela. Incluso completamente desnuda, no había nada visible a aquella excéntrica luz que revelara que aquel cuerpo de largos miembros y pequeños pechos era algo más que simplemente humano.

Para la visión sensible a los infrarrojos de ella, Blake presentaba una imagen mucho más brillante, porque brillaba con calor allá donde la sangre circulaba por sus venas. Se divirtió contemplando cómo el calor se redistribuía lentamente.

—¿Soñoliento? —preguntó.

—No. ¿Y tú?

Ella negó con la cabeza.

—Querías que te explicara. Es una historia muy larga. Algunas partes ya las has oído, pero no en el mismo orden.

—Cuéntame una larga historia. Todo lo que quieras.

En el lado más alejado de la cueva de hielo, Bill Hawkins permanecía tendido a solas en su choza y contemplaba con los ojos abiertos la absoluta oscuridad. Con la inminente llegada de la inspectora Troy, y con ello el lanzamiento del Ventris, Forster había extraído finalmente al pobre Hawkins del resplandor de los focos y lo había llevado al escondite con el resto de la expedición. Se sentía agradecido por ello. Se sentía algo menos miserable ahora que se había alejado del «Interplanetario», que en estos momentos no contenía nada más que amargas asociaciones.

No dejaba de volver a ver mentalmente las pocas horas que había pasado con Marianne, y observaba que los mismos acontecimientos parecían un poco distintos cada vez que los analizaba. Su comportamiento parecía cada vez peor.

Empezó la mañana misma después de su primera noche, cuando se reunieron en un dim sum en la plaza y ella llegó con una sonrisa que iluminaba sus verdes ojos…, directa de la agencia de viajes. Le anunció que había cancelado el resto de su Gran Tour. Él convirtió su sonrisa en furia con su desaprobación; después de todo, ¿qué pensaba hacer todo aquel tiempo sin él? Ella le respondió que hallaría algo en lo que ocuparse hasta que él volviera de Amaltea. De modo que él le había dado una conferencia acerca de ampliar sus conocimientos sobre los mundos, etc., y ella le había echado a la cara sus propias observaciones acerca de cómo dos semanas no eran suficientes para llegar a conocer Ganimedes… Él tuvo el buen sentido de retirarse, pero no antes de que ella le acusara de sonar como su madre, por el amor de Dios…

Y las cosas fueron a peor. Hawkins era del tipo que se sentía retorcido por los nudos morales acerca de si hablar o no cada vez que alguien decía algo que era muy conocido pero falso…, por ejemplo, que Venus había sido en su tiempo un cometa, o que esos antiguos astronautas alienígenas habían abierto con bulldozers caminos en el desierto peruano…, y algún perverso diablillo no le dejaba mantener la boca cerrada cada vez que ella cometía algún pequeño error, incluso los menos importantes. Ella resistió este tratamiento más tiempo quizá del que hubiera debido, porque era muy consciente de la naturaleza deslavazada de su educación.

Pero finalmente tuvo que erguirse y pelear, por su propio autorrespeto. Y fue la mala suerte de Hawkins la que hizo que lo hiciera sobre las teorías de Sir Randolph Mays. Algo acerca de Mays la sumía en el éxtasis —quizá tantos montones de hechos, su auténticamente extraordinaria erudición, como si fuera alguien que hubiera leído cinco veces lo que había leído cualquier otro hombre vivo—, y ese mismo algo sumía a Hawkins en paroxismos de ofendido racionalismo, quizá debido a que los hechos de Mays, tomados individualmente, eran inaprehensibles: era sólo la forma absurda en que los apilaba…

Cuanto más defendía ella a Mays, más lo atacaba Hawkins. Hawkins siempre ganaba las discusiones, por supuesto. Pero, en retrospectiva, parecía inevitable que Randolph Mays se presentara siempre en persona durante cualquiera de sus pequeñas discusiones.

Ahora Hawkins podía meditar a placer sobre su desastroso éxito en reducir a Marianne al silencio.