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Incluso en esta era de microminiaturización, de proteínas artificiales y ácidos nucleicos a la medida, de nanomáquinas, algunos procesos radicales todavía empezaban y terminaban con el escalpelo.

Sparta permaneció constantemente bajo los bisturíes de filo de diamante durante cuarenta y ocho horas antes de que empezara a nadar de vuelta a la consciencia. Se alzó para nacer de nuevo a través de oscuras e imprecisas profundidades hacia un círculo de luz, y estalló como Afrodita de la espuma…

… en su caso, una espuma de sangrantes burbujas que las enfermeras quirúrgicas se apresuraron a inclinarse para limpiar de las múltiples incisiones en su tórax. Las había tomado por sorpresa, despertándose por voluntad propia cuando aún se hallaba en el teatro de operaciones.

Se ocuparon de la emergencia, competentes, y al cabo de unos momentos se la llevaban sobre la camilla con ruedas. Cuando estuvo completamente despierta, múltiples factores de crecimiento habían hecho ya su trabajo: su piel era rosa y sin cicatrices, sus órganos internos no mostraban la menor inflamación; sus muchos cambios eran virtualmente indetectables.

Durante otras veinticuatro horas permaneció bajo observación, permitiendo que los doctores la controlaran en beneficio de su ética profesional y sus consciencias personales, aunque con su aguda consciencia de sí misma Sparta monitorizaba sus estados internos mucho mejor que ellos.

Desde la ventana de la habitación privada en el ala de alta seguridad de la clínica de la Junta Espacial podía ver hacia el este, a través de la sopa de guisantes de un río de algas con enormes cosechadoras de acero inoxidable posadas encima como delicadas arañas de agua, a través de las ruinas de Brooklyn en medio del cinturón verde, hasta una gris masa urbana más allá, apenas visible en el smog. Una mañana observó a través de la lodosidad cómo un sol púrpura anaranjado se bamboleaba en el cielo, y supo que había llegado el momento: estaba preparada y dispuesta.

La puerta campanilleó con suavidad. A través de la placa plana vio que el comandante estaba de pie al otro lado en el pasillo.

—Ábrete —le dijo a la puerta.

El hombre llevaba su uniforme azul de la Junta Espacial, con la insignia del rango y los delgados galoncillos y las pepitas en el cuello que indicaban la Rama de Investigación; aquel azul reflejado hacía que los duros ojos con los que la estudiaron fueran más azules aún. Su expresión se suavizó.

—Tienes buen aspecto, Troy. Me dijeron que no hubo complicaciones.

Ella asintió.

Parecía como si él quisiera decir algo más. Pero nunca había sido alguien propenso a los discursos. Y su relación había cambiado, aunque ella siguiera siendo oficialmente la inspectora Troy de la Junta de Control Espacial y él siguiera siendo oficialmente su jefe.

—El helicóptero estará listo cuando tú lo estés. Tus padres deberían estar camino del albergue.

—Vámonos.

Sin una palabra, él se echó a un lado. Ella cruzó la puerta sin mirarle. Sabía el dolor que le estaba causando, pero había transcurrido como mínimo un año desde que se había permitido mostrar algún signo externo de que le preocupara lo que él o el resto de todos ellos sentían.

Tras veinticinco años de matrimonio, Jozsef Nagy aún se comportaba a veces con relación a su esposa como el joven estudiante que era cuando se conocieron. En esos días, para reunirse con su amada bajo los árboles de primavera en Budapest, el medio de transporte que tomaba era normalmente la bicicleta. Hoy llamaba a una limusina robot gris para que le llevara a su retiro en los bosques norteamericanos.

Mantuvo la portezuela abierta para Ari mientras ella entraba y se acomodaba en los mullidos asientos de piel, tan formalmente como si se tratara de un coche tirado por caballos que él hubiera alquilado con su asignación de un mes para llevarla al teatro. El día era frío, la luz del sol brillante, las sombras nítidas en las ramas cubiertas por el rocío. Durante varios minutos el coche avanzó por el estrecho camino pavimentado que serpenteaba por los bosques primaverales antes de que ella dijera:

—Así que al final ha aceptado vernos.

—Es un signo, Ari. Su recuperación ha sido gradual, pero creo que ahora es casi completa.

—Te habla a ti. ¿Sabes algo que no me hayas dicho?

—Hablamos del pasado. Se guarda sus planes para sí misma.

—Eso sólo puede significar que ha recobrado el buen sentido. —Ari habló con decidida confianza, negándose a aceptar la duda.

Jozsef la miró preocupado.

—Quizá no debieras suponer demasiado. Después de todo, puede que esté planeando abandonar. Quizá simplemente crea que debe decírnoslo en persona.

—Tú no crees eso.

—No quiero veros a ninguna de las dos herida.

De pronto la voz de ella tuvo un asomo de ira.

—Es tu exagerada preocupación por sus sentimientos, Jozsef, lo que nos ha costado este último año.

—Debemos admitir nuestro desacuerdo sobre ese punto —respondió Jozsef con voz calmada. Su esposa había sido su colega profesional durante la mayor parte de su vida de casados; él había adquirido la habilidad de mantener sus diferencias estratégicas separadas de las personales desde un principio, pero ésa era una disciplina que ella nunca se había molestado en intentar—. Me preocupo por ti —dijo—. ¿Y si descubres que ella no hará lo que tú esperas de ella? Y por ella… ¿Y si te niegas a aceptarla tal como es?

—Cuando ella se acepta a sí misma tal como es, no podemos hacer más que estar de acuerdo.

—Me pregunto por qué sigues menospreciando a nuestra hija, cuando ella nunca ha dejado de sorprendernos.

Ari reprimió la acre respuesta que acudió de forma natural a su lengua: pese a todas sus peculiaridades —las peculiaridades de aquella joven inteligente, hermosa y malcriada de la que Jozsef se había enamorado hacía cuatro décadas—, era justa, e imparcial, y lo que Jozsef decía era cierto. Por mucho que Ari se sintiera irritada por la inortodoxia de su hija, Linda nunca había dejado de sorprenderles, ni siquiera cuando llevaba a término los deseos de sus padres.

Las puertas de hierro se alzaron ante ellos. El coche frenó sólo ligeramente mientras las puertas se abrían deslizándose sobre sus bien engrasados carriles.

—Sólo diré esto: si desea irse, debes permitirle que lo haga libremente. No es tanto de su destino como de tu voluntad que ella debe declarar su independencia.

—Eso no lo voy a aceptar, Jozsef —dijo Ari tercamente—. Nunca podré aceptar eso.

Jozsef suspiró. Hubo un tiempo en que su esposa había sido uno de los más aclamados psicólogos de todo el mundo, pero pese a todo estaba ciega a lo que impulsaba su amor hacia la gente a la que más amaba.

Un helicóptero blanco sin signos identificadores aguardaba en el tejado del edificio del Consejo de los Mundos, con sus turbinas zumbando. Unos segundos después de que Sparta y el comandante subieran a bordo, el bruñido aparato se alzó al cielo y se encaminó hacia el norte, en dirección al valle del amplio río Hudson, dejando atrás las relucientes torres y los bulevares de mármol de Manhattan.

Sparta no entabló conversación con el comandante, sino que miró fijamente hacia fuera de la cabina. Pronto los Acantilados del Hudson pasaron bajo ellos. A sus pies se extendían suaves olas verdes que fluían hacia el norte con los días que se alargaban progresivamente; los bosques de la reserva natural Hendrik Hudson se apresuraban hacia la primavera.

El helicóptero blanco giró, cruzó rápidamente el amplio río y descendió sobre los árboles que custodiaban las cimas de los acantilados. Un amplio prado se abría ante él, y allá en el césped se alzaba una masiva casa de piedra. El silencioso aparato se posó en la zona de aterrizaje frente a ella. Sparta y el comandante salieron, sin haber intercambiado ni una sola palabra y el helicóptero se alzó tras ellos. Ningún registro de su visita a la casa sobre el Hudson aparecería en ningún banco de datos.

Mientras cruzaban la flexible hierba, Sparta pensó en los meses que había pasado en aquel lugar, el «Albergue de Granito». No era una instalación de la Junta Espacial, sino que pertenecía a Salamandra, la asociación de aquéllos que en su tiempo habían estado entre los prophetae del Espíritu Libre y eran ahora sus enemigos juramentados. Salamandra se oponía al autoritario y secreto liderazgo del Espíritu Libre y a sus extrañas prácticas, pero no a sus creencias subyacentes…, no al Conocimiento. Por necesidad, Salamandra también era una sociedad secreta, porque el Espíritu Libre consideraba a sus miembros como apóstatas y había jurado matarlos.

Las dos organizaciones se habían asestado muchos golpes mortales la una a la otra. Sin saber siquiera las identidades de los combatientes, Sparta había estado en primera línea; sus heridas eran profundas. Pero, durante el último año, había permanecido lejos de todo aquello.

—Deseaba que creyeras que estábamos muertos. Entonces nada podría interferir entre tú y tu finalidad —dijo Ari plácidamente, sentada en un sillón como si estuviera entronizada, las manos unidas en su regazo. Miró de soslayo a Jozsef, que permanecía sentado erguido en una silla cercana de respaldo recto—. Tenía razones para hacer eso.

—Después de todo lo que ha ocurrido… —interrumpió Sparta; se movía irregularmente por la habitación, se detuvo para mirar al azar los lomos de los viejos libros de la biblioteca, evitando en todo momento los ojos de sus padres.

—Hubieras debido verte como yo te vi —dijo Ari—. Ardías con venganza. Dirigiste todos tus extraordinarios poderes a descubrir y destruir el enemigo. Pensabas que lo hacías por nosotros, pero en el proceso conseguiste recuperar tu auténtica finalidad. —Se sintió agitada por sus propias palabras—. Estuviste magnífica, Linda. Me sentí inmensamente orgullosa de ti.

Sparta permaneció de pie inmóvil, luchando contra una negra ira.

—Casi morí, adicta al Striaphan. Hubiera muerto sin haber conseguido nada, excepto varios asesinatos, por supuesto, si Blake no hubiera ido tras de mí.

—No hubiéramos debido dejar que las cosas fueran tan lejos —reconoció Jozsef con voz suave.

Pero Ari le contradijo.

No hubieras muerto. Al final, nada hubiera sido diferente…, excepto que no hubieras perdido tu voluntad de seguir adelante.

Sparta miró a Jozsef.

—La noche que viniste a nosotros, padre, dijiste que madre lo sentía. Te creí.

—No hubiera debido disculparse por mí —dijo Ari.

—Ari…

—Seamos honestos, Jozsef. Cuando revelaste que estábamos vivos, interferiste. Contra mis deseos.

—¿Y aún no le has perdonado por ello? —preguntó Sparta.

Ari dudó; cuando habló, su tono era frío.

—No es ningún secreto que creo que fue un serio error. Pero no es demasiado tarde para corregirlo.

Por primera vez Sparta se enfrentó directamente a su madre.

—Les llamas el enemigo, pero tú eras uno de ellos.

—Eso fue antes de que nos diéramos cuenta de la profundidad de su error, Linda —dijo Jozsef—, de lo extenso de su corrupción…

—Les diste tu permiso, madre —exclamó Sparta—. Peor aún, les ayudaste a diseñar la cosa en que me convertí.

—Mucho antes de esto, te di a luz.

Sparta retrocedió como si hubiera recibido un golpe.

—¿Quieres decir que te pertenezco?

Cuando Ari pareció momentáneamente confusa, Jozsef dijo:

—No pretende sugerir nada parecido, Linda. Quiere decir que te ha querido y ha cuidado de ti toda tu vida.

—Te estás disculpando por ella de nuevo. —Le costó un esfuerzo dejar salir el aliento—. ¿Cómo puedes hablar de mí como si yo fuera un objeto? —le dijo a su madre—. Aunque digas que lo quieres.

—Por favor, sé sensata —dijo Ari—, no es eso lo que…

Sparta la cortó bruscamente.

—En realidad, no debería…, no debería tener nada más que ver contigo.

—Quieres que te diga que estaba equivocada. Créeme, si creyera que estaba equivocada… —Ari seguía anticipando la capitulación final de su hija, pero se obligó a sí misma a aceptar las comprensibles preocupaciones de Linda—. Me temo que no puedo decir algo en lo que no creo. Como tampoco puedes tú.

Cuando Sparta se dio la vuelta sin responder, Ari lo intentó de nuevo. A buen seguro Linda —una muchacha maravillosa, poseedora de una rápida inteligencia y fuertes instintos— podía ver no sólo la necesidad sino la grandeza del proceso evolutivo al que todos ellos servían.

—Te quiero, Linda. Creo que fuiste elegida para la grandeza.

—Elegida por ti —dijo Sparta tensamente—. ¿Es por eso por lo que decidiste tenerme?

—Oh, querida, no fuiste elegida por mí ni por ningún ser humano. Creo que la historia nos trajo hasta este punto. Y que tú eres el foco de la historia.

—¿La historia tal como es controlada por el Pancreator?

—Nosotros no usamos esa palabra…, es su palabra —dijo Jozsef—. La comprensión de tu papel llegó más tarde, por favor, créenos. Cuando tuviste seis o siete años. Ya habíamos iniciado SPARTA. —El proyecto para la evaluación y mantenimiento de recursos de aptitud específicos, había sido fundado por Jozsef y Ari para probar que cualquier humano normal está poseído por múltiples inteligencias, no un simple algo llamado C. I., y que con el tipo correcto de educación pueden optimizarse muchas inteligencias. Su propia hija fue el primer sujeto del programa experimental, y en ella creían haber tenido éxito en toda la extensión de sus mayores esperanzas.

—Al principio nos sentimos reluctantes. Intentamos protegernos contra nuestros propios deseos. Pero los signos eran inconfundibles. —El tono de Ari era casi suave, admitiendo completamente la necesidad de su hija de comprender—. Cuando Laird vino a nosotros, vimos que no éramos los únicos en reconocer tu potencial.

—Así que me enviasteis al diablo.

—No me siento demasiado orgullosa de admitir… —Su voz se desvaneció.

Miró a su esposo, que asintió con la cabeza.

—Adelante, sigue.

—… que hemos cometido errores —terminó Ari—. Muchos y profundos errores, Linda, de los que ambos nos lamentamos.

—Madre, todavía sigues ciega al mayor error de todos. ¿Por qué crees que finalmente acepté verte? ¿Qué pensaste que iba a decirte hoy?

Ari alzó una ceja.

—Bueno, que habías pensado en todos esos asuntos y habías llegado a la necesaria conclusión. Que estabas dispuesta a seguir adelante.

—¿Qué crees que implica seguir adelante?

—Para aquéllos de nosotros que hemos luchado por comprenderlo, el Conocimiento es explícito acerca de lo que se necesita. —Era la pregunta que Ari se había preparado mejor para contestar—. Primero, por supuesto, debemos restaurar tus poderes. Tienes que ser capaz de ver tal como nosotros definimos ver, y escuchar, y sentir, y comprender las señales químicas, y sentir y comunicarte directamente por microondas…

—Ahórrame todo el catálogo. Es cierto que vine para deciros que seguiré adelante.

Ari no dijo nada, pero sus ojos brillaron. Jozsef carraspeó nervioso.

—Me resistí a la decisión hasta ahora por…, por un montón de razones. La humillación de este momento probablemente me frenó más que cualquier otra cosa. —La mirada de Sparta derivó hacia arriba, e inclinó la cabeza hacia atrás como si hallara algo fascinante que ver en el techo; estaba intentando impedir que las lágrimas rodaran por sus mejillas—. ¡Y qué patético comentario sobre mis confusas prioridades! Poner mi reluctancia a enfrentarme a la actitud insufriblemente superior de mi madre por delante del bienestar general.

—Yo no…

—No me interrumpas, madre. He decidido que no puedo dejar a Blake y a los otros ahí fuera a sus únicos medios.

—Linda, pienses lo que pienses de mí, me siento muy orgullosa…

Sparta la interrumpió de nuevo.

—No comprendes el Conocimiento mejor que el Espíritu Libre, madre. Tú y padre, y el comandante y los demás…, no puedo imaginar nada más grande que el regreso del Pancreator. No puedes pensar más allá de eso, de lo que puede implicar. El Espíritu Libre desea mantenerlo secreto, mantener el Paraíso sólo para ellos. Tú deseas hacerlo público…, bajo tus propios términos, por supuesto. Pero te diré esto: todo el asunto es mucho más complejo y serio de lo que crees.

Jozsef estudió curiosamente a su hija, pero la sonrisa de Ari era condescendiente.

Sparta captó su mirada.

—Estoy malgastando el aliento contigo. Algunas cosas se harán obvias sólo en retrospectiva.

—Tu insolencia no es muy digna, querida —dijo Ari con voz suave.

Sparta asintió con la cabeza.

—Mi programa de terapia probablemente lo llamaría un signo de humanidad. No es que mi humanidad personal signifique alguna diferencia ahora. —Tragó saliva—. Cualquier entrometimiento podría dañar seriamente la misión. Y mi vida. Dije que ninguno de vosotros comprende el Conocimiento. Vuestra ignorancia ha sido la fuente de mucha confusión. Esa cosa horrible que pusieron bajo mi diafragma…, una de vuestras llamadas mejoras, por culpa de la cual casi hallé la muerte: las microondas fueron perfectamente inútiles, las medusas sabían qué buscar. Y algunas cosas que hubieran debido no lo sabían.

—Sea como sea —dijo Ari con frialdad—, los mejores cirujanos se hallan disponibles para nosotros tan pronto como tú…

—He pasado los últimos tres días en la clínica. Todo lo que necesitaba hacerse ya se ha hecho. Le he dicho al comandante que se ocupe de que ni padre ni tú, especialmente tú, hagáis ningún esfuerzo por comunicaros con los cirujanos. Mi vida es mía.

Ari se envaró.

—Linda, no puedes hablarme de este modo. —Sus manos abandonaron su regazo; sus uñas se clavaron en el cuero de los brazos del sillón—. Mi papel en estos asuntos, como el tuyo, está claramente definido.

—Tú y yo no vamos a discutir de nuevo este asunto hasta que mi misión haya sido completada. Siempre que desees verme, siempre que creas que tenemos algo más de lo que hablar…, yo vendré a ti. Ahora debo irme. —Se dio la vuelta Pero entonces su máscara de acero resbaló—. A menos que haya algo… que creas que debería saber.

—¡Linda, por favor! —La confusión de Ari había abrumado su furia, pero se dio cuenta de que no había nada a ganar discutiendo ahora. Quizá más tarde… Se puso en pie, se alzo de su silla como si abdicara de su trono—. Querida, ¿qué ha sido de ti?

En la mente de Sparta, compasión y crueldad compitieron por formar una respuesta; resistió ambas. Con los hombros encajados, dio la espalda a sus padres y salió rápidamente de la biblioteca.