Durante toda la tarde, tras su embarazoso almuerzo con Blake Redfield y su extraño amigo local, Hawkins y Marianne vagaron por los corredores de la exótica ciudad, libres de todo itinerario. Visitaron los lugares turísticos más famosos: un paseo por los concurridos jardines de hielo, un recorrido en sampán por los canales llenos de helados vapores flanqueados de tiendas para turistas…, y hablaron de lo que Hawkins sabía de los mundos: de sus primeros deseos de ser xenoarqueólogo cuando era aún muy joven, de sus viajes de vacaciones a Venus y Marte, de sus estudios bajo el profesor Forster. La historia de la Cultura X era virtualmente un hueco vacío, le dijo, aunque se sabía que seres que hablaban —o al menos escribían— su lenguaje habían visitado la Tierra en la Edad del Bronce, mientras otras referencias hacían parecer como si el hecho hubiera ocurrido al menos mil millones de años antes que eso.
Y el lenguaje de la Cultura X presentaba muchas más dificultades de las que cualquier lego podría llegar a creer, en estos días de traducciones computerizadas. Porque los ordenadores traducían según las reglas que habían sido programadas en ellos, no importaba lo bien que pudieran comprender lo que decían (y algunos ordenadores eran lo suficientemente listos como para comprender mucho); diferentes reglas basadas en suposiciones distintas daban como resultado significados distintos, y así cada traducción era como la invención de un nuevo lenguaje. La relación que el programa de Forster para el habla de la Cultura X tenía con el lenguaje perdido, y en especial con sus sonidos, era un asunto de constante discusión.
—¿Forster discute esto? —preguntó Marianne astutamente.
—Discute las discusiones de otras personas —dijo Hawkins con una sonrisa—. Él, por supuesto, considera el asunto cerrado.
Llegó la tarde. Milagrosamente, ambos estaban alojados en el mismo lujoso hotel, y Marianne no dejó que Hawkins se quedara sin cosas de las que hablar durante la cena, ni después.
—Suba arriba conmigo —dijo, cuando hubieron dejado sobre la mesa sus vacías tazas de café.
—Bueno, por supuesto que subiré con usted. ¿Acaso no estamos en el mismo…?
—Oh, cállese, Bill. Piense un minuto en ello. Piense si desea… De acuerdo, ése es el tipo de persona que es usted. De modo que diga sí o no. —Sonrió perversamente—. Yo preferiría que fuera sí.
—Oh, por supuesto. —Enrojeció—. Quiero decir, sí.
Las habitaciones del «Interplanetario» eran pequeñas pero lujosas, con montones de suaves alfombras de algodón que cubrían los suelos de caña trenzada y pantallas de madera de sándalo agujereada en los rincones; una cálida luz amarilla, muy baja, brotaba de la miríada de aberturas del calado como dibujos de estrellas. En medio de aquella gasa de luz, sin ninguna ropa encima, con sus miembros largos y suaves y musculosos y la brillante oscuridad fluyendo en su pelo y reflejándose en sus ojos y tocando los lugares misteriosos de su cuerpo, Marianne estaba tan hermosa que Bill Hawkins no pudo pensar en absolutamente nada que decir.
Pero, mucho más tarde, ella empezó a murmurar preguntas de nuevo. Pasaron la noche en arranques de interrogatorio mutuo.
—¿Es usted la señora Wong? —preguntó Randolph Mays a la mujer del traje de seda verde con cuello alto.
Ella le lanzó una dura mirada, luego forzó una sincera e inhabitual sonrisa.
—¡Señor! Me siento muy honrada de conocerle, Sir Randolph Mays.
—El honor es mío —dijo Mays, y estrechó la pequeña y musculosa mano de la mujer—. Tengo entendido que es usted la propietaria de este precioso establecimiento. —Abrió las manos en un gesto amplio que abarcara el interior del Café de los Estrechos. A aquella hora de media mañana estaba vacío, excepto una muchacha que fregaba hoscamente el suelo.
—Puesto que mi esposo murió hace casi diez años, soy la única propietaria, sí. —Aplastó un cigarrillo a medio fumar, manchado de lápiz de labios, que estaba perchado en un grueso cenicero de cristal sobre el mostrador. Fumar era una costumbre rara en los ambientes controlados, prohibido en algunos, pero la señora Wong era propietaria del aire dentro de aquellas cuatro paredes—. Venga, siéntese. —Sus modales traicionaron una punta de impaciencia—. Haré que nos traigan un poco de té. Podemos charlar.
—Encantado.
—¿Qué tipo de té le gusta?
—Darjeeling —dijo Mays—. O cualquier otro que usted me recomiende.
La señora Wong dijo algo en chino a una muchacha en la máquina de carga. Llevó a Mays a una mesa redonda frente a la pared acuario. Él y el pez más feo que jamás hubiera visto se miraron el uno al otro; Mays parpadeó primero y se sentó.
La llegada no anunciada de Mays al «Hotel Interplanetario» de Ganimedes había lanzado los chismorreos locales a una furia de especulación, pero se dieron cuenta rápidamente de que debía de haber viajado en el Helios bajo un nombre supuesto, presumiblemente de incógnito. Tras haberse registrado en el «Interplanetario» bajo su propio nombre y con su propio rostro, se habían necesitado sólo unas horas para que la noticia circulara por toda la comunidad.
Los huéspedes más atrevidos del hotel lo abordaban para pedirle autógrafos cada vez que aparecía en público. Les complació, y respondió a sus preguntas explicando que su propósito —no, el deber que se había impuesto— era investigar al profesor J. Q. R. Forster y todos los aspectos de la expedición a Amaltea. La noticia de las intenciones de Mays viajó tan rápido como la noticia de su llegada.
Para la galería, Mays hizo uno o dos intentos de contactar con la expedición de Forster, que había establecido su cuartel general oficial en el distrito indio de la ciudad, pero nadie respondió a sus llamadas por el fonoenlace excepto el robot de la oficina, que siempre afirmaba que todo el mundo estaba fuera. Como Mays no tardó en saber por sus amistades entre la Prensa interplanetaria, Forster y su gente no habían sido vistos desde su llegada; la mayoría de los periodistas habían llegado a la conclusión de que Forster no estaba en Ganimedes. Quizás estuviera en alguna otra luna, Europa por ejemplo. Quizás estuviera en órbita. Quizás había partido ya hacia Amaltea.
Mays ni se sorprendió ni se preocupó. Su fama era un imán, y por supuesto gente con información que ofrecer no tardó en llamarle…
La señora Wong encendió otro cigarrillo y lo sostuvo entre unos dedos que alardeaban de unas uñas lacadas de rojo de un par de centímetros de largo.
—Se sentaron en esta misma mesa —le dijo, al tiempo que se inclinaba hacia atrás y lanzaba una nubecilla de humo contra el bacalao al otro lado del cristal—. El señor Redfield, sé que trabaja para el profesor, estaba hablando con esa persona, Lim. Hablaban en chino. El señor Redfield habla muy bien el cantonés.
Aunque la señora Wong consideraba esto una hazaña muy inusual, Mays no mostró ninguna sorpresa.
—¿Quién es esa persona, Lim? —preguntó.
—Luke, el hijo de Kam, «Construcciones Lim e Hijos». Pelo largo, viste como un cowboy. No bueno.
Mays alzó una impresionante ceja, invitando a más, pero la señora Wong o bien no deseaba dar ejemplos del mal comportamiento de Luke Lim o no tenía nada específico que añadir.
—¿De qué hablaron? —preguntó.
—Por lo que decían, creo que Lim le vendió al señor Redfield su viejo topo de los hielos.
—¿Topo de los hielos?
—Una máquina de excavar túneles diseñada especialmente para aquí…, donde el hielo es muy frío y la gravedad muy baja. Y hablaron acerca de alguna otra cosa que el profesor está comprando en alguna parte. No oí qué. Luego llegaron otros dos. —La señora Wong se quitó una hebra de tabaco de la punta de la lengua.
—Por favor, siga.
—Un tal señor Hawkins, creo que también trabaja para el profesor, y una chica joven llamada Marianne. Sólo de visita.
—Ah, Marianne —dijo Mays.
—¿La conoce?
—No muy bien —respondió. Se reclinó hacia atrás en su silla para evitar una nueva emisión de asfixiante humo de cigarrillo—. ¿Qué se dijeron los cuatro?
—El señor Redfield no parecía muy feliz, creo. No quería hablar. A los pocos minutos se fue con Lim. Luego el señor Hawkins intentó impresionar a la chica. Dijo que probablemente el profesor deseaba comprar un topo de los hielos para explorar bajo la superficie de Amaltea. Y también un submarino.
La expresión de Mays se volvió rígida por un momento.
—¡Oh! —Luego asintió juiciosamente—. Un submarino, por supuesto. ¿Qué más?
—Luego comieron. Hablaron acerca de lugares que visitar, otras cosas. Acerca de usted y sus programas de vídeo.
—¿De veras?
—Al señor Hawkins no le gustan sus programas. Habló mucho acerca de que usted está equivocado y que el profesor tiene razón, y al cabo de poco aburrió a la chica. Creo que no tiene mucho éxito con las chicas.
La señora Wong siguió hablando unos momentos más, pero Mays se dio cuenta pronto de que ya había dicho todo lo que sabía y que valía la pena. Cuando abandonó el Café de los Estrechos, un montoncito de arrugados y viejos dólares norcontinentales de papel —con valores de cien y mil, indetectables a través de la red de crédito— quedaron en la mesa a sus espaldas.
El festival budista estaba en pleno apogeo en los corredores. La ciudad parecía celebrar un festival de algún tipo cada día, y la mayoría de ellos no eran para turistas: el lugar hormigueaba con devotos fanáticos. Mays se abrió camino por pasadizos que resonaban con las tiras de fuegos artificiales que estallaban, en medio de un aire denso y azul lleno de humo acre; guirnaldas y serpentinas y volutas de humo eran absorbidos por los ventiladores de renovación que trabajaban a toda potencia. Excitados niños correteaban junto a sus largas piernas. Alcanzó la plaza central. Un mar de monjes vestidos de azafrán se abrió ante él, y de pronto allá estaba la falsa fachada de piedra del «Interplanetario», llena de florones y poderosas estatuas incrustadas, imitando al Angkor Vat.
El vestíbulo era un lugar más frío y más tranquilo, pero no mucho. Pasó junto al conserje y entró en el ascensor, eludiendo una masa de hombres de negocios con ansia de autógrafos en sus ojos para buscar la intimidad de su habitación. Pero apenas había dejado que la puerta se cerrara por sí misma a sus espaldas que su fonoenlace sonó.
—Aquí Randolph Mays.
—El señor Von Frisch, señor, de «Ingeniería Industrial y Aeroespacial Argosy». ¿Debo pasar la comunicación?
Aquel hombre, Von Frisch, había llamado dos veces antes, pero él era tan escurridizo como Forster y todavía no habían establecido contacto.
—Por supuesto, pásela.
La voz en el fonoenlace sonó distorsionada por un desmodulador comercial de un solo sentido; la pantalla siguió vacía.
—Por fin podemos comunicarnos, Sir Randolph.
—Bajo las circunstancias esto es decir mucho, Frisch…, le pido disculpas, señor Von Frisch.
—Sí, bueno. Éste es un mundo duro, Sir Randolph. Mejor estar seguros y todo lo demás.
—¿Cuáles son sus asuntos, señor?
—La «Argosy» se encarga de la gestión de equipos, entre otras cosas.
—Conmigo. Sus asuntos conmigo.
—Recientemente he participado en una transferencia de propiedad más bien interesante con alguien que está planeando una expedición a Amaltea. Pensé que tal vez a usted le interesara saber algo más al respecto.
—Déjeme suponer. Le ha vendido usted al profesor un submarino.
Von Frisch, que evidentemente no era ningún aficionado, consiguió contener cualquier sorpresa que hubiera llegado a experimentar.
—Puede suponer todo lo que desee, Sir Randolph. Pero si desea hechos, deberíamos hablar.
—De acuerdo. ¿Dónde y cuándo?
Una vez tomadas las disposiciones pertinentes, Mays cortó la comunicación. Se echó en la cama y depositó sus grandes pies sobre la colcha. Entrelazó los dedos en su nuca, miró al techo y consideró su próximo movimiento.
Mays había averiguado de la señora Wong que Hawkins ocupaba una habitación en aquel mismo hotel. No pasaría mucho tiempo antes de que los sabuesos de la Prensa supieran eso. Era evidente que Forster y sus amigos habían arrojado a Hawkins a los periodistas deliberadamente: la gente del profesor no tenía a todas luces mucho trabajo que darle, excepto desviar la atención de sí mismos. Mays les llevaba unas pocas horas de ventaja a sus, hum, colegas, pero él jugaba a un juego mucho más profundo que ellos. E iba tras una presa mucho más grande que Hawkins.
Nada de lo que sabía sugería que Hawkins fuera algo más que el miembro menos importante del equipo de Forster, un antiguo alumno del profesor que muy probablemente había sido reclutado sobre todo por la riqueza y los contactos de su familia —y quizá de una forma secundaria por sus anchas espaldas—, pero sólo incidentalmente por su conocimiento del lenguaje de la Cultura X, que había aprendido a leer del propio Forster. Hawkins, naturalmente, creía que su habilidad lingüística y su agudeza intelectual eran las razones para el honor que su antiguo maestro le había conferido.
Era un joven bastante brillante, pero era muy testarudo y, como ocurría a menudo con ese tipo de personas, fundamentalmente tímido. No era tampoco del tipo conferenciante; si tuviera que hablar sobre ese tema, podría llegar a ser incluso encantador al principio. Pero no sabría cuándo dejar de hablar, o cómo terminar, una vez se le hubieran agotado todas las cosas que tenía que decir. Así, las ventajas sociales que podía llegar a tener se habían convertido a menudo en inconvenientes. Era vulnerable.
Marianne Mitchell estaba también hospedada en el «Interplanetario». Para conseguir una introducción efectiva ante una mujer que era dos décadas más joven que él, ayudaba a Mays el saber que era una de sus fans. Y que tenía una enorme sed de conocimiento.
Era esencial que los abordara juntos. Mays se situó en el bar del hotel, sin hacer ningún intento de ocultarse; como consecuencia de ello, durante la mayor parte de un día y buena parte del siguiente firmó libros y servilletas de cóctel, incluso fragmentos escogidos de lencería, hasta que la habitual cosecha de buscadores de autógrafos quedó saciada. Su paciencia se vio recompensada: a última hora del segundo día de su guardia entraron Hawkins y Marianne, se sentaron y pidieron unos cócteles. Les concedió diez minutos ininterrumpidos. Luego…
—Usted es el doctor William Hawkins —dijo, saliendo bruscamente de las sombras y sin perder tiempo en sutilezas.
Hawkins alzó la vista de lo que no parecía una conversación feliz con Marianne.
—Sí… ¡Oh! Usted es…
—Si uno tuviera que contar el número de personas que ni siquiera pueden empezar a leer el infame manuscrito marciano, necesitaría tan sólo una mano para hacerlo. Y usted sería uno de los contados —dijo Mays, con aspecto de estar inmensamente complacido consigo mismo—. Pero disculpen, me llamo Mays.
—Por supuesto, Sir Randolph. —Hawkins casi volcó su silla al ponerse en pie—. ¿No quiere sentarse? Ésta es mi amiga, la señorita…
—Terriblemente descortés —dijo Mays—. Tendrán que disculparme.
—… Mitchell.
—Marianne —dijo Marianne con voz dulce—. Es un honor conocerle, Sir Randolph.
—Oh, ¿de veras?
—De veras, sí. Bill y yo hemos estado hablando mucho de usted. Creo que sus ideas son tan fascinantes.
Mays lanzó a Hawkins una rápida mirada; después de oír esto de la mujer a la que había intentado impresionar catalogando las estupideces de Mays, Hawkins se dio cuenta de pronto de lo incongruentes que eran sus propios sonidos obsequiosos. Enderezó con brusquedad su silla y se sentó.
—Es estupendo oírle decir esto…, ¿Marianne? —Un rápido asentimiento de su reluciente cabeza morena afirmó que Mays tenía permiso para usar su nombre de pila—. Si hay algún secreto de mi éxito con el público, es simplemente que he conseguido enfocar la atención sobre algunos grandes pensadores del pasado, olvidados desde hace demasiado tiempo. Toynbee, por ejemplo. Como sin duda usted ya sabe.
—Oh, sí, Arnold Toynbee. —La muchacha asintió de nuevo, más vigorosamente. Había oído hablar de Toynbee…, sobre todo a Bill Hawkins.
—¿Está sugiriendo, Sir Randolph —sugirió Hawkins por él—, que, como Newton, si ha visto hasta más lejos es porque está subido sobre los hombros de gigantes?
—Hummm…, bueno…
Hawkins era todo mal humor y no disimulado resentimiento.
—He oído que Isaac Newton hizo esta observación para insultar a su rival, Robert Hooke…, que era un enano.
—En ese caso, aparentemente yo soy menos parecido a Hooke que a Newton.
Marianne rio, encantada.
Hawkins enrojeció; ella no se reía con él.
—Llamaré a una camarera. —Alzó una mano y miró a su alrededor.
—Bill dice que está usted aquí para investigar la expedición del profesor Forster a Amaltea —dijo Marianne a Mays.
—Correcto.
—Bill dice que no es más que una expedición arqueológica.
—Quizás el profesor no se lo haya dicho todo a Bill —observó Mays.
Ella insistió.
—Pero ¿cree usted realmente que el profesor forma parte de una conspiración?
—Lo cree, Marianne —dijo Hawkins preocupado, con la mano aún en el aire.
—Me temo que mis puntos de vista sobre este tema no han sido transcritos con exactitud —respondió Mays—. No he acusado al profesor Forster de formar parte de una conspiración, sólo de saber más de lo que le dice al público. Francamente, sospecho que ha descubierto un secreto que el Espíritu Libre ha mantenido celosamente guardado durante siglos.
—¡El Espíritu Libre! —exclamó Hawkins—. ¿Qué es lo que puede tener que decir una superstición con siglos de antigüedad acerca de un cuerpo celeste que era desconocido hasta la década de los 1880?
—Exacto —dijo Mays amistosamente.
Apareció la camarera, vestida con un elaborado traje de bailarina de un templo balinés.
—¿Qué tomará usted? —preguntó Hawkins a Mays.
—Té helado, estilo Thai —dijo Mays.
—Dos más de éstos aquí —dijo Hawkins, y señaló los altos vasos de ron que él y Marianne habían estado bebiendo.
—No para mí —se apresuró a corregir Marianne. Su vaso estaba todavía más de medio lleno. La camarera asintió delicadamente con la cabeza y se fue.
—Preguntaba usted acerca de supersticiones con siglos de antigüedad, doctor Hawkins —dijo Mays con voz suave; dirigió toda su atención al otro hombre—. Antes de responder a su pregunta, déjeme preguntarle primero si puede decirme usted: ¿Por qué los templos subterráneos del culto del Espíritu Libre tienen la constelación meridional de la Cruz pintada en sus techos…, cuando en la época en que fueron construidos los más antiguos de ellos nadie en el hemisferio septentrional conocía la configuración del cielo meridional? ¿Y qué secretos exactamente intentaban ocultar esos dos astrónomos en la Luna cuando conspiraron para destruir los radiotelescopios de la Otra Cara, que estaban apuntados hacia la constelación de la Cruz?
—Que los alienígenas son de la Cruz, y que están volviendo —dijo Marianne con satisfacción.
—Oh, Marianne —gruñó Hawkins.
—Una hipótesis muy razonable —dijo Mays—. Una entre muchas.
—Incluyendo la coincidencia, que en un mundo probabilista no sólo es posible sino inevitable. —Si Hawkins no hubiera estado tan encendido, se hubiera detenido aquí—. ¿Y qué indicios puede tener el profesor Forster relativos a estos alienígenas vivos… que no quiere compartir con el resto de su equipo? —Dándose cuenta demasiado tarde de que había todo tipo de cosas que alguien en la posición de Forster desearía mantener en secreto de sus rivales académicos.
Pero Mays declinó de nuevo un ataque frontal.
—En cuanto a eso, en realidad no lo sé. Le aseguro, sin embargo, que no habrá secretos cuando yo descubra lo que el profesor se está guardando para sí. —Mays anudó sus velludas cejas, pero había una especie de burla en su desafío—. Quizá debiera considerar usted esto como una justa advertencia, señor. Tengo intención de seguir todos los indicios.
—No habrá ningún indicio que conduzca a un secreto inexistente.
—Doctor Hawkins, es usted un hombre tan… directo, que estoy seguro de que se sorprenderá ante lo que ya he descubierto. Por ejemplo, que el profesor Forster ha adquirido un pequeño topo de los hielos y un submarino europano…, herramientas que proporcionan a su expedición capacidades que van mucho más allá del alcance de sus metas declaradas de exploración.
Hawkins se sorprendió realmente, y fue incapaz de ocultarlo.
—¿Cómo sabe usted esto?
Mays respondió con otra pregunta.
—¿Puede usted ofrecer una explicación franca y directa de esas más bien extrañas adquisiciones?
—Bien, por supuesto —dijo Hawkins, aunque no estaba seguro de cómo había sido maniobrado hasta una posición de tener que defenderse por sí mismo—. Amaltea es obviamente un lugar distinto de lo que parecía cuando el profesor presentó su proposición. La geología subsuperficial…
—… puede ser comprendida con técnicas de imágenes sismográficas convencionales. Quizá ya es comprendida. La Junta Espacial lleva observando Amaltea desde hace más de un año —dijo Mays—. No, doctor Hawkins, el profesor Forster desea algo más que una exploración de la superficie de Amaltea o una imagen de su interior. Está buscando algo…, algo debajo del hielo.
Hawkins se echó a reír.
—La civilización enterrada de los antiguos astronautas de la Cruz, ¿es eso? Muy imaginativo, Sir Randolph. Quizá debería escribir usted guiones para vídeos de aventuras en vez de documentales. —Era una torpe observación juvenil. Ante el evidente desánimo de Hawkins, Marianne no se molestó en ocultar su desdén…
Días más tarde, Mays todavía podía sonreír triunfante al recuerdo de aquel momento. Cuando Hawkins abandonó la mesa, unos instantes después, había recuperado apenas lo suficiente de su dignidad como para evitar dar falsas excusas.
—Resulta claro que tienes más cosas de las que hablar con Sir Randolph que conmigo —le dijo a Marianne—. Sería grosero por mi parte intentar interferir.
Y de hecho, tenían más de lo que hablar. Mucho más.