Bajo el hielo del Océano sin Orillas, la noche transcurría según el conteo artificial de las horas y la mañana llegaba como un reloj. La mañana cambiaba imperceptiblemente a la tarde.
Luke Lim, tras haberse saltado el desayuno y luego el almuerzo a fin de proseguir su cometido por los corredores comerciales y callejones secundarios —era una de las formas que le ayudaban a mantener su delgado encanto— tiró pensativamente de los revueltos pelos de su barbilla mientras estudiaba el desnudo holográfico de una mujer asiática en el calendario de la pared. La mujer estaba arrodillada, inclinada hacia delante con una sonrisa inocente en sus labios pintados de rojo, y tenía una flor de loto de un blanco muy puro en su regazo, en cuyo dorado corazón brillaban la fecha y la hora. El estómago de Luke gruñó.
Bajó la vista unos pocos centímetros del calendario y se halló mirando el sudoroso rostro y los evasivos ojos de un hombre rubio sobrealimentado sentado en un sillón giratorio, que reordenaba hojas de papel amarillo sobre su escritorio. Durante medio minuto los dos hombres permanecieron sentados sin pronunciar palabra, casi como si fueran un par de amantes de la música intentando concentrarse en las discordancias y gemidos de la ópera china que se filtraba por la delgada pared que les separaba de la barbería de la puerta contigua. Luego el fax en el anaquel hizo bip y escupió otra hoja de papel.
El hombre gordo gruñó y se inclinó peligrosamente a estribor sobre el brazo de su sillón para coger el papel de la bandeja. Lo miró, gruñó de nuevo, y se inclinó a babor por encima del atestado escritorio para tendérselo a Luke, que lo dobló y se lo metió en el bolsillo del pecho de su camisa de trabajo.
—Es un placer hacer negocios con usted, Von Frisch. —Luke se puso en pie para marcharse.
—Por una vez no puedo decir lo mismo —gruñó el hombre gordo—. Lo cual sugiere que está gastando usted el dinero de otra persona.
—Será mejor que guarde sus suposiciones para usted mismo.
—Por supuesto, amigo mío. Con placer. Pero ¿qué otra persona en nuestra pequeña ciudad creerá que «Lim e Hijos» necesita un submarino sólo para cumplir con un contrato municipal de mantenimiento de un depósito?
—Nadie necesita creer nada, si nunca oye hablar de ello —Luke se detuvo en la puerta en la pared opaca y, como movido por un impulso, tanteó en el bolsillo de atrás de sus pantalones de lona. Sacó un desgastado estuche de piel para chips y extrajo una tarjeta de crédito color plata—. Sé que nos hemos ocupado de su bonificación, pero casi olvidé su bonificación sobre la bonificación.
Adelantó el brazo y cogió la unidad de infoenlace de plástico negro llena de huellas de dedos de encima del escritorio y metió la tarjeta en la ranura.
—Digamos un dos por ciento del neto, pagadero al mes de la entrega. —Luke retiró la tarjeta y volvió a guardarla en el estuche—. Si por aquel entonces no he oído rumores en los corredores acerca de la venta de un sub europano.
—Su generosidad me abruma —dijo el hombre gordo, aunque hizo un buen trabajo en ocultar su sorpresa—. Puede estar seguro de que cualquier cosa que pueda oír no habrá salido de mi gente.
Luke señaló con la cabeza el chip de vigilancia en una esquina del techo.
—De todos modos, por si acaso, he frito ese mirón.
El hombre gordo gruñó.
—No importa, tampoco funciona.
—¿De veras? —Luke exhibió su sonrisa burlona—. Es su dinero. —Se volvió y cruzó la puerta.
Von Frisch calculó al instante la cantidad que representaba el intento de soborno de Luke; creía saber dónde podía vender la información por más. Al menos valía la pena intentarlo, y con un poco de suerte y algo de discreción, Luke nunca llegaría a saberlo.
El hombre gordo aguardó hasta que Luke tuvo tiempo de abandonar la correduría y desaparecer entre la multitud de fuera. Entonces pulsó un botón que desopacificaba la partición; en la oficina de fuera, su personal de dos empleados masculinos de mediana edad y aspecto acosado se dieron cuenta de pronto de que estaban una vez más bajo la mirada del jefe y se inclinaron con dolorosa concentración hacia sus pantallas.
Tecleó en el interenlace de la oficina y descargó el contenido del chip de vigilancia a otro chip, luego borró las últimas veinticuatro horas de vigilancia. Con el negro chip sostenido en una gordezuela mano, tecleó un número en el fonoenlace con la otra; como los de la mayoría de negocios, aquel fonoenlace estaba equipado con un desmodulador unidireccional para impedir, o al menos dificultar, el rastreo.
—«Hotel Interplanetario» de Ganimedes —dijo una operadora robot—. ¿En qué puedo ayudarle?
—La habitación de Sir Randolph Mays.
—Veré si está registrado, señor.
—Está registrado. O lo estará pronto.
—Le paso, señor.
Frescos tras dos días de cuarentena, Marianne Mitchell y Bill Hawkins se hallaron aplastados contra un rincón junto a una carga completa de pasajeros en una cabina de ascensor que descendía hasta el corazón de la ciudad del Océano sin Orillas. Los últimos treinta metros del lento descenso fueron por el interior de un tubo de cristal autosustentado a través del eje de la cúpula central de la ciudad subterránea. La vista se abrió de pronto ante ellos, y Marianne jadeó ante la sorprendente masa de gente en el suelo allá abajo.
La multitud entraba y salía por cuatro grandes puertas, silueteadas en oro, encajadas en las paredes cuadradas sobre las que parecía descansar la cúpula, aunque el cascarón de obra era en realidad un falso techo suspendido en un hueco excavado en el hielo. A medida que la cabina del ascensor disminuía su marcha, Marianne pudo mirar hacia arriba y ver el enorme, intrincado y elaboradamente pintado mandala estilo tibetano que cubría la superficie interna de la cúpula.
—No se puede ver el suelo con esa multitud —dijo Hawkins—, pero si pudiera, podría ver un enorme Shri-Yantra hecho de cerámica.
—¿Y eso qué es?
—Un dispositivo geométrico, una ayuda para la meditación. Un cuadrado exterior, un loto interior, triángulos entrelazados en el centro. Un símbolo de la evolución y la iluminación, un símbolo del mundo, un símbolo de Shiva, un símbolo de la diosa progenitora, el yoni…
—Espere, me empieza a dar vueltas la cabeza.
—En cualquier caso, un símbolo con el que se hallan a gusto tanto budistas como hindúes. Por cierto, se supone que el pozo de este ascensor representa el lingam en el yoni.
—¿El lingam?
Hawkins tosió, embarazado.
—Otro objeto de meditación.
—De alguna forma, esa gente no parece que esté meditando. Yo diría que más bien están comprando.
La cabina celeste se detuvo y las puertas se abrieron.
—Si nos separamos, diríjase a la puerta este…, la de ahí. —Hawkins apenas tuvo tiempo de pronunciar las palabras antes de que los dos fueran expelidos a la multitud.
Marianne mantuvo una presa firme sobre su brazo. La alegró que él supiera a dónde iba; estaba segura de que hubiera sido incapaz de encontrar por sí misma el restaurante que Blake Redfield le había indicado sin que Hawkins la guiara.
Tras hallar la corriente adecuada en el flujo humano, cruzaron la puerta este y penetraron en un estrecho pasadizo que pronto se bifurcó, luego se dividió de nuevo. Estaban en lo que parecía una conejera o un hormiguero de curvados túneles y pasadizos, atestados de gente, que trazaban espirales hacia arriba y hacia abajo y se entrecruzaban a intervalos inesperados y aparentemente al azar. A Marianne los rostros amarillos y morenos a su alrededor, sin embargo, no le evocaban comparaciones con conejos u hormigas: era demasiado hija del muy (aunque de forma superficial) tolerante siglo XXI como para que los fáciles prejuicios del racismo del siglo XIX tuvieran alguna fuerza metafórica sobre ella…, simplemente estaba abrumada por la densa humanidad.
Al cabo de veinte minutos de esfuerzos y muchas preguntas, que Hawkins insistía en vociferar en una especie de lengua franca, hallaron el restaurante, un establecimiento singapuriano llamado acertadamente «Café de los Estrechos».
Dentro estaba tan atestado como el pequeño corredor de la anchura de una callejuela al que daba frente. El aire estaba cargado con un intenso aroma compuesto: especias fuertes, carnes guisadas, arroz humeante, y subcorrientes de otros olores inidentificables. Hawkins dudó en la puerta. Una muchacha adolescente con una versión inspirada en los vídeos de la última moda interplanetaria —este año eran los pantalones bombachos naranjas y verdes— avanzó hacia ellos con unos gastados menús en la mano, pero Hawkins le hizo seña de que se marchara, puesto que acababa de ver a Blake Redfield en una mesa para cuatro al lado de un acuario del tamaño de una pared.
Marianne no esperaba mucho del hijo de la amiga de su madre, de modo que Blake fue una interesante sorpresa: apuesto, de rostro pecoso, pelo castañorrojizo, un norteamericano con aires continentales y demasiado dinero…, lo exhibía en sus ropas, en el estilo de su corte de pelo, en su cara colonia para hombres.
Y cuando habló, lo hizo con un acento aromatizado a la inglesa.
—Usted debe ser Marianne, encantado de conocerla —dijo, al tiempo que se ponía en pie, un poco distraído.
Había otro hombre en la mesa, un delgado chino con ropas de trabajo que apenas echó una ojeada a Hawkins pero recreó su mirada en Marianne.
—Éste es Luke Lim —dijo Blake—. Marianne, esto…, Mitchell, Bill Hawkins. Gracias por venir, Bill. Siéntate, sentaos los dos.
Hawkins y Marianne intercambiaron miradas y se sentaron uno al lado del otro, frente a la pared acuario, con sus rostros iluminados por la verdosa luz que se filtraba a través de la no demasiado limpia agua.
Llegaron los menús. Hawkins apenas echó una ojeada al suyo. La expresión del rostro de Marianne reflejó su desconcierto…
… que no le pasó por alto a Luke Lim.
—El bacalao de roca es fresco —dijo—. Y también un tanto nervioso. —Dio unos golpecitos al cristal y sonrió, un sorprendente despliegue de amarillos dientes y perilla de chivo.
Ella le devolvió una débil sonrisa y se descubrió mirando más allá de él al pez más horrible que jamás hubiera visto, todo aletas y arrugas y partes filamentosas del color del mucílago, flotando al nivel de los ojos de Lim allá donde reclinaba su cabeza contra el cristal del acuario.
Hombre y pez la estudiaron de vuelta.
—Hum, creo…
—Por otra parte, puede que prefiera las tiras de taro muy fritas —dijo Lim—. Son muy… crujientes.
Marianne no podía creer que el nombre se estuviera relamiendo los labios de aquel modo mientras la miraba. Lo observó, fascinada.
—Hasta que empiezas a masticarlas —advirtió Bill Hawkins—. Entonces se vuelven puro poi de un solo dedo en tu boca.
—¿Qué es el poi? —preguntó Marianne con voz suave, casi un susurro.
—Una palabra polinesia para la pasta de biblioteca —dijo Hawkins hoscamente—. De color gris azulado. La variedad de un solo dedo es la más empalagosa.
Luke Lim volvió su sardónica mirada hacia Hawkins.
—Al parecer el señor Hawkins no aprecia nuestra cocina singapuriana.
—¿Cuándo estuvo usted por última vez en Singapur? —preguntó Hawkins…, muy suavemente, pero con la suficiente aspereza como para provocar tensión; él y Lim habían experimentado una repulsión mutua instantánea.
—Oh, vamos —murmuró Marianne, y centró su atención en el menú. Sin duda encontraría allí algunas palabras familiares, como ternera, patatas, espinacas…
—Forster saldrá con los demás esta noche —dijo Blake a Hawkins, desviando su atención—. Quiere verte mañana por la mañana. Tienes una habitación reservada en el «Interplanetario». Puedes quedarte en ella, o ir al bar, o dar una vuelta por la ciudad, pero no esperes encontrar a nadie en nuestra denominada oficina. —Blake ni siquiera había mirado a Marianne desde que ella y Hawkins se habían sentado—. Luke y yo…, estaremos en contacto, no te preocupes…, acabamos de cerrar el trato para la entrega del, esto…, primer artículo.
—¿El qué?
—El Artículo A —dijo Lim meticulosamente—. Me pagó para que lo llamara así. Al menos en público.
—Estamos trabajando en el segundo —añadió Blake.
—¿Por qué todo este maldito secreto? —preguntó Hawkins.
—Órdenes de Forster —dijo Blake—. Estamos bajo observación.
—Hubiera debido imaginarlo. Aproximadamente por tres cuartas partes de la población de todos los mundos habitados.
—Vestido así, no es sorprendente —dijo Blake—. Soy un maldito letrero de neón, pero creo que hubiera sido más extraño aún si hubiera saludado a la señorita Mays con mi atuendo habitual de estos últimos días.
—¿Qué quiere decir?
—¿No visteis a Randolph Mays en el Helios? ¿No? No me sorprende.
—¿Mays? —preguntó Marianne, y alzó bruscamente la vista.
—¿Le gustaría saber cómo Randolph Mays consiguió ser acomodado confortablemente en el «Hotel Interplanetario» durante dos días mientras todos los demás eran retenidos en cuarentena?
—¿Sir Randolph Mays está en nuestro hotel? —preguntó Marianne.
Blake seguía ignorándola, con los ojos intensamente clavados en Hawkins y dominándose apenas para no tabalear con los dedos en la mesa.
—Mays tiene contactos, informadores, amigos en lugares altos y bajos. Conoce a tipos de aduanas y directores de hotel y maîtres y todo ese tipo de gente, sabe lo que les gusta, que es dinero puro y simple…, que él tiene. Ese hombre no es tan sólo un fatuo catedrático de Oxbridge, Bill, a quien la BBC ofreció equivocadamente un púlpito desde el cual difundir su cháchara. Es un periodista investigador malditamente bueno, que escruta la historia en vivo. Y en estos momentos tenemos la desgracia de ser su presa. —Blake tendió la mano hacia la tira de papel cubierto de escritura a mano que era la cuenta de él y Lim—. Luke y yo ya hemos comido. Si no te importa ocuparte de Marianne, Bill…, quiero decir…
—Oh, encantado —se apresuró a responder Hawkins, antes de que Blake pudiera hacerlo peor—. Suponiendo que usted esté de acuerdo, Marianne.
Dos brillantes manchas rojas habían aparecido en lo alto de las mejillas de Marianne.
—¿Por qué malgastar otro minuto en mí? Soy perfectamente capaz de arreglármelas sola.
—Marianne —dijo Hawkins fervientemente—, no puedo pensar en nada mejor que yo pudiera hacer, y mucho menos deseara hacer, que pasar las próximas horas en su compañía.
—Entonces pasaré a buscarte al hotel por la mañana. —Blake se había puesto ya en pie. Miró a Marianne, con los ojos desenfocados—. Lo siento, realmente lo siento. Pero de esta forma es mejor para todos.
Lim siguió a Blake hasta el mostrador.
—¿He oído que decía que pagaba usted, amigo mío? —Se dirigía a Blake, pero no pudo resistir una última mirada a Marianne por encima del hombro.
Hawkins los contempló marcharse.
—¡Extraordinario! —dijo, genuinamente sorprendido—. Antes de hoy no hubiera podido imaginar a Redfield comportándose de otra forma que no fuera de lo más ejemplar. Quizá las cosas no le estén yendo bien…, Forster parece haber metido el fuego de Dios en él.
—Ciertamente, ha sido un tanto oscuro —admitió Marianne.
—Sí, como en alguna novela de espías barata. Cuando en realidad no hay ningún misterio. El profesor planea una profunda exploración de Amaltea. Sé que tenía intención de adquirir un topo de los hielos, una máquina excavadora minera, aquí en Ganimedes. Ése debe de ser el Artículo A.
—Artículo A, Artículo B. Es peor que este menú.
Hawkins captó la indirecta.
—¿Me permite que pida para los dos?
—¿Por qué no? Si estuviéramos en Manhattan, yo haría lo mismo por usted.
Pero Hawkins no prestó atención al menú. En vez de ello estudió con aire ausente los peces que nadaban en el enorme acuario.
—Supongo que el Artículo B será un submarino.
—¿Para qué quiere el profesor Forster un submarino?
—Es sólo una suposición. —Hizo una seña a la camarera—. Esos géiseres, ¿sabe…? Es posible que, debajo de ese hielo, haya agua en estado líquido. Bien, veamos qué ofrece este lugar.
Marianne miró hacia la puerta por la que Blake y su amigo Lim habían desaparecido a la multitud. Según el estado de ánimo, todo aquello podía ser considerado como algo intensamente mundano o algo intensamente excitante. ¿Por qué no esperar lo mejor? Marianne se acercó perceptiblemente a Hawkins.
Si alguien le hubiera dicho a Marianne que ella iba a florecer algún día como una intelectual, se hubiera sentido impresionada; consideraba que su récord de fracasos académicos demostraba precisamente lo contrario. Pero de hecho poseía una poderosa hambre de información, una poderosa atracción a esquemas de organización, y a veces un sentido crítico demasiado potente que la hacía saltar de uno de esos planes fallidos a otro. Y todos fallaban.
A veces su ansia de conocimiento se mezclaba con su atracción hacia determinadas personas y sus propios deseos físicos. Al principio de cualquier relación, la gente ve lo que desea ver y oye lo que desea oír y toma como indicios lo que tal vez no sea más que una charla accidental. Sabía eso. Por otra parte, ayudaba el que Bill Hawkins fuera alto y fuerte de aspecto atractivo. Dejó que su cálido muslo rozara el de él mientras Hawkins hacía todo un espectáculo de estudiar el menú. Marianne todavía no era intelectual, pero era una joven ambiciosa, en un estadio de su vida en el que los hombres que sabían algo que ella no sabía eran los hombres más sexys del universo.