Tras semanas en el espacio, la caída hacia el planeta. La gran nave de pasajeros impulsada a fusión Helios, con todas sus portillas y brillantes paseos radiantes, se estaba insertando con el más suave de los impulsos en la órbita de aparcamiento en torno a Ganimedes.
Y en el Salón Centrífugo, una celebración: los pasajeros charlaban entre sí, bebían champán en largas copas aflautadas, algunos de ellos bailaban achispados a la música de la orquesta de la nave. Randolph Mays estaba allí, aunque creía firmemente que nadie le reconocía o sabía siquiera que estaba entre ellos, pues viajaba de incógnito por propia conveniencia, como lo había hecho desde antes de que la Helios abandonara la Tierra, para así ver pero no ser visto. Era uno de esos hombres a los que les gusta observar.
Y escuchar. La curva de las paredes-suelo del Salón Centrífugo, diseñadas para mantener una confortable media gravedad artificial para comodidad de los pasajeros, era también un buen, casi parabólico, reflector de las ondas de sonido. Las personas de pie en lados opuestos de la habitación cilíndrica —y por ello cabeza abajo las unas con respecto a las otras— podían oír sus respectivas conversaciones con perfecta claridad.
Randolph Mays dobló el cuello hacia atrás y miró hacia arriba a una esplendorosa joven, Marianne Mitchell, que permanecía por el momento sola directamente sobre su cabeza.
A unos pocos metros de distancia un joven, Bill Hawkins, intentaba reunir todo su valor para abordarla.
Era ciertamente la mujer más hermosa de la nave, esbelta, de pelo oscuro, ojos verdes, labios llenos que brillaban con un atrevido lápiz labial rojo intenso. Por su parte, Hawkins era también pasablemente atractivo, alto y de anchos hombros, con denso pelo rubio peinado tenso hacia atrás…, pero le faltaba confianza en sí mismo. No había conseguido más que unas pocas conversaciones sin importancia con Marianne en semanas de oportunidades. Ahora se le acababa el tiempo —abandonaría la Helios en Ganimedes—, y parecía intentar decidirse a dar un último paso.
A través de una de las gruesas ventanas curvas que formaban el suelo, Marianne contemplaba cómo, muy lejos a sus pies, el espaciopuerto de Ganimedes giraba hasta situarse a la vista en las heladas llanuras del Océano sin Orillas. Bajo sus pies se erguían lo que parecían ser torres de control en miniatura, cobertizos de almacenaje presurizados, mástiles y platos de comunicaciones, tanques esféricos de combustible, torres de despegue para las lanzaderas que hacían el recorrido entre la superficie y las naves interplanetarias que aparcaban en órbita…, el racimo de instalaciones prácticas que cualquier espaciopuerto operativo requería, no muy diferentes de las de Cayley o la Otra Cara de la Luna.
La muchacha dejó escapar un desconsolado suspiro.
—Se parece a Nueva Jersey.
—¿Perdón? —Bill Hawkins había cogido una botella de champán y dos copas de un camarero que pasaba y, tras despegarse del núcleo de concelebrantes, se dirigía al fin hacia ella.
—Hablaba para mí misma —dijo Marianne.
—No puedo creer en mi suerte, hallarla sola.
—Bueno, ahora no estoy sola. —Su alegría parecía forzada. ¿Qué podía decirle? Aparte el obligatorio intercambio de las historias de sus vidas, no habían tenido mucho éxito en sus conversaciones.
—Oh. ¿Quiere que me vaya?
—No. Y antes de que lo pregunte —miró el champán—, me encantará.
Hawkins lo sirvió —auténtico, procedente de Francia, un fino «Roederer» brut— y le tendió una copa.
—Á votre santé —dijo ella, y bebió la mitad de su copa.
Hawkins dio un sorbo a la suya y alzó una ceja interrogativa.
—Oh, no me mire así —dijo ella—. Es un consuelo. Seis semanas en esta bañera, y es como si estuviéramos de vuelta en Newark.
—No puedo estar más en desacuerdo. Para mí es toda una vista. La luna más grande del sistema solar. Un área superficial más grande que África.
—Pensé que sería exótica —se quejó Marianne—. Al menos, todo el mundo lo decía.
Hawkins sonrió.
—Espere y verá. Ya no falta mucho.
—Entonces es misteriosa.
—De hecho, Ganimedes tenía una reputación romántica. No debido a que, de todos los asentamientos importantes en el sistema solar, era el más distante de la Tierra. Como tampoco por los sorprendentes paisajes de su antigua, muy golpeada y muchas veces recongelada corteza. Ni por sus espectaculares vistas de Júpiter y sus lunas hermanas. Ganimedes era exótico debido a lo que los humanos le habían hecho.
—¿Cuándo nos van a dejar salir? —preguntó Marianne tras otro sorbo de champán.
—Las formalidades siempre toman algunas horas. Imagino que bajaremos por la mañana.
—Por la mañana, sea eso cuando sea.
Hawkins carraspeó.
—Ganimedes puede ser un poco desconcertante para quien lo visita por primera vez —dijo—. Me encantará mostrárselo.
—Gracias, Bill. —Marianne le dedicó una sonrisa acompañada de una sugestiva mirada—. Pero no, gracias. Alguien vendrá a buscarme.
—Oh.
Su rostro debió revelar más decepción de la que esperaba, porque Marianne casi se disculpó.
—No sé nada de él. Excepto que mi madre está muy ansiosa por impresionar a su madre. —Marianne, de veintidós años, había abandonado la superficie de la Tierra por primera vez hacía tan sólo seis semanas; como otros hijos de los ricos, incluidos muchos de los pasajeros que la acompañaban, se suponía que estaba efectuando el tradicional Gran Tour de un año por todo el sistema solar.
—¿Tiene un nombre esa persona? —preguntó Hawkins.
—Blake Redfield.
—¡Blake! —Hawkins sonrió…, en parte con alivio, porque Redfield estaba más bien públicamente comprometido con la conocida Ellen Troy—. Ocurre que es miembro de la expedición del profesor Forster. Como yo.
—Bueno, suerte para los dos. —Cuando él no respondió, le dirigió una mirada de soslayo—. Me está mirando de nuevo.
—Oh, sólo me estaba preguntando si realmente va a sacar usted algo de este Gran Tour. Pasará usted dos semanas aquí…, que no es tiempo suficiente para ver nada, de veras. Luego, siguiente parada, la base de San Pablo en el Cinturón Principal…, y cualquier cosa superior a un día allí es demasiado. Luego a la Estación de Marte y Ciudad Laberinto y las vistas de Marte. Luego a Puerto Hesperus. Luego a…
—Por favor, pare. —Ya era suficiente con lo que había dicho. Por muchos puertos en los que recalara la nave, iba a pasar la mayor parte de los próximos nueve meses en ruta, en el espacio—. Creo que me gustaría cambiar de conversación.
Aparte de ser la pasajera más joven de la Nave, Marianne era la que se excitaba más fácilmente y también la que se aburría más fácilmente. La mayoría de los demás eran recién graduados de Universidades y escuelas profesionales, que empleaban su año libre en adquirir una delgada capa de barniz cosmopolita antes de aposentarse en una vida de banquero interplanetario o corredor de Bolsa o marchante de arte o simplemente haraganear. Marianne todavía no había hallado nada que la llamara. Ninguno de los cursos de graduación que había seguido había conseguido retener su interés: preleyes, premedicina, historia del arte, lenguajes antiguos o modernos…, nada había durado más allá de un romántico primer encuentro. Ni siquiera un auténtico romance —hablaba delicadamente de esta parte, insinuando una breve aventura con un profesor de clásicas— la había arrastrado más allá de la mitad del curso. Semestre tras semestre había empezado con Aes y había terminado con insuficientes.
Su madre, poseedora de una al parecer inagotable fortuna pero empezando a dudar de la utilidad de financiar la educación de Marianne sin vislumbrar el resplandor de ninguna luz al final del túnel, había animado al fin a su hija a tomarse un poco de tiempo libre para ver algo del resto de la Tierra y los demás mundos habitados. Quizás en alguna parte en Europa o Indonesia o Sudamérica o allá fuera entre los planetas y satélites y estaciones espaciales algo capturara la imaginación de su hija durante algo más de tiempo que un mes.
Marianne había pasado el año siguiente a su veintiún cumpleaños recorriendo la Tierra, comprando ropa y souvenirs y adquiriendo amistades intelectualmente de estilo. Aunque le faltaba disciplina, estaba sin embargo dotada de una inteligencia incansable y era rápida en captar lo último en modes pensées…, entre las cuales las ideas de Sir Randolph Mays figuraban de forma prominente, al menos en los círculos norcontinentales.
—¿Trabaja realmente para el profesor Forster? No me dijo nada de eso antes. —Había superado su habitual aburrimiento—. No me parece usted del tipo conspirador.
—¿Conspirador? Oh…, no me diga.
—¿Qué?
—No será usted una de esas personas que se toman a Randolph Mays en serio.
—Varios millones de personas lo hacen. —Los ojos de la muchacha se abrieron mucho—. Incluidas algunas muy inteligentes.
—«La presencia espiritual definitiva que es moradora de lo más profundo, además de ser el creador y sostenedor del universo…» ¿Lo cito correctamente?
—Bueno… —Marianne dudó—. ¿Por qué Forster va a Amaltea, si es que no sabe algo que no nos dice? —preguntó.
—Puede que sospeche que sabe algo, pero va allá por pura investigación. ¿Por qué otra cosa? —Hawkins, posdoctorado en xenobiología por la Universidad de Londres, era un ciego partidario de las tesis de su consejero—. Recuerde, Forster pidió todos sus permisos y autorizaciones mucho antes de que Amaltea empezara a aparecer en las noticias; esa anómala signatura de sus radiaciones es conocida desde hace más de un siglo. En cuanto a este asunto de la conspiración…, bueno, eso también pertenece al siglo XX. —Su tono era un tanto quisquilloso.
Marianne estaba insegura de si sentirse o no ofendida; nunca se había formado demasiadas opiniones por sí misma, se sentía a merced de la gente que afirmaba poseer autoridad. Luchó valientemente por defender sus tesis.
—Así, ¿usted cree que no existe el Espíritu Libre? ¿Qué los alienígenas nunca visitaron el sistema solar?
—Sería un completo estúpido si dijera eso, ¿no? Siendo como soy una de las menos de media docena de personas que pueden leer la escritura de la Cultura X. También puede Forster, y así es como le conocí. Lo cual no tiene nada que ver con Mays y sus teorías.
Marianne lo dejó correr entonces y vació su copa de champán. Estudió la alta copa y dijo:
—Hay muchas cosas que no sé acerca de usted. —Estaba afirmando un hecho, no iniciando un flirteo.
El pánico hizo que el entrecejo del hombre se frunciera.
—Lo he hecho de nuevo, le he soltado una conferencia. Oh, siempre…
—Me gusta aprender cosas —dijo ella llanamente—. Además, usted nunca intentaría ser alguien que no es.
—Mire, Marianne…, si no le importa que me una a usted y a Redfield, quizá podamos hablar más. No acerca de mí —se apresuró a añadir—. Quiero decir acerca de Amaltea y la Cultura X…, o de cualquier otra cosa que usted quiera.
—Por supuesto. Gracias —dijo ella, con una sonrisa abierta y absolutamente cálida—. Me encantará. ¿Me pone un poco más de esto? —Tendió la copa hacia él.
Mirando desde por encima de sus cabezas, Randolph Mays observó que Hawkins, tras haber ofrecido proseguir la conversación con ella más tarde, pronto se quedó sin cosas que decir; cuando la botella estuvo vacía se retiró torpemente. Marianne lo observó pensativa, pero no hizo ningún esfuerzo por detenerle.
Mays rio quedamente, como si acabaran de contarle un chiste privado.