Blake Redfield se abrió camino a través de los atestados y serpenteantes corredores, junto a tenderetes que vendían jade tallado y sandalias transparentes de caucho en los muchos colores de la azufaifa, junto a puestos de aparatos electrónicos de vigilancia a precio de saldo, junto a perchas llenas de ristras de patos recién muertos colgados, con cabezas y patas y profusamente iluminados…, mientras la gente le empujaba por detrás, le daba codazos por los lados y bloqueaba su paso ante él, ninguno maliciosamente o siquiera con mucha fuerza, porque la gravedad aquí era un escaso tanto por ciento de la de la Tierra y un empujón demasiado vigoroso resultaba un problema tanto para el empujado como para el que empujaba. Había más gente apretadamente sentada en círculos en el suelo lanzando los dados o jugando al hsiang-ch’i, o de pie regateando excitadamente delante de tanques de truchas vivas y montones de almejas del hielo y pilas de pálidas y marchitas verduras. Estudiantes y viejos leían auténticos libros de papel a través de gruesas gafas sin montura y periódicos impresos sobre delgadas películas en lo que para la mayoría de euroamericanos eran garabatos indescifrables. Todo el mundo hablaba, hablaba, hablaba en tonos musicales que la mayoría de visitantes norcontinentales oían sólo como un sonsonete y farfulleos.
Normalmente de pelo castaño rojizo —incluso apuesto, a su pecosa manera—, Blake se había disfrazado bien, y ahora se parecía menos a un joven Gengis Kan que a una rata de muelle del río Pearl. De hecho era medio chino por parte de madre, mientras que la otra mitad era irlandesa, y aunque no sabía más que unas cuantas frases útiles en birmano o en thai o en cualquiera de las otras docenas de idiomas indochinos comunes en Ganimedes, hablaba en elocuente mandarín y un cantonés expresivamente coloquial, que eran los lenguajes comerciales preferidos de la mayor parte de las etnias chinas que formaban una proporción importante de la población no india del Océano sin Orillas.
Bajas sobre sus cabezas colgaban banderitas de papel que se agitaban de forma interminable a la brisa de los grandes ventiladores que giraban constantemente renovando el aire; éstos se esforzaban por hacer todo lo que podían para limpiar los corredores del olor a cerdo frito en aceite rancio y de otros olores menos paladeables. Los propietarios de los tenderetes habían colocado toldos contra el parpadeante resplandor amarillo de la iluminación permanente; los toldos se agitaban incesantes, olas en un inquieto mar de ropa. Blake siguió su camino contra la marea. Su destino era la firma contratista «Lim e Hijos», fundada en Singapur en 1946. La rama del Océano sin Orillas había abierto en 2068, antes de que el asentamiento en Ganimedes adquiriera unas proporciones considerables; toda una generación de Lim habían ayudado a construir el lugar.
Las oficinas de la firma estaban frente a la caótica intersección de dos concurridos corredores cerca del centro de la ciudad subterránea. Detrás de una pared de plancha de cristal que exhibía los ideogramas dorados de la salud y la prosperidad, empleados en mangas de camisa y con gafas estaban concentradamente inclinados sobre sus pantallas planas.
Blake cruzó la puerta automática; bruscamente los sonidos del corredor quedaron sellados a sus espaldas y hubo silencio. Nadie le prestó ninguna atención. Se inclinó sobre la barandilla que separaba la enmoquetada zona de recepción del empleado más cercano y dijo en cuidadoso mandarín:
—Me llamo Redfield. Tengo una cita a las diez con Luke Lim.
El empleado se sobresaltó como si hubiera sido atacado con gas. Sin molestarse en mirar a Blake, tecleó algo en su comenlace y dijo, en rápido cantonés:
—Un tipo blanco vestido como un culí está ahí fuera, hablando como si acabara de aprender el mandarín. Dice que tiene una cita con Luke.
El comenlace ladró algo en respuesta, lo bastante fuerte como para que Blake pudiera oírlo.
—Ve qué ocurre si le dices que espere.
—Espere —dijo el empleado en inglés, aún sin levantar la vista.
No había sillas para los visitantes. Blake se dirigió a la pared y estudió los chillones holos a color colgados de ella, algunos retratos de familia y vistas con gran angular de proyectos de construcciones. En una de ellas, una serie de tuberías tan enmarañadas como un paquete de fideos secos se extendían sobre un kilómetro de superficie helada; era una planta de disociación, que convertía el agua del hielo en hidrógeno y oxígeno. Otros holos mostraban minas de hielo, destilerías, plantas depuradoras, granjas hidropónicas.
Blake se preguntó qué papel habían desempeñado «Lim e Hijos» en la construcción de aquellas impresionantes instalaciones; los holos no llevaban ningún título, lo cual permitía que el que los mirara supiese lo que mejor le pareciera. Era poco probable que «Lim e Hijos» hubieran sido el principal contratista de ninguno de ellos. Pero uno en particular llamó su atención: mostraba un topo de los hielos de enormes dientes cortando el hielo negro, perforando lo que presumiblemente era uno de los túneles originales del asentamiento que se había convertido en Océano sin Orillas.
Durante veinte minutos esperó tascando pacientemente el freno. Al fin, el empleado conectó de nuevo el enlace y murmuró:
—Sigue esperando…, no, parece tan feliz como una almeja.
Pasaron otros cinco minutos. Un hombre apareció en la parte de atrás de la estancia y se dirigió a la barandilla, con la mano extendida.
—Luke Lim. Lo siento, señor Redfield. —Ruke Rim. Lo chento, cheñor Ledfald—. He sido retenido y no he podido escaparme. —Lim era alto incluso para la baja gravedad de Ganimedes, casi flaco, de mejillas hundidas y ojos ardientes. Al extremo de su barbilla una docena o así de pelos muy largos y muy negros conseguían sugerir una barbita de chivo. Al contrario que su pelo facial, el pelo de su cabeza era denso y lustroso, largo y negro, y le llegaba hasta los hombros. Sus uñas tenían un par de centímetros de largo en el pulgar y en los dedos de su mano derecha, pero las uñas de la izquierda eran muy cortas. Llevaba unos pantalones de trabajo de lona azul y una camisa a cuadros como de terliz.
—No se preocupe —dijo Blake fríamente, y concedió a la mano extendida, la peligrosa, un único y breve apretón. Un tipo curioso, pensó: su acento era tan falso como uno podía imaginar, surgido directamente de una vieja película de Charlie Chan; las uñas no eran una afectación de mandarín, sino aparentemente para tocar la guitarra de doce cuerdas; y las ropas de trabajo sugerían que el hombre deseaba presentarse como un miembro de la clase trabajadora.
—Me alegra de que no vaya con prisa —dijo Lim.
—¿Tiene usted algo que mostrarme?
—Sí. —La voz de Lim se volvió de pronto baja y conspiradora, su expresión casi socarrona—. ¿Quiere venir conmigo? —Mantuvo ostentosamente abierta la puerta de la barandilla e hizo seña a Blake de que la cruzara.
Blake le siguió a la parte de atrás de la oficina y a un pasadizo bajo y oscuro. Captó atisbos de pequeñas y penumbrosas habitaciones a ambos lados, atestadas con hombres y mujeres inclinados sobre máquinas herramientas.
Un breve viaje en un gran montacargas los llevó a una enorme bodega de servicio, cuyo suelo y paredes habían sido excavados en el antiguo hielo. La excavación de la bodega no había terminado; había un agujero en una esquina hundida del suelo tan grande como el ojo de un huracán, para desaguar el hielo fundido que iba siendo excavado.
En medio de la bodega, inadecuadamente iluminado desde arriba por luces de sodio, un remolque de suelo plano en forma de araña sostenía una enorme carga, cuidadosamente atada y envuelta en lona azul.
—Aquí está —dijo Lim a Blake, sin molestarse en moverse de donde estaba, de pie junto al montacargas.
Dos mujeres de mediana edad apretadamente envueltas en monos aislados alzaron la vista desde el motor de un reptador de superficie; estaba desmontado en su mayor parte, con las piezas esparcidas sobre el hielo.
—Uno de los rectificadores de esa cosa sigue aún intermitente, Luke —dijo una de las mujeres en cantonés—. Se supone que Suministros enviará un repuesto esta tarde.
—¿Cuánto puede funcionar éste? —preguntó Lim.
—Una o dos horas seguidas. Luego se sobrecalienta.
—Dile a Suministros que lo olvide —dijo Lim.
—Si tu cliente desea comprar… —Hizo un gesto con la cabeza hacia Blake.
—Ignora al extranjero, vuelve al trabajo —dijo Lim, y su aliento formó nubecillas de vapor a la luz anaranjada.
Blake se acercó al remolque de suelo plano y tiró de las sujeciones que ataban la carga. Dio un tirón a la lona y fue rodeando pacientemente el remolque hasta que tuvo toda la tela hecha un montón en el suelo. La maquinaria que quedó al descubierto era un cilindro compuesto por anillos de aleación metálica, sujetos por un armazón universal y montados sobre orugas con bandas en cuña; su extremo delantero consistía en dos juegos de ruedas de enormes y planos dientes de titanio, cada uno de cuyos cortantes bordes relucía con una fina capa de diamante.
Un topo de los hielos…, pero, pese a su impresionante tamaño, era una simple miniatura con relación al que Blake había visto reflejado en la pared de la oficina.
Subió al remolque de suelo plano. Extrajo una diminuta linterna negra del bolsillo de su cadera y encendió su brillante luz blanca. Tomó del bolsillo de su camisa unas gafas de aumento y se las puso. Durante varios minutos fue arriba y abajo, abriendo todas las puertecillas de acceso, inspeccionando circuitos y tableros de control. Comprobó la alineación de los soportes y buscó algún desgaste excesivo. Retiró paneles y estudió los circuitos y las conexiones de los grandes motores.
Finalmente bajó y regresó junto a Lim.
—No hay nada visiblemente roto. Pero es tan viejo como yo, ha visto un montón de uso. Quizá treinta años.
—Por el precio que desea pagar, obtiene más de lo que pide.
—¿Dónde está la fuente de energía?
—Tendrá que pagar extra por eso.
—Cuando alguien me dice «como nuevo», señor Lim, no pienso que eso signifique treinta años de antigüedad. Todo lo hecho en esta línea durante la última década lleva la fuente de energía integrada.
—¿Lo quiere o no?
—Con la fuente de energía.
—No hay problema. Sólo tendrá que pagar quinientos créditos IA extra.
—¿Será nueva? ¿O «como nueva»?
—Garantizada como nueva.
Blake tradujo la cifra en dólares.
—Por ese precio puedo comprarla nueva recién salida de fábrica en el Cinturón Principal.
—¿Desea esperar tres meses? ¿Pagar el transporte?
Blake dejó que la retórica pregunta quedara sin responder.
—¿Cómo sé que esta cosa no se va a estropear tan pronto como la depositemos sobre Amaltea?
—Como ya le he dicho, está garantizada.
—¿Lo cual significa?
—Enviamos a alguien a repararla. Mano de obra gratis.
Blake pareció considerar aquello unos instantes. Luego dijo:
—Efectuemos una prueba.
Lim pareció apenado.
—Creo que tenemos demasiado trabajo esta semana.
—Ahora. Añadiremos un poco de espacio a su zona de trabajo de aquí.
—No es posible.
—Claro que lo es. Tomaré prestada la fuente de energía y las conexiones de ese reptador —señaló las piezas esparcidas por el suelo—, puesto que nadie va a necesitarlas por el momento. —Blake se abrió camino entre las piezas del rincón; alzó una de las grandes pero ligeras unidades, saltó al remolque, alzó una cubierta y la encajó en su lugar.
Las mujeres, que en realidad no había permanecido concentradas en su trabajo, miraron ahora a Blake abiertamente…, intentando permanecer impasibles, pero con cautelosas e inseguras miradas a Lim. Reluctante, como si estuviera representando sin entusiasmo un papel que requería que emitiera alguna protesta, por débil que fuera, Lim dijo:
—No puede usted hacer lo que quiera con nuestro…, con este equipo.
—Blake le ignoró. Tomó un par de cables fuertemente aislados con caucho de un carrete de muelle de la pared y metió sus cabezales planos revestidos de cobre en un receptáculo en la parte de atrás del topo; los encajó firmemente en su lugar. Luego se deslizó al interior de la cabina del topo y pasó un momento jugueteando con los controles. La máquina cobró vida con un zumbar de poderosos motores y su luz roja de advertencia empezó a girar y a destellar. La bocina de advertencia ululó repetidamente mientras bajaba marcha atrás del remolque sobre sus resonantes cadenas. Blake empujó las palancas hacia delante, y el topo avanzó hacia un punto liso en la pared de hielo.
Lim observó todo aquello como si estuviera estupefacto antes de sacudirse de su inmovilidad y entrar en acción.
—¡Eh! ¡Espere un momento!
—¡Suba, si quiere venir! —gritó Blake, y detuvo el avance de la máquina hacia la pared el tiempo suficiente para que Lim trepara por un lado y se deslizara a la abierta cabina. La portezuela se selló automáticamente tras él; Blake comprobó el panel de instrumentos para asegurarse de que el pequeño compartimiento estaba sellado y presurizado. Luego empujó de nuevo los potenciómetros hacia delante, todo el recorrido hasta el tope.
Los transformadores cantaron; los gigantescos dientes del hocico del topo giraron en una bruma de hojas en rotación inversa. Blake dirigió la máquina directamente contra el hielo, y hubo un repentino chirriar y retumbar; esquirlas de hielo estallaron en una opaca ventisca fuera de la ventanilla cilíndrica de poliglás de la cabina.
Dentro de la máquina el aire olía a ozono. Displays de falso color en el tablero mostraban un mapa tridimensional de la posición de la máquina, elaborado a partir de datos almacenados y actualizados con realimentación de las vibraciones sísmicas generadas por los girantes mordiscos. El vacío en el hielo que estaban ampliando se hallaba en el borde del asentamiento, a sólo veinte metros por debajo de la superficie y adyacente al espaciopuerto. El mapa del tablero mostraba la región de hielo debajo del espaciopuerto en un brillante color rojo, con un aviso en letras gruesas: ÁREA RESTRINGIDA.
La máquina siguió avanzando, estremeciéndose en dirección a la roja barrera a toda velocidad…, que para la vieja máquina eran unos respetables tres kilómetros a la hora. Invisible para sus jinetes, un río de hielo fundido fluía por la parte de atrás de la máquina y salía del túnel a sus espaldas en dirección al agujero de drenaje.
—Vigile donde va. —El acento de Lim mostraba signos de inseguridad—. Si cruza esa barrera, la Junta Espacial se nos echará encima.
—Daré la vuelta ahí, volveremos por el camino largo. Veamos cómo se comporta después de una hora o así de funcionamiento ininterrumpido.
—Tenemos que volver ahora.
Blake tiró hacia atrás de una de las palancas de los potenciómetros y la máquina giró hacia un lado, resbalando y mordiendo como un taladro de mano con un diente mellado.
—Esta cosa se encabrita como un caballo salvaje…, es un tanto dura de dominar. Diga, ¿no huele a algo quemado?
—No gire tan bruscamente —dijo Lim, alarmado—. No es bueno abusar de un equipo delicado.
Una luz en el panel empezó a brillar, con un color amarillo apagado primero, luego naranja brillante.
—Parece como si estuviéramos sobrecargando algo —observó Blake equitativamente.
—¡Vaya despacio, vaya despacio! —gritó Lim—. ¡Nos quedaremos atrapados aquí!
—De acuerdo. —Blake enderezó la máquina y redujo el ritmo de perforación. La luz de advertencia de sobrecarga disminuyó de intensidad—. Hábleme de nuevo de esa garantía.
—Usted mismo puede verlo: si no se abusa de ella, la máquina está en muy buenas condiciones. Si se avería, usted la trae y se la reparamos.
—No. Le diré lo que haremos: si se estropea ahí fuera en Amaltea, vendremos a buscar a su mejor mecánico. Tomaremos a esa persona y cualquier pieza de repuesto que necesitemos y la llevaremos de vuelta con nosotros, en ese mismo instante. Y ustedes lo pagarán todo, incluido el combustible. —El combustible era oro en el sistema de Júpiter; debido a la profundidad del pozo gravitatorio de los planetas gigantes, los vectores delta entre Ganimedes y Amaltea eran prácticamente los mismos que entre la Tierra y Venus.
La expresión de nerviosismo de Lim se desvaneció. Miró con ojos furiosos al hombre que tenía al lado, a no más de unos pocos centímetros.
—Usted no es estúpido, de modo que debe de estar loco.
Blake sonrió. En un fluido cantonés dijo:
—Aparte un rectificador intermitente, ¿qué encontraron mal sus mecánicos en aquel trasto?
Lim bufó sorprendido.
—Responda a mis preguntas, señor Lim, o puede buscar usted a alguien distinto para que les libre de esta antigualla.
Atrapado, Lim parecía como si acabara de sufrir un ataque de nervios y hubiera sido dejado para que se las apañara por sí mismo. Luego, de pronto, sus extravagantes rasgos se tensaron en una regocijada sonrisa.
—¡Aieeee! Es usted astuto como un zorro, todo un carácter. He quedado muy mal.
—Y usted puede dejar de lado su acento de Hijo Número Uno. No querría hacerme la idea de que se está burlando de mí.
—Eh, soy el hijo número uno de mi padre. Pero no importa, entiendo su punto de vista. Mi gente le dirá a su gente todo lo que quiera saber. Si hay que arreglar algo, lo arreglaremos. —Lim se echó hacia atrás en su asiento, obviamente aliviado—. Pero cerremos el asunto. Y olvidemos todas esas tonterías acerca de garantías. Y combustible de cohete.
—Por mí de acuerdo —dijo Blake.
—Lléveme de vuelta a la oficina. Puede extenderme un cheque y llevarse esto.
—¿Incluida la fuente de energía?
Lim suspiró ruidosamente.
—El diablo blanco es despiadado. —Pero de hecho parecía estar gozando con la actitud testaruda de Blake—. Está bien, usted gana. Llévenos de vuelta de una sola pieza. Incluso le invitaré a comer.
Después, aquella misma tarde, Blake regresó al campamento secreto de la expedición Forster bajo el hielo.
Las toberas de los cohetes de la nave que los llevaría a Amaltea gravitaban sobre ellos bajo la helada cúpula. Forster había alquilado el pesado remolcador para toda la duración; legalmente no podía cambiar su registro, pero sí podía llamarlo como quisiera. Lo había bautizado Michael Ventris por su héroe, el inglés que había codescifrado la lineal B micénica y había sido asesinado trágicamente a los treinta y cuatro años, no mucho después de su triunfo filológico.
El irregular suelo de hielo de la cámara de deflexión de los gases de escape estaba menos atestado de lo que lo había estado unas pocas semanas antes, cuando el profesor Nagy había hecho al profesor Forster una visita. En estos momentos el equipo necesario para la expedición de un mes se hallaba ya cargado, y la bodega modular de carga encajable asegurada al armazón del gran remolcador. Sin embargo, la bodega del equipo todavía seguía abierta y vacía. En ella había espacio para el topo de los hielos y más.
Blake llamó a la puerta de la choza de espuma de Forster.
—Soy Blake.
—Entre, por favor. —Forster alzó la vista de la pantalla que estaba estudiando cuando Blake entró agachando la cabeza en la choza. Miró astutamente a Blake y supo que las noticias eran buenas—. Un éxito, supongo.
La expresión de Blake se hundió apenas unos milímetros; le gustaría que Forster no supiera tan fácilmente. Hallar y alquilar un topo de los hielos en buen estado, y mantener todo el asunto de una forma razonablemente confidencial, no era tan fácil como para que el éxito pudiera suponerse por anticipado.
Pero Blake había tenido éxito después de todo, y Forster —que sólo parecía unos pocos años mayor que Blake, pero que en realidad llevaba décadas en aquel juego— estaba acostumbrado al compromiso y a la improvisación y probablemente había desarrollado un sexto sentido para los problemas que eran realmente duros y aquéllos que sólo lo parecían.
—La máquina de Lim hará el trabajo —admitió Blake.
—¿Algún problema en particular?
—Lim intentó engañarme…
Forster frunció el ceño, indignado.
—Así que le pedí que fuera nuestro agente.
—¿Qué usted hizo qué? —Una de las pobladas cejas de Forster se alzó.
Bien, eso le ha hecho reaccionar. Blake sonrió…, era una venganza bastante suave a las suposiciones de Forster.
—Jugamos a un pequeño juego de toma y daca. Él jugó según las reglas, así que decidí confiar en él para que nos ayudara a localizar la otra máquina. Tiene unos contactos únicos en la comunidad. Mi problema es que, aunque yo puedo pasar por uno de ellos, nadie sabe quién soy. Por eso me tomó tanto tiempo llegar hasta él.
—Lo siento si he sido presuntuoso. —Forster captó finalmente algo de la no anunciada frustración de su joven colega—. Ha estado soportando usted una gran carga. Tan pronto como sea seguro para el resto de nosotros mostrar nuestros rostros, podremos aliviársela un poco.
—Entonces no contaré con ninguna ayuda hasta el día que despeguemos —dijo Blake con una sonrisa irónica—. Según mis informantes, adivine quién está a punto de descender sobre nuestras cabezas en el Helios.
La alegre expresión de Forster se cerró en una mueca hosca.
—Oh, no.
—Me temo que oh, sí. Sir Randolph-llámeme-Arnold-Toynbee-Mays.