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Por todo el planeta y el sistema solar, un centenar de millones de personas estaban frente a sus pantallas. Sólo los de Gran Bretaña recibirían el episodio final de «Supermente» a la cómoda hora de las ocho de la tarde. Otros, muchos más —aquéllos que no deseaban esperar a la redistribución local a una hora más conveniente— estaban trasteando con sus parabólicas mientras sus relojes marcaban las 3.22 de la madrugada, o las 11.43 de la noche, o tan cerca del momento de la transmisión original de Londres como permitía la velocidad de la luz.

En la costa oriental de Norteamérica eran casi las tres de una tarde alternativamente brillante y lluviosa, con el sol entrando y saliendo por entre las nubes. Un hombre alto con un sobretodo de piel negra subió los escalones del porche de una casa de piedra entre los árboles. Llamó a la puerta.

Una mujer con una falda de lana y botas de cuero abrió la puerta.

—Pase, Kip, antes de que agarre un resfriado de muerte. —Ari Nagy era delgada y atlética, y llevaba el pelo negro que empezaba a grisear cortado sensatamente a la altura de la mandíbula. Estaba entre las pocas personas que llamaba a aquel hombre de una forma distinta a «comandante».

El hombre hizo lo indicado, se sacudió el agua del sobretodo y lo colgó en una percha del pasillo, al lado de impermeables de polilona amarillos y parkas acolchadas. Entró en la larga sala de estar.

La casa era más grande de lo que parecía desde el exterior. A través de las ventanas al extremo sur de la habitación, más allá de los árboles, podía verse una extensión de nublado cielo que terminaba en un horizonte de bajas montañas grises: un paisaje monocromo, salpicado por manchas de forsitias amarillas y la pálida promesa blanca de las floraciones del cornejo entre las húmedas ramas sarmentosas.

Sobre sus cabezas, vigas talladas reflejaban la cálida luz de las desnudas superficies; alfombras indias nativas sobre el suelo de planchas conservaban el calor de un fuego de madera de roble que ardía vivo en la chimenea de piedra. El comandante se dirigió directamente hacia él y adelantó las manos para recoger el calor.

La mujer regresó de la cocina con un servicio de té.

—¿Té negro? Sé que toma una taza en días como éste.

—Gracias. —Tomó la taza de té de la bandeja y la depositó sobre la repisa; el platillo de porcelana raspó contra la piedra—. ¿Cómo supo que venía? —Su voz era tan baja y áspera que casi sonaba como si le doliera hablar. Con su piel curtida por el sol y sus pálidos ojos azules hubiera podido ser muy bien un maderero de los bosques del norte o un guía de pesca; llevaba un descolorido mono de dril, y las mangas de su camisa lisa estaban enrolladas sobre sus poderosas muñecas.

—Llamé al albergue preguntando por Jozsef. Esperaba que estuviera con usted.

—Pronto estará aquí. Deseaba archivar antes ese informe.

—Son las tres. Es propio de él saltarse el programa…, cree que el mundo debería de tener en cuenta su agenda.

—Volveremos a pasar las partes importantes para él. —Tomó unas tenazas de hierro y movió los troncos hasta que crepitaron con el renovado calor.

Ari se sentó en un sillón de cuero y colocó una manta a cuadros rojos y verdes sobre su regazo.

—Conexión y grabación —dijo en dirección a la pared panelada de pino…

… a cuya orden una videoplaca oculta se desenrolló hasta convertirse en una pantalla de dos metros cuadrados, delgada como el papel de aluminio, que se iluminó de inmediato.

—Buenas tardes —dijo la voz desde la pantalla—. Aquí el Servicio para Todos los Mundos de la BBC, ofreciéndoles el último programa de la serie «Supermente», presentado por Sir Randolph Mays…

El comandante alzó la vista del fuego para ver las nubes de Júpiter llenar la pantalla. Visible en primer plano había un rápido destello brillante.

—La luna de Júpiter Amaltea —llegó la voz de Randolph Mays, en aquel semisusurro suyo de reprimida urgencia—. Desde hace más de un año, el objeto más inusual en nuestro sistema solar…, y la clave a su enigma central.

Al contrario que la mayoría del centenar de millones de personas que contemplaban «Supermente», que estaban seguras de que el narrador rastrearía la verdad hasta donde condujera —de hecho, la mayoría que habían visto los anteriores episodios esperaban que Mays resolviera «el enigma central del sistema solar» aquella misma noche, ante sus ojos—, los dos que contemplaban la emisión en la casa entre los árboles esperaban que no se acercara a él.

—Una buena imagen —observó Ari.

—Oí hablar de ella camino de aquí: fue robada de un monitor de la Junta Espacial de Ganimedes. Mays remontó el principio de este programa a última hora.

—¿Se lo dio alguien de la Junta Espacial?

—Lo descubriremos.

Miraron en silencio, mientras Sir Randolph recitaba su letanía de coincidencias:

—… acontecimientos que ocurren en lugares tan alejados como la infernal superficie de Venus, la otra cara de la Luna de la Tierra, los desiertos de Marte…, y no el menor de ellos en una espléndida propiedad en los campos de Somerset, en Inglaterra. Ésas y otras coincidencias imposibles serán el tema del programa de esta noche…

—Oh, vaya —murmuró Ari; se arrebujó más en la manta—. Me temo que va a meter a Linda en ello después de todo.

El comandante dejó de meditar junto al fuego para sentarse al lado de ella en un diván, frente a la pantalla.

—Vamos a levantar un muro de piedra tan alto como podamos.

—¿Cómo sabe todas estas cosas? —preguntó la mujer—. ¿Es uno de ellos?

—Están acabados…, lo supimos cuando llegamos a la mansión de Kingman y hallamos la destrucción.

—Pero está divulgando secretos por los que mataron para mantenerlos ocultos.

—Probablemente el hombre tiene echado el anzuelo a alguna pobre alma desilusionada que se arrepintió y desea contarlo todo. Sea quien sea, necesita un mejor confesor.

—Nadie por debajo del rango de los caballeros y ancianos podría conectar a Linda con el Conocimiento. —Su voz traicionó su miedo.

En la pantalla, la secuencia del título se desvaneció. Empezó el último episodio…

Sir Randolph Mays había sido un oscuro historiador de Cambridge cuyo título derivaba no de su erudición científica sino de la pródiga caridad de su juventud, cuando entregó una buena parte de su herencia a su Universidad. Popular con los estudiantes, de la noche a la mañana se había convertido en una estrella, una auténtica nova del vídeo, con su primera serie de trece capítulos para la BBC, «En busca de la raza humana». Mays había parecido moverse a través de las dispersas localizaciones de su programa como si estuviera persiguiendo una presa escurridiza, deslizándose sobre sus largas piernas enfundadas en pana por entre las columnas de Karnak, subiendo las interminables escaleras de Calakmul, cruzando el desordenado laberinto de Çatal Hüyük. Todo ello mientras sus grandes manos barrían el aire y, perchada sobre el cuello vuelto de su jersey negro, su cuadrada mandíbula se agitaba para emitir largas, impresionantes y vehementes frases. Todo ello creaba un maravilloso documental de viajes, untado con una gruesa capa de mayonesa intelectual.

Mays se tomaba a sí mismo muy en serio, por supuesto; era testarudo en grado sumo. Como Arnold Toynbee y Oswald Spengler antes que él, había reducido toda la historia humana a un esquema recurrente y predecible. Bajo su punto de vista, como el de sus predecesores, los elementos de este esquema eran sociedades que tenían sus propios ciclos vitales de nacimiento, crecimiento y muerte, como los organismos. Y como los organismos —pero con la ayuda de un rápido cambio cultural en vez de la lenta adaptación biológica—, afirmaba que las sociedades evolucionaban. Hacia dónde evolucionaba exactamente la sociedad humana era algo que dejaba abierto como un ejercicio para que el espectador lo determinara.

Las instituciones históricas y etnográficas lo atacaron por sus primitivas ideas, su dudosa interpretación de los hechos, sus amplias definiciones. (¿Qué distinguía una sociedad de otra? ¿Por qué, para Mays, los judíos constituían una sociedad, vivieran donde vivieran, pero no, por ejemplo, los húngaros expatriados?) Pero una docena de eminentes eruditos murmurando para sus papadas no eran suficientes para deshinchar el entusiasmo del público. Randolph Mays tenía algo mejor que la aprobación académica, algo mejor que la lógica; tenía una presencia casi hipnótica.

Esa primera serie fue reemitida numerosas veces y batió récords de ventas de videochips; la BBC le suplicó que hiciera otra. Mays aceptó con la proposición de «Supermente».

La proposición hizo que incluso los patrocinadores de la BBC se lo pensaran un poco, porque en ella Mays pretendía probar que el ascenso y la caída de las civilizaciones no eran, después de todo, un asunto de evolución al azar. Según él, una inteligencia superior había guiado el proceso, una inteligencia no necesariamente humana, que estaba representada en la Tierra por un antiguo y muy secreto culto.

La primera docena de programas de «Supermente» presentaban pruebas de la existencia del culto en antiguos glifos y tallas y rollos de pergamino, en las alineaciones de antigua arquitectura y en la narrativa de antiguos mitos. Era una buena historia, persuasiva para aquéllos que deseaban creer. Incluso los incrédulos se sentían divertidos y entretenidos.

Como sabía Mays, y como su enorme audiencia estaba a punto de descubrir, el episodio de esta noche iba mucho más allá de antiguos textos y artefactos. Traía la Gran Enciclopedia a la actualidad.

Pero Randolph Mays era un hábil hombre del espectáculo. Sus espectadores se vieron obligados a permanecer sentados durante casi toda la hora siguiente de revisión, durante la cual Mays volvió a pasar todas las pruebas que había desarrollado en semanas anteriores, usando con ingenio las mismas localizaciones y reproduciendo hábilmente fragmentos de los programas anteriores; sólo el espectador escéptico hubiera notado que su tesis quedaba así reducida de trece horas a una.

Finalmente llegó a su punto culminante.

—Se llamaban a sí mismos el Espíritu Libre y una docena más de otros nombres —afirmó Mays, en persona ahora en la pantalla, en primer plano, agitando las manos al aire—. Esta gente estuvo casi con toda seguridad entre ellos.

La siguiente imagen fue estática, tomada por una cámara fotográmica: un caballero inglés de buen aspecto pero ya envejecido con un traje de tweed, de pie frente a una enorme casa de piedra, con una escopeta en el hueco de su brazo. Su mano libre atusaba unos llamativos bigotes de aviador.

—Rupert, Lord Kingman, heredero del antiguo St. Joseph’s Hall, director de una docena de firmas, incluido el «Sadler’s Bank» de Delhi, que no ha sido visto desde hace tres años…

A continuación, una mujer con liso pelo negro y labios pintados muy rojos miró intensamente a la cámara a lomos de un sudoroso poni de polo, cuya brida sujetaba un sij con turbante.

—Holly Singh, doctora en medicina, doctora en filosofía, jefa de neuropsicología en el Centro de Medicina Biológica de la Junta de Control Espacial, que desapareció exactamente al mismo tiempo que Lord Kingman…

A continuación la pantalla mostró a un hombre alto y lúgubre cuyo fino pelo rubio caía por encima de su frente.

—El profesor Albers Merck, notable xenoarqueólogo, que intentó asesinar a su colega, el profesor J. Q. R. Forster…, y al mismo tiempo intentó suicidarse. Falló en matar a Forster, por supuesto; tuvo éxito, sin embargo, en destruir los únicos fósiles venusianos guardados en Puerto Hesperus…

A continuación, una foto publicitaria mostró a una pareja joven vestida con batas de técnicos, sonriendo a la cámara desde sus consolas de instrumentos.

—También en la misma fecha, los astrónomos Piet Gress y Katrina Balakian se suicidaron después de fracasar en su intento de destruir el radiotelescopio en la base de la Otra Cara en la Luna…

A continuación, un hombre de aspecto cuadrado con el pelo color arena cortado a cepillo y un traje a rayas finas: había sido sorprendido mientras miraba por encima del hombro con el ceño fruncido al tiempo que subía a un helicóptero en la terraza de un edificio de Manhattan.

—Y de nuevo, en la misma fecha, la placa marciana desapareció del Ayuntamiento de Ciudad Laberinto en Marte. Dos hombres fueron muertos. Más tarde, la placa fue recuperada en la luna marciana de Fobos. Al cabo de pocas horas, el señor John Noble, fundador y jefe efectivo del «Abastecimiento de Agua Noble» de Marte, cuyo avión espacial fue usado en el intento de robo, se desvaneció y permanece desaparecido desde entonces…

La siguiente imagen no era de una persona sino de una nave espacial, el carguero Doradus. La cámara recorrió lentamente el gran carguero blanco allá donde permanecía embargado en los astilleros de la Junta Espacial en la órbita de la Tierra.

—Éste es el Doradus, cuya tripulación intentó llevarse la placa marciana de Fobos: fue calificado como una nave pirata por los medios de comunicación, pero afirmo que el Doradus era de hecho una nave de guerra del Espíritu Libre…, aunque la Junta Espacial nos quería hacer creer que el auténtico propietario de la nave nunca fue rastreado más allá de un banco. Sí, el «Sadler’s Bank» de Delhi…

Cuando la siguiente imagen apareció en la pantalla, Ari apoyó una mano en el brazo del comandante…, ofreciendo apoyo o buscándolo.

—La inspectora Ellen Troy de la Junta de Control Espacial —recordó Mays a su audiencia, aunque debía de haber pocos que no reconocieran la foto de la mujer—. No hace mucho, un nombre conocido en todos los hogares debido a sus extraordinarias hazañas. Fue ella quien rescató a Forster y Merck de una muerte cierta en la superficie de Venus. Fue ella quien impidió la destrucción de la base en la Otra Cara, y fue ella quien arrebató la placa marciana de manos del Doradus. Luego, también ella desapareció…, para reaparecer, bajo circunstancias que nunca han sido explicadas, en el momento mismo del motín de la Kon-Tiki…, sólo para desaparecer de nuevo. ¿Dónde está ahora?

La inquietante imagen de Amaltea reapareció en la pantalla; a la luz reflejada de Júpiter, la luna estaba bañada en bruma del color de la crema de leche.

—La Junta Espacial ha declarado una cuarentena absoluta dentro de los 50.000 kilómetros de la órbita de Amaltea. La única excepción concedida es en beneficio de este hombre, del que ya hemos oído hablar demasiado.

Los medios de comunicación habían descrito a menudo a J. Q. R. Forster como un matón pendenciero, pero la imagen que Mays mostró de él le hacía parecer como un gallardo astronauta en miniatura mientras subía los escalones de la entrada del cuartel general del Consejo de los Mundos en Manhattan, ignorando los sabuesos de la Prensa que le perseguían.

—El profesor Forster se halla ahora en la Base de Ganimedes, en los estadios finales de los preparativos de su expedición a Amaltea…, una expedición aprobada por la Junta Espacial sólo unos pocos meses antes de que esa luna revelara su idiosincrática naturaleza.

Sir Randolph volvió en persona a la pantalla. Por un momento se mantuvo inmóvil, como si estuviera reuniendo sus pensamientos. Fue un atrevido momento de actuación que mostró su maestría en el medio y enfocó la atención de una enorme audiencia en sus siguientes palabras.

Se inclinó hacia delante.

—¿Está la inspectora Ellen Troy también en Ganimedes, una parte más del plan de Forster?

Bajó más la voz, como para obligar a sus espectadores a acercarse más, con sus enormes manos abofeteando el aire con los dedos abiertos para atraerlos definitivamente a su red de intimidad.

—¿Es Amaltea el foco de siglos de planificación del Espíritu Libre? ¿Es la poderosa Junta de Control Espacial una parte más de esta gran conspiración? Creo que sí y, aunque no puedo probarlo esta noche —Mays se echó hacia atrás y enderezó su delgada figura—, les doy mi palabra de honor de que descubriré el hilo común que une todos esos acontecimientos que acabo de traer a su atención. Y, una vez hecho eso, expondré esos antiguos secretos a la luz de la razón.

—Apague —dijo Ari, y su voz sonó fuerte en la tranquila sala. Mientras los créditos finales desfilaban hacia arriba en la pantalla, la imagen se desvaneció al negro y la videoplaca se enrolló sobre sí misma y se metió dentro de la panelada pared.

La lluvia golpeaba firmemente contra el techo del porche; brasas color rojo ladrillo se desmoronaban en la chimenea. El comandante rompió el silencio.

—Un poco anticlimático.

—Al menos en una cosa está equivocado —dijo Ari. No tuvo que aclarar que se refería a que Ellen Troy no estaba en Amaltea.

Sonaron pasos en las planchas del porche. El comandante se puso en pie, alerta. Ari echó a un lado la manta de su regazo y fue a abrir la puerta.